LOCURA ( 2 )
El gran danés está desconcertado. Nota algo extraño en la postura de su ama. Por un lado, su posición despatarrada, como cuando lo llama dulcemente para que él la lama. Por otro, la intuye demasiado extática, demasiado silenciosa, demasiado rara. Acerca su ocico a la entrepierna de la mujer. Huele la sangre, como tantas otras veces. Pero es otra clase de olor, más superficial. Esta sangre parece que fluye desde la superficie, no desde el interior. Llorando , deja que un hilillo de baba caiga sobre la vagina y lo recoge de un lametón, como le enseñó su amita entre risas y gemidos roncos. Pone especial énfasis en el clítoris, ahora casi desaparecido, convertido en un gurruñito de carne despellejada.
Lame la raja ofrecida, lame el pubis sin vello. Sigue lamiendo, parando entre lamida y lamida, esperando la recompensa que no llega de una frase cariñosa. La boca del perro se llena de sangre, que traga para dejar limpia su lengua y poder seguir lamiendo. Al final, después de lamer cada centímetro de carne sin piel, llega hasta la cara , bendita cara de su dueña, de su amante. La lengua asoma entre unos labios, sin labios. Los ojos . El gran danés aulla a la madrugada, al sol que atisba por la ventana, a la muerte. Y sigue aullando horas y horas, hasta que la policía lo arrastra como puede lejos del cadáver frío de su dueña.
***
El viento ulula en la plazoleta, levantando las tocas negras con las que se cubre la viejuca. Ella masculla oraciones, aunque solo ella sabe que no lo son. Entra con pasitos cortos en la Catedral, ayudada por su bastón, tan retorcido como ella. Es muy temprano. Los primeros rayos de sol empiezan a dar en las cristaleras alargadas, en los enormes rosetones, en las maravillas de colores medievales que son el orgullo de la Catedral y de la Ciudad entera. Como todas las mañanas, las mira sobrecogida. El sol, poco a poco, se desliza por los cristales iluminando desde el exterior aquella maravilla exquisita, que refulge como una joya, como mil joyas, llenando de lágrimas los ojos de la anciana. En su mano izquierda aprieta el gastado misal. Un pequeño rosario de cuentas de nácar envuelve su muñeca, balanceándose el crucifijo de oro a cada paso. Resuenan suavemente los pasos de la enlutada en la gran nave de la vacía Catedral. Se dirige , casi sin pensarlo, hasta un discreto rincón donde, diariamente, un vetusto confesonario aguanta los pecados, musitados con voces temblorosas por un cada vez más viejo grupito de beatas. Hoy, como siempre, ella es la primera. Sonríe con cierto aire de prepotencia. Su andar se hace más ligero al acercarse al armatoste.
A través de la rejilla, sus agudos ojos ( parece mentira, a su edad y puede coser sin gafas ) detectan la presencia de Don Judas, el canónigo de la Catedral, su confesor. Se arrodilla entre recordatorios al reuma. Sus rodillas, artítricas, se hunden en el desgastado cojín del reclinatorio. Saluda al cura con un AVE MARIA PURÍSIMA. Nadie le contesta. Se interrumpe , antes de iniciar su cotidiano desgranar de pecados, reales o imaginarios. Vuelve a decir en voz , algo más alta, el saludo del ángel. Ni por esas. Se atreve a golpear suavemente con los nudillos en la rejilla metálica, sucia de tantos años de pecados y halitosis. Silencio sepulcral. Acerca sus ojos a los redondos agujeritos. Está muy oscuro ; pero , seguro, seguro, que allí, sentado, hay alguien. Ni corta ni perezosa ,da la vuelta al confesonario hasta llegar a la parte delantera, donde se arrodillan los hombres. Ahora está cubierto por la ajada cortinilla.
Valiente, tan valiente como demostró mil veces cuando era de la Sección Femenina, aparta de un manotazo la cortina, casi quedándose con ella entre los dedos. Su boca se abre en un grito espeluznante. Se desencaja la mandíbula, impidiéndole volver a cerrar la boca aunque quisiera, que no quiere mientras la dentadura superior cae con un chasquido sobre la inferior, quedándole ambas hileras de dientes en medio de la boca desencajada, pareciendo que está sonriendo, una grotesca sonrisa que desmienten los chillidos de rata que sirenean por su garganta. Vuelan el misal y el bastón. El rosario permanece enroscado en su muñeca. Levanta sus faldas hasta más arriba de las corvas, enseñando unas ligas rojas que desentonan con la sobriedad de su atuendo y persona, y sale zumbando entre alaridos cerrando lo ojos para no ver el rostro de conejo despellejado, con los ojos saltones rebasando las órbitas, y la sonrisa perenne de unos dientes amarillentos que ya , nunca, podrán absolverla.
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La sargento Catalina Fernández, alias la Rusa, masturbaba a su Jefe y colega, el Inspector José Ramírez, mientras este conducía saltándose los semáforos. El Inspector Ramírez estaba de un humor de cojón de diablo. Siempre le pasaba cuando le interrumpían en mitad de un buen polvo. Ella, como buena compañera ( y , la verdad, algo enamorada de él ) lo aplacaba como podía. En aquel momento, su pequeña , pero fuerte, mano derecha, subía y bajaba los 22 cms. de su Jefe. Pero , nada. El grueso miembro parecía que sí pero no. En una curva, aprovechando que el cuerpo de él se inclinó un poco más hacia ella, bajó su divina boca y engulló todo lo que pudo. Aquello era otra cosa. Ramirez, en cuestión de mamadas, decía que no había color : la Rusa y solo la Rusa. Para meterla en caliente, por otros conductos, ya no tenía preferencias; pero la Rusa era mucha Rusa haciendo una fellatio. La campanilla de la muchacha tocaba a rebato cuando la empujaba el grueso glande del guapo policía. Con los arrumacos, ella comenzó a entrar en calor y , su mano derecha, abrió su propia bragueta de la que salieron a docenas, a centenares, unos maravillosos ricitos de vello púbico, rubio como el oro. No solia llevar bragas cuando estaba de servicio. Cuando no lo estaba, tampoco. Su índice, aún a oscuras, encontró rápidamente lo que buscaba, pidiéndole el santo y seña al clítoris, amenazándolo con la yema del dedo. Al no tener contestación del interfecto, buscó por el húmedo callejón, adentrándose más y más en él, a pesar del peligro. Era muy valiente, la sargento Catalina.
En aquel momento, un motorista novato los adelantó haciéndoles frenéticas señas para que parasen. Maldijo el Inspector Ramirez, hundiendo más su polla en la boca de su colega, temiendo un nuevo coitus interruptus. Ella, siguió a la suya, levantando unos segundos la vista para ver quién era el de tráfico. No le vio la cara, pero si el paquete. Bajó la mirada, pues sabia , a ciencia cierta, lo que iba a pasar.
El paquete del motorista, con sus pantalones ceñidos como una segunda piel, sus botas hasta las rodillas, su chaquetilla de cuero, su casco, sus gafas oscuras todo quedó enmarcado ante la ventanilla del Inspector Ramirez.
Papeles pidió muy educado el policeman.
Ramirez miró de arriba abajo, deteniéndose varios segundos en el centro del de tráfico. No estaba mal el chavalito. Novato, novato. Seguro.
El policía, nervioso, miraba la fria mirada de aquel joven tan guapo y con cara de pocos amigos. De la rubia solo veia el cogote, subiendo y bajando a su ritmo, como si con ella no fuese la cosa. El Inspector, sacó una mano por la ventanilla, mostrando su placa de Inspector. Al cogerla el otro para leerla, Ramirez no apartó la mano, dejándola posada en el borde de la ventana, con lo que , con el dorso, rozaba el crecido paquete del semental uniformado. Bajaron los humos del de tráfico al leer la placa, a la vez que subía imparable- su grueso atributo, visible claramente bajo el apretadísimo uniforme. Ramírez, con el humor cambiado porque la Rusa ya lo estaba llevando hacia el climax, dijo al de la moto, entre sonrisas entrecortadas ( recordando a Mae West ) :
¿ Esto que te noto es el arma reglamentaria o es que te has puesto contento de verme.
Minutos después, se aleja el coche a gran velocidad. Catalina limpia sus rojos labios con el dorso de la mano. Allá atrás, el de tráfico, se apoya en su gran moto, abrochando su bragueta. Espera que, con el aire, se le seque el manchurretón.
***
El forense , sin quitarse los guantes de látex, coge el bocadillo de sardinas y le pega un nuevo bocado. Cae el aceite por sus comisuras. Se relame, el cochino, limpiando de paso unas gotas de sangre del cadáver que tiene despanzurrado sobre la mesa de mármol, que le salpicaron al abrirlo. No tiene ningún escrúpulo el Doctor Fausto ( no es su verdadero nombre, pero todos lo conocen por ese, desde los lejanos tiempos de la Facultad ). Sin embargo, es reconocido internacionalmente por sus diagnósticos, casi infalibles, a la hora de determinar las causas de la muerte de alguno de sus "clientes" ( así los llama él ).
"De momento dice en voz alta , aunque sabe que no lo escucha nadie una cosa está clara. El ( o La , o Los, o Las ) asesino, debe ser forofo del cine de Almodóvar. O, por lo menos, ha visto su película Matador. La forma de matar con un alfiler Pero, un momento, no es exactamente así. El nuestro no los mata con el alfiler. Los deja inertes, pero no muertos. En el punto que toca del cerebro no es para matar, sino para inmovilizar. El hijo de puta los deja paralizados, pero vivos, para que noten todas las sensaciones cuando les arranca la piel. Mueren después, desangrados."
En ese momento lo avisan de que la Policía está allí. Los hace pasar, regocijándose íntimamente por el mal rato que sabe van a pasar. Entra un apuesto joven, que se presenta como el Inspector Ramirez. Por el brillo de sus ojos le detecta, ipso-facto, que el tal Inspector ha tenido un orgasmo hace apenas unos minutos. La rubia bombón, es la ayudante. Parece que tiene arcadas, al ver los cuerpos despedazados pero; un momento : no está en el inicio de un vómito, aunque tenga el pañuelo sobre la boca. Está limpiándose un resto de semen que, seguro , seguro, es el de su jefe.
Informa el Doctor Fausto a los policías sobre su primer descubrimiento sobre la muerte de ambos jóvenes. Los dos han muerto con muy pocas horas de diferencia. En un radio de acción no excesivamente lejano, teniendo el centro de Madrid como referencia. Por el "modus operandi" aparentemente- realizó ambos "trabajos" la misma persona. Un loco anda suelto por nuestra Ciudad.
Suena el móvil del Inspector. Esta vez contesta con más agrado, con las tuberías desatascadas. Su mirada se posa en un punto del infinito, entrecerrando los ojos para oir mejor. Cuelga, suspira , y se vuelve a los otros dos, que lo miran con expectación :
Nuestro asesino dice parece que son dos. Acaban de encontrar un cuerpo idéntico a éstos en León. Y otro en Alicante. Los dos han muerto a la misma hora.