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Ritos de Iniciación

en Amor filial

RITOS DE INICIACION

La madrugada era fría y lluviosa. La bruma de la montaña había bajado hasta el valle y el contorno de la granja estaba difuminado, como un dibujo borroso. Todo estaba en silencio, solo roto por el chapoteo de la lluvia sobre los charcos. El otro signo de vida, era la columna de humo espeso que comenzó a salir de la negra chimenea apenas comenzó a clarear el día.

Covita se lavó las manos y la cara en la desportillada jofaina, tras prender la lumbre del hogar. A la luz de las llamas, acercó a su rostro el trozo de espejo que les servía para acicalarse. Sus ojos eran grises, algo tristones, aunque una chispa interior le conferían una luz especial, como de dulzura . Su cabello castaño, algo veteado ya con hilos de plata, lo arregló en un moño que cubrió luego con un pañuelo, al estilo de las campesinas del norte de España. Aún iba en camisón. Oyó el borboteo de la leche en el cazo, arrimado a la lumbre. Preparó primero un tazón y , sentada ante la rústica mesa, migó dentro de él parte de las sobras del pan de la cena. Luego, añadió una cucharadita de azúcar de remolacha, antes de llenar de leche el tazón hasta la mitad. Se sentó con la mirada perdida, sumida en sus recuerdos. Ya casi no le quedaba tiempo para cumplir la parte del plan urdido con su marido, allá a finales de la primavera, antes de que partiese con el mozo con el ganado hacia los altos montes, a los pastos de verano. El ya habría hecho su parte del plan, a buen seguro, con lo formal y buen padre que era. A ella le costaba un poco más. Reconocía que él tenía razón, que debían despabilar a sus hijos ( nacidos y crecidos en aquel valle, lejos de todo ser viviente. Pero le daba un no se qué iniciar ella a su hija en los misterios del sexo.

Se levantó de la banqueta, y trasteó unos minutos por la alacena, hasta encontrar el jugo de hierbas que le preparó la anciana curandera. Apuró su tazón y lo lavó a conciencia antes de echarle en le mismo recipiente la leche a Dorita. A la muchacha le gustaba muy dulce. Mejor, así no notaría el sabor ligeramente amargo del potingue. Diluyó unas gotas del oscuro líquido en la blanquísima leche. Luego , colmó tres cucharadas de azúcar y las fue echando al desayuno de su hija. Lo removió lentamente, como si hiciese un conjuro. Al terminar, cató una cucharadita para comprobar el sabor. No se notaba nada, y la leche ya estaba en su punto, totalmente al gusto de Dorita. Tomó el tazón con ambas manos, procurando no derramar ni una sola gota. La cucharadita de leche seguía su trayecto por su esófago, cayendo a su estómago y diluyéndose rápidamente por su aparato circulatorio, notando al instante una ligera sensación, agradable y desinhibida, que la llenó de una inmediata alegría : funcionaba.

Dorita dormía medio destapada. La lumbre del hogar había caldeado de inmediato la vivienda, de una sola pieza, y los "dormitorios" – separados del resto de la zona de actividad diaria solamente con unas raidas cortinas – acumulaban el calor añadido de los cuerpos que habían pernoctado allí. Covita se acercó de puntillas , admirando la belleza suave de su hija, la preferida del padre – según decía el hermano entre risas y veras – que había nacido siete minutos antes que el otro gemelo. Los dos hermanos eran hermosos como ángeles, de rostros casi idénticos casi hasta muy adelantada la adolescencia. Ahora, las divergencias eran ya más visibles : Dorita había florecido como un hembra en sazón, sus rasgos se habían afinado, su cuerpo anguloso procedió a desarrollar curvas y recovecos, promontorios y valles… Pelayo, el hermano, los sorprendió una mañana con un vozarrón de trueno, tras algunos gallos de rigor, que a las hembras de la casa las hacían confundirle con su padre, Rodrigo. El muchacho, bello como un Apolo, se había ensanchado de espaldas y hombros, sus miembros se desarrollaron hasta que casi adelantó a su padre en altura. Y , casi también en otras cosas, dijo una noche a su mujer – retozando silenciosamente sobre el lecho -, casi la tiene tan larga como yo … aunque un poco más gruesa. Covita no pudo evitar bajar la mirada hasta los atributos de su esposo, comparando mentalmente lo que veía con la imagen mental de algo "todavía más gordo ". Aquél día acordaron que el momento había llegado y que, para el próximo invierno, cuando bajasen ellos con el ganado, el plan ya estaría en marcha.

Dejó Cobita el tazón sobre el arca de la ropa, y se sentó en la cama, mirando a su hija. Gotitas de sudor perlaban la frente de la rubita, a pesar de que , durante el sueño, en dos patadas había apartado la frazada de ropa de cama, quedando solamente en camisón. Este, se la había enrollado a la altura de las caderas, dejando al aire su sexo virginal, cuyo rizado vello rubio lanzaba destellos con las llamas de la chimenea. Sus dos pechitos, blanquísimos y sin mácula, estaban tapados parcialmente, aunque asomaban curiosotes por el escote dado de sí. La madre, aprovechando que tenía la mano tibia por efecto del tazón de leche, la apoyó sobre el vientre desnudo, acariciándoselo suavemente hasta el principio del pubis. Abrió los somnolientos ojos la muchachita, un tanto extrañada por la inusual caricia ; pero su madre ya le ofrecía – amorosa – el suculento tazón y ella, golosa, lo llevó a sus trémulos labios y no se separó de él hasta haber tragado todo su contenido. Se tumbó sobre el almohadón, con la vista puesta en su madre y la punta de su lengua sonrosada lamiendo las últimas gotas de leche que le quedaban sobre el labio superior. Un extraño hormigueo comenzó a notar la doncella. Toda la sangre de su cuerpo parecía hervir. Un súbito fogonazo en su vagina la hizo gritar sorprendida, al tiempo que se llevaba una mano para cubrir su conchita. La madre, que esperaba tales reacciones, se apresuró a tranquilizarla con suaves palabras, al tiempo que deslizaba sus manos sabias por el cuerpo ofrecido de su hija. La metamorfosis se completó en unos minutos : ahora ya no era la niña de hacía poco rato, sino que – quién abría los muslos sobre la cama, quien abarcaba sus propios pechos amasándolos y tirándose de los pezones – era ya una mujer adulta, con todos los apetitos inherentes a su edad. Covita , mientras, se había desnudado por completo. Subió a la cama, junto a su hija, sobre su hija. Acercó sus labios maternales a los de su la muchacha ; pero ahora no eran maternales, ahora eran de amante. Juntaron sus bocas, juntaron sus pechos, juntaron sus sexos. .. La iniciación, el plan, había comenzado.

Tras lamerse las lenguas largo rato, tras frotar sus pezones duros como canicas, la madre giró – siempre sobre el cuerpo de su hija – y colocó su rostro a la altura del pubis angelical. Abrieron sus manos sabias la grieta con perfume a sirena. Sus dedos, encallecidos por el trabajo, apartaron la ligera vegetación para dejar paso a su lengua hasta el pozo del agua cristalina. Apenas la punta del sonrosado músculo bucal tomó contacto con el clítoris, un violento orgasmo, gestado en pocos segundos, retorció el cuerpo de su hija, sorprendiéndola a ella misma. Estaba predispuesta la muchacha. Mejor, mucho mejor. Todo iba a ir a las mil maravillas. Pensando esto, hundió otra vez el rostro entre los muslos de su hija, chupando y mordiendo, mostrando lo que, a su vez, ella esperaba recibir.

Dorita levantaba el cuello para llegar a los labios de la vagina de su madre. El colgante vello púbico, le molestaba en principio con cosquillas en la nariz, pero pronto encontró la manera de retirarlo, acariciando de paso la raja materna. Encendidas ambas con las caricias, Covita consideró que habían llegado al punto álgido del plan. Se levantó de la cama , pese a las protestas de su hija, y rebuscó en el cajón de la cómoda un atado de trapos. Se sentó sobre la cama, ante la atenta mirada de Dorita. Desató el paquetito y apareció, grande y curvado, brillante y limpio, tremendo en su erotismo, un cuerno de macho cabrío. La muchacha lo miró fijamente, adivinando de inmediato el uso que se iba a dar. Levantó sus muslos hasta que las rodillas rozaron las clavículas, sujetándose ella misma con los riñones arqueados, mostrando a su madre la totalidad de su sexo, desde el clítoris enrojecido al fruncido ano. Allá en el medio, muy en el fondo, boqueaba inquieta la entrada de la vagina.

Se aproximó la madre enarbolando el arma, bien untada de manteca caliente. Dejó el cuerno apoyado sobre el sexo de Dorita, mientras se proveía de una cucharadita de requesón y un chorreoncito de miel de romero. Untó a conciencia el mejunje por el monte de Venus de la niña, que gimió enardecida al notar las gotitas de miel resbalando por su vagina. La madre tomó posiciones entre los muslos filiales y, acercando la boca al exquisito postre, lo fue comiendo con los labios, deslizando de cuando en cuando la lengua , formando cuchara, desde el ojete hasta el clítoris. Tragó el requesón, y con él , la miel y los jugos de la muchacha, que ya pedía más, mucho más, batiendo las palmas de las manos contra la tibia colcha. Brillaba la piel de Dorita, sudorosa y apremiante. Su cuerpo se retorcía como una posesa, levantando las nalgas de la superficie de la cama, ofreciendo su raja para el sacrificio.

Empuñó Covita la cuerna , recordando fugazmente cuando su madre hizo lo mismo con ella. La punta, ya de por sí redonda, había sido redondeada aún más por manos hábiles que sabían de su futura función. Ingresó los primeros centímetros sin novedad alguna, hasta que una ligerísima telilla le impidió el avance. Antes de seguir, la madre sorbió el botón del clítoris de la hija, a la par que , con un dedo romo rondaba la entrada del ano. Distraida Dorita con tales caricias, ni notó el ligero empujón de su madre a la gruesa cuerna, que entró – toda entera – rozando las paredes de su útero. Acoplado todo el conducto al buen intruso, la chiquita redobló la rotación de sus nalgas, queriendo llevar la buena nueva de tanto placer al resto de su cuerpo. Prosiguió impávida la madre, sabedora de su misión, susurrándole palabras iniciáticas que la ponían todavía más caliente. Chorrearon los flujos de la mocita, que empaparon su entrepierna y cayeron como tibio manantial por los rebordes de su ano. Aprovechó esta lubricación la ahorrativa madre, y con el dedo romo, que se mantenía en las inmediaciones, procedió al desvirgamiento trasero de la lúbrica muchacha. Temblaron las cazuelas de cobre allá en la cocina, tintinearon los vasos de grueso cristal en la humilde alacena, se erizó el gato gris que dormitaba junto a la lumbre, se ensanchó la sonrisa materna … Todo por el orgasmo tremendo, por el grito ancestral, de la mujer recién desvirgada.

Cumplida su misión, Covita cubrió el cuerpo tembloroso de su hija, tras haberle restañado unas insignificantes gotitas de sangre que salieron al retirar el curvado falo.

La dejó dormir toda la mañana.

***

Rodrigo , allá en la montaña, riñó al perro que se había olvidado de ladrar a una oveja remolona. El aprisco ya estaba lleno. Sólo faltaba que llegase Pelayo con la oveja recién nacida. Allí estaba, ya venía con su paso cadencioso, como si todavía no se hubiese acostumbrado a la nueva amplitud y altura de su cuerpo. Sonreía como siempre, franco y alegre. Silbaba antigüas canciones, aprendidas de él, su padre, y de su fallecido abuelo. El cordero balaba sobre sus hombros, pidiendo la presencia inmediata de su madre. Pelayo dejó su carga dentro del aprisco, bien pegado a la teta materna. Distribuyó el forraje entre el ganado y preparó las cosas para la salida hacia el valle, a la mañana siguiente, muy temprano. Las nieves , aquél año, se habían adelantado, y ya no quedaban prácticamente pastos en la zona que tenían adjudicada para pastorear.

Su padre ya lo esperaba en la estrecha cabaña que servía para bañarse. Un barreño de latón, lleno a rebosar del agua del cercano arroyo, aguardaba tibio. En un extremo de la cabaña, sobre un pequeño horno, se calentaban unas piedras . Rodrigo, ya desnudo, preparaba sendos hatillos de hierbas aromáticas, largas y flexibles. Pelayo miró a su padre mientras él amontonaba su ropa junto con la del otro. Se rascó los genitales, comparando sin poderlo remediar, la longitud de ambas vergas. Se enorgulleció, a la vez que se avergonzó, al pensar que, casi , casi, ya lo sobrepasaba. Rodrigo sorprendió su mirada y , comprendiéndola, le lanzó un cariñoso amago de puñetazo. Rodaron ambos hombres por el mullido suelo, cubierto de hojas y agujas de pino. Entrechocaron sus miembros viriles durante la pelea, sin ningún tipo de lujuria. Pero la naturaleza no sabe distinguir a veces, y a ambos se les puso morcillona. Se levantaron, sacudiéndose de los desnudos cuerpos las hojas secas. El padre se acercó a las ardientes piedras mientras Pelayo atisbaba por el cristal de la minúscula ventana. Alborozado, comunicó a su padre que ya nevaba hacía rato, y que se podrían revolcar luego por la nieve. Asintió el adulto, sonriendo tiernamente y pensando que, pese a su corpachón, Pelayo seguía siendo un niño. Había que darse prisa e iniciarlo rápidamente. De hoy no podía pasar.

Al humedecer las piedras, el vapor de agua llenó el cubículo con siseo de serpiente. Chorreando sudor, ambos hombres se azotaron con el hatillo de hierbas, por turnos y a conciencia. Resbalaba la mugre con las riadas de sudor. Rodrigo se enjabonó primero, usando los restos de la pastilla que terminó por deshacerse entre sus dedos. Frotó sin cesar su cuerpo, sus sobacos y su pubis, donde levantó la espuma hasta que su miembro quedó oculto. Cogiendo con ambas manos todo lo que pudo de espuma, la pasó al cuerpo de Pelayo, depositándosela directamente en su velluda entrepierna. Hizo ademán el muchacho de extendérsela él mismo, pero el padre, con un gesto, lo conminó a permanecer quieto. Pasó sus jabonosas manos por el falo de su hijo, frotando generosamente desde el ombligo a los testículos. Luego le hizo abrirse de piernas y , agachándose junto a él, siguió el recorrido higiénico por entre sus muslos, hasta acabar en la parte trasera, el prieto y virginal ano. A aquellas alturas, un monstruo venoso palpitaba ante sus ojos, pese a los esfuerzos mentales de su propietario de que bajase a sus marcas. El calor interno y externo de los hombres estaba llegando a límites insoportables. Rodrigo, dando una palmada alegremente en las nalgas de su hijo, abrió la puerta de la cabaña y lo retó a un duelo de permanencia sobre la nieve. Salieron en tromba, empujándose y riendo. Pelayo se tiró en plancha sobre la copiosa nieve, ya cuajada, que blanqueaba frente a la choza, brillando bajo la luna. Restregó su pegajoso cuerpo, bajando de golpe varios grados la temperatura. Quería apartar de su mente aquellos minutos peligrosos, cuando su padre lo lavaba, en que estuvo tentado de pedirle, de rogarle, que siguiera con sus caricias. Rodrigo aullaba a la luna, rebozado de nieve, con el pensamiento fijo en lo que iba acontecer.

Entraron ateridos a la improvisada sauna. Con cazos de latón, se echaron sobre la cabeza litros y litros de agua tibia del barrero, hasta quedar limpios como patenas y con la circulación restablecida. Envueltos en limpias pieles de oveja, volvieron a salir corriendo hasta la cercana cabaña. Allí esperaba, inquieto por la tardanza , el perro pastor. Al verlos, los saludó con un ladrido, haciendo molinetes con el rabo. Su alegría la demostró con el palmo de lengua que le colgaba , temblona, de la boca. Su hambre, con gruñidos dirigidos a la humeante olla , llena a rebosar de judías con tocino y chorizo. A los pocos minutos, comían los tres ávidamente. El can, nada más lamió el último grumo de grasa de su recipiente, se enroscó entre el fuego y la puerta, manteniendo los ojillos entreabiertos hasta que el sueño lo venció. Los humanos, tras fregotear los cacharros sucios, dejaron preparados los hatos con los utensilios a devolver a su hogar del valle. Aquella noche, dijo Rodrigo, prepararían la cama junto al fuego. Pelayo no rechistó, obediente a su padre hasta las últimas consecuencias. Pusieron las frazadas de pieles de oveja, tras retirar la mesa hasta un rincón, formando un cuadrado de 2 x 2 . Pelayo se tiró sobre el improvisado lecho, dando una voltereta. Quedó despatarrado sobre la cama e, incoscientemente, se puso a rascarse los genitales – como tenía costumbre últimamente – sin avergonzarse de su padre. Pero aquella noche era especial. Algo se lo decía. Aún tenía atravesado en la mente el momento de su erección en la sauna. Inmediatamente, se le hinchó el falo otra vez y él, para disimular, se acostó panza abajo. Así podía ver a su padre trasteando por la cabaña. Algo buscaba, pero Pelayo no sabía qué. Al inclinarse muy cerca de él , buscando en unas alforjas, quedó ante su vista la visión de los gruesos testículos paternos, colgantes y rebosantes de semen (¡ claro, como los suyos ¡). Se dirigió , por fín, el padre a su hijo, preguntando por cierto hatillo de trapos. Para más señas, le nombró cierto cuerno de cabra. Pero Pelayo jamás lo había visto. Se resignó el padre al pensar que lo había olvidado en el valle, y , sintiendo un estremecimiento en el bajo vientre, pensó que debía ejecutar el plan "B". Acercó un pequeño tarro junto al lecho, preparó un tazón de leche recién ordeñada a la que añadió unas gotas de un frasquito misterioso, y , tras echar un par de troncos a las brasas de la chimena, apagó el candil que los alumbraba. Quedó la cabaña sumida en la semioscuridad, solamente con el débil resplandor de las brasas, que tardaban en prender. Rodrigo ofreció a su hijo, ya somnoliento, el tazón de leche. Se quejó un poco el muchacho por el sabor raro del blanco alimento, pero el padre le quitó importancia y le aconsejó premura. Luego, apuró él las últimas gotas, paladeando el elixir.

Volvió a dejarse caer Pelayo en la cama, esta vez mirando las vigas ahumadas del techo de la cabaña. Cerró los ojos, un poco mareado. Pronto notó unos calambres en los muslos, un fuego interior que lo quemaba y hacía erizarse cada centímetro de su piel. Su miembro se enderezó otra vez, bruscamente, sin atender ruegos mentales de ninguna clase que, además, no se produjeron. Los pezones del muchacho se endurecieron y hasta la nuez de su garganta parecía haber aumentado de tamaño .Intuyó que su padre los estaba mirando y abrió los ojos. La mirada de su padre había cambiado. Ahora lo miraba con los ojos preñados de deseo, con tal intensidad que Pelayo casi se asustó. Observó como su padre se acariciaba lentamente el tronco de su verga. Pelayo hizo lo mismo y comenzó a masturbarse lentamente, sin apartar los ojos de la mirada paterna. El chico descubrió en aquel momento la hermosura de su padre, que era la suya propia, deseándo tenerlo en aquéllos instantes más que otra cosa en el mundo.

Decidió Rodrigo que el momento había llegado. Dejó su miembro para dedicarle atención plena al de su hijo. Lo engulló con naturalidad, hasta que su nariz chocó con el vello púbico del joven. Deslizando la boca arriba y abajo, sin dejar en ningún momento el contacto con el pene ajeno, aleteó con la lengua desde el glande hasta los testículos, maravillado de la dureza que , en tan poco tiempo, había conseguido aquel miembro casi infantil. Se fueron calentando los ánimos. Pelayo no quería permanecer pasivo y obligó a su padre a montar sobre él, formando un sesenta y nueve. Por primera vez en su vida, el chico alojó en su garganta un falo ajeno ( y también propio, pues aunque lo había intentado innumerables veces, nunca había llegado con el suyo más alla de chuparse la punta con los labios ). Se oyeron las chupadas largo rato. El dedo del padre visitaba con frecuencia el anillo anal de Pelayo, pero sin pasar nunca de allí. Pelayo se arriesgó a dar unos cuantos lametones a las colgantes bolas de su padre, que pendían velludas sobre la punta de su nariz. Cuando el chico ya estuvo a punto de caramelo y Rodrigo se percató con el tacto digital que la dilatación ya era imparable, descabalgó de su montura , que protestó indignada, no queriendo abandonar el miembro que le dio la vida. El padre se hizo de respetar y , como premio, ofreció a su hijo el sacrificio incruento. Untó dos gruesos dedos en la tarrina preparada junto al lecho y, con ellos , refrescó la entrada del ano filial. Siguió rotando los dedos , cada vez más por el interior del esfínter anal de Pelayo, que pensó que no había sido mala idea cambiar de juego. Luego, levantando las piernas de su hijo hasta sus hombros, agarró con una mano la cadera juvenil, mientras, con la otra, dirigía su ariete – bien embadurnado – al entreabierto orificio. Apoyó el glande y empujó directamente, sin escuchar el grito desgarrador de Pelayo, que se dobló por la cintura, levantándose como si hiciera un ejercicio gimnástico, y pinzando sus dedos, agarró ambos pezones de su padre, que también aulló, pero sin sacar su cuerno de carne de donde estaba metido. Suplicó el hijo y negó el padre. Para suavizar el momento, Rodrigo retomó las caricias al pene filial, hasta que el chico se relajó y el masaje prostático comenzó a surtir efecto. Culeaba el padre con el cuerno de la abundancia , frotando las paredes internas del conducto de Pelayo, al que comenzó a cambiarle el rictus de la cara de agudo dolor a curiosidad latente, de placer insinuado a petición de más carne. Abandonó los pezones de su padre, que habían quedado blancos por culpa de los pellizcos, para agarrarle por las poderosas nalgas y atraerlo hacia sí. Se incrustó más el cuerno hasta que el tope de las pelotas le impidieron avanzar. Las gotas del sudor de Rodrigo caian intermitentemente desde su frente al vientre de Pelayo, que aprovechó el lubricante sudoríparo para masajear su propio miembro a más y mejor. No transcurrió mucho tiempo hasta que llegó la descarga de la brigada ligera. Retumbaron los tambores de sus corazones, resonaron las maracas de sus testículos, mientras las flautas, trompetas y pífanos acometían el final de la pieza. Y sus voces, en vez de aullar, sonaron como coros de ángeles, dando la bienvenida a los orgasmos atroces y pecaminosos. El que aulló, y mucho , fue el perro pastor, que despertó sobresaltado y se encontró con aquél monstruo de dos cabezas, unido por mitad del cuerpo, formando un solo ser que irradiaba cariño por los cuatro costados.

***

Dorita oyó el caramillo de su hermano sonando a lo lejos. Brincó de alegría , dejando volcado el cubo de maiz que pronto fue asaltado por las voraces gallinas. Acudió corriendo al encuentro de ambos. El perro también llegaba, saltando a su alrededor, intentando lamerle las manos. La madre salió a la puerta de la casa, sonriente. Desde lejos, cruzó su mirada con la de su esposo, y ambos hicieron una señal de asentimiento : la misión inicial estaba cumplida. Aquella noche se completaría la segunda fase.

La cena llegaba a su fín. Las mujeres retiraron la mesa , mientras los hombres apuraban el último vaso de sidra. El humilde festín los había saciado. Las lenguas no habían cesado de parlotear, cada cual contando su historia. En los ojos de las mujeres se vislumbraba un ardor que antes estaba apagado. Ellos, cuando cruzaban las miradas, se sonreían, con un cariño íntimo , más pleno, que no existía antes de comenzar el viaje. Bajaron la luz de los candiles y , ambas parejas, acudieron al lecho nupcial.

Covita admiró el cuerpo desnudo de Pelayo. ¡ Qué mocetón se había hecho ¡. Le había notado un cierto gesto de dolor al sentarse en la dura banqueta, al inicio de la cena, por lo que ya tenía preparada la pomada cicatrizante. Lo hizo tumbarse en la cama , boca abajo, con los brazos cruzados bajo la cara. Le hizo entreabrir los muslos todo lo posible y , con cuidado infinito, procedió a untarle la pomada por dentro y por fuera del ano, soplando delicadamente el enrojecido orificio.

Procedió a desnudarse la madre, mientras el hijo se volvía frente a ella, con el miembro apuntando al techo, cabeceando impaciente. Saltó ágilmente la hembra sobre la tranca de carne, empalándose en breves segundos. Sollozó el hijo de placer al notar su hombría penetrando en sentido contrario a cuando salió por aquél mismo hueco, volviendo a sus orígenes. Notó Covita la dureza de los testículos de su hijo, aplastados bajo las nalgas.de ella. Se inclinó hacia delante, rozando con sus colgantes pechos los pectorales del muchacho, trabajados por múltiples faenas desde que era niño. Subía y bajaba por la engrasada cucaña, gozando con el goce de su hijo, alabando a la naturaleza que proveia a sus hombres de tamaños instrumentos, enlazando su boca a los labios temblorosos de Pelayo.

Rodrigo penetró suavemente a Dorita, completando el trabajo del cuerno del macho cabrío. Su hija alcanzó la plenitud con el miembro viril que la llenaba, que partía su cuerpo en dos, arañando la espalda paterna desde las paletillas a las nalgas. La muchacha levantaba sus muslos, enlazando los riñones de su padre con un nudo irrompible de placer incestuoso. Socababa el azadón la tierra abierta, removiendo la zanja femenina hasta que fluyó el manantial de la doncella, muy lejana ya su doncellez. La boca de Rodrigo mamó de los pechos de su hija, sus manos se ahuecaron bajo las nalgas de Dorita y la atrajo más hacia sí, juntando sus vientres hasta lo inverosímil. Parpadeó la mocita al notar en el horizonte la magnífica ola que avanzaba imparable. Temblaron sus miembros bajo los efectos de un seismo, hundió su vagina de tal forma en el sexo de su padre que, parte de los testículos del macho , se introdujeron en la cavidad femenina. Los inundó el orgasmo a ambos , elevando un clamor sus gargantas que se unió al cántico de la madre y el hijo. Se derritieron los cuatro con el calor del amor.

Sacó la madre una jarra de vino de la fresquera, y bebieron todos de ella, sin distinción de edad o sexo. Aquella noche todo era de todos. Todos eran para todos.

Volvieron al campo de batalla. Esta vez juntaron las dos camas formando una enorme. Dorita arrastró hacia el lecho a su hermano, agarrándolo suavemente del erguido ariete. La siguió él dócil, metiéndole un dedo por la vagina desde la parte de atrás de las nalgas. Rodrigo había cargado a su esposa abrazada a su cuello, levantándola sobre su pecho y bajándola luego a pulso, hasta entrar en contacto su miembro con la abierta boca de la verdad. Se empaló a voluntad la esposa, con los tobillos entrelazados tras la cintura de su marido. Sus bocas selladas en un larguísimo beso.

Entraron a la vez los largos miembros viriles por los estrechos anos de sus parejas. Las mujeres a cuatro patas, con la cabeza sobre la almohada y las grupas apuntando al cielo. Ellos, con las manazas abarcando la sedosa piel de sus caderas, embistiendo más y más profundamente, mirando cada uno al otro, entre carcajadas, compitiendo sobre quién resistiría más.

El alba los sorprendió en un nuevo juego. Ya nadie sabía qué agujero ocupaba, ni qué boca lo lamía. Rodrigo soportó la verga de Pelayo hasta que pidió clemencia. Dorita bebió de la vagina materna la sidra que ésta escanciaba entre sus pechos. No hubo rincón inexplorado, ni saliente que no fuese acariciado con los labios. Pelayo bebió del semen paterno y Rodrigo fue mamado por su hija mientras su hijo lo empalaba nuevamente. La madre , amorosa, no dijo nada mientras su amado esposo la visitaba por el conducto habitual y su hijo por el anal. No dijo nada , porque estaba besando apasionadamente la boca de Dorita.

El rito de iniciación había acabado. Una nueva vida comenzaba.

Carletto.

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Crónicas desesperadas.- Tres colillas de cigarro

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Memorias de una putilla arrastrada (8)

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Cloe (9: La venganza - 1)

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Los Cortos de Carletto: Confesión

Memorias de una putilla arrastrada (1)

Memorias de una putilla arrastrada (3)

Memorias de una putilla arrastrada (2)

Los Cortos de Carletto: Blanco Satén

Frígida

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Niña buena, pero buena, buena de verdad

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Los Cortos de Carletto: Siluetas

Cloe (7: Las Gemelas de Menfis) (2)

Los Cortos de Carletto : Maternidad dudosa

Cloe (6: Las Gemelas de Menfis) (1)

La Sirena

Los Cortos de Carletto: Acoso

La Finca Idílica (11: Love Story)

Los Cortos de Carletto: Niño Raro

Los Cortos de Carletto: Luna de Pasión

La Finca Idílica (10: La mujer perfecta)

La Finca Idílica (9: Pajas)

Los Cortos de Carletto: Ven aquí, mi amor

Los Cortos de Carletto: Muñequita Negra

Los Cortos de Carletto: Hija de Puta

La Finca Idílica (8: Carmen, la Cortesana)

La Finca Idílica (6: Clop, Clop, Clop)

La Finca Idílica (7: Senos y Cosenos)

La Finca Idílica (5: Quesos y Besos)

La Finca Idílica (4: La Odalisca Desdentada)

La Finca Idílica: (3: Misi, misi, misi)

La Finca Idílica (2: El cuñado virginal)

Cloe (5: La Dueña del Lupanar)

Los Cortos de Carletto: Sóplame, mi amor

La Finca Idílica (1: Las Amigas)

Los Cortos de Carletto: Gemidos

Los Cortos de Carletto: La Insistencia

El hetero incorruptible o El perro del Hortelano

Morbo (3: Otoño I)

Los Cortos de Carletto: Disciplina fallida

Los Cortos de Carletto: Diagnóstico Precoz

Los Cortos de Carletto: Amantes en Jerusalem

Los Cortos de Carletto: Genética

Morbo (2: Verano)

Los Cortos de Carletto: La flema inglesa

Morbo (1: Primavera)

Los Cortos de Carletto: Cuarentena

Los Cortos de Carletto: Paquita

Los Cortos de Carletto: El Cuadro

Don de Lenguas

Los cortos de Carletto: El extraño pájaro

Los cortos de Carletto: El baile

Locura (9 - Capítulo Final)

La Vergüenza

Locura (8)

Locura (7)

Locura (5)

El ascensor

Locura (6)

Vegetales

Costras

Locura (4)

Locura (3)

Locura (2)

Negocios

Locura (1)

Sensualidad

Bromuro

Adúltera

Segadores

Madre

Sexo barato

La Promesa

Cloe (4: La bacanal romana)

Cunnilingus

Nadie

Mis Recuerdos (3)

Bus-Stop

La amazona

Mis Recuerdos (2)

Caricias

La petición de mano

Mis Recuerdos (1)

Diario de un semental

Carmencita de Viaje

Solterona

Macarena (4: Noche de Mayo)

El secreto de Carmencita

La Pícara Carmencita

La Puta

Macarena (3: El tributo de los donceles)

Costumbres Ancestrales

Cloe (3: El eunuco del Harén)

Macarena (2: Derecho de Pernada)

La Muñeca

Cloe (2: La Prostituta Sagrada)

Soledad

Cloe (1: Danzarina de Isis)

El Balneario

Escrúpulos

Macarena

La tomatina

Dialogo entre lesbos y priapo

Novici@ (2)

Catador de almejas

Antagonistas

Fiestas de Verano

Huerto bien regado

El chaval del armario: Sorpresa, sorpresa

Guardando el luto

Transformación

El tanga negro

Diario de una ninfómana

Descubriendo a papá

La visita (4)

La visita (2)

La visita (1)