MEMORIAS DE UNA PUTILLA ARRASTRADA.- SEPTIMO CAPITULO
Como nadie contestó a mi saludo, resoplé de indignación. Entonces si que hicieron un alto en su coyunda, tapándose las narices con las manos que les quedaban libres.
Durante algunos instantes, había tenido la tentación de convertir aquél minúsculo retrete en una versión ampliada y mejorada- del famoso camarote de los Hermanos Marx. Pero, una reflexión a tiempo, hizo que me trazase otros planes.
Salí del pestilente y orgiástico cubículo. Junto a la taza, dejé abandonadas mis braguitas verde manzana, hechas un asquito tras mi segundo retortijón.
Con las piernas muy juntas por las corrientes de aire llegué a mi departamento. Un hombre joven, de unos treinta y tantos años, había tomado acomodo junto a la ventanilla. Al saludarlo, volvió la cabeza hacia mí, con una sonrisa muy atractiva. Tenía los ojos más azules que jamás había visto. Tras contestar a mi saludo, volvió otra vez la cabeza hacia la ventanilla, sumergiéndose en la contemplación del paisaje nevado.
Para matar el tiempo, abrí la última carta de mis amigos. Comencé a leer por encima, hasta que llegué a un párrafo que me heló el corazón :
" hace poco se supo de tus "amigos" Ricardo y Ricarda, los gemelos que estaban haciendo aquellas guarrerías contigo cuando os descubrió tu padre. Parece que estuvieron en prisión cada cual por su lado hasta que todos se dieron cuenta de que estaban como putas cabras. Los trasladaron a un Manicomio , juntos, gracias a la influencia de no se sabe quién. Con su madre vive , ahora, un primo de ellos, que por cierto es clavadito a Ricardo ".
Con los ojos anegados en lágrimas, guardé la carta. El hombre de la ventanilla, seguía con la cabeza pegada al cristal. Me levanté para coger del portaequipajes no se qué cosa. Al elevar los brazos, también se me levantó la faldita. De repente, recordé las braguitas verde manzana abandonadas en el retrete. Azorada, dí un paso atrás ( pues mi pubis estaba a la altura de la cabeza del hombre ). Pero ya era demasiado tarde. El de los ojos azulones ya estaba olisqueando el aire, con la mirada perdida, y diciendo muy contento :
-¡ Ya debemos estar llegando a Bilbao, porque huele a bacalao !.
Roja como un tomate, tapé mi "bacalao" todo lo que pude. Gesto pudibundo e inútil, pues el del olfato fino era ciego.
En aquellos momentos, se abrió la puerta. Entró un zorrón oxigenado, de carnes marmóreas y curvas de infarto. Pegado a ella, como una lapa, un soldadito frotaba el delantero de su uniforme ( supongo que para sacarle brillo a los botones ) contra el abundante nalgatorio de la vulpes dolosa.
Aquello se animó rápidamente. La rubia, además de tontita y zorra, también era cotorra. Hablaba hasta por los codos, la muy puñetera. El soldadito ( al que se le estaba pasando el efecto del bromuro que le habrían dado en el cuartel ) , se buscaba por la bragueta, tratando de encontrar algo que valiese la pena. El ciego, que ya no solamente olía a bacalao sino a genuino coño de hembra en celo, miraba sin ver , naturalmente tratando de rasgar la noche eterna de sus ojos azules. La cotorra que debía ser más puta que Doña Isidora alegando " calor insoportable" y, ante nuestra unánime negativa a abrir " un poquitirrinín" la ventanilla, desabrochó su corpiño hasta el mismísimo ombligo, saliendo en tromba- dos tetonas dignas de la Vaca Lechera. Entramos en un túnel. El soldadito, por aquello de que estábamos en Navidades, nos quiso amenizar con un solo de zambomba. Al segundo villancico, la rubianca, que era puta pero no mala, arregló a la baja con él , un polvorón de antología. Muy finolis, la suripanta, me pidió permiso para usar mi regazo de almohada. Antes de poder contestarle, ya se había desparrancado en el asiento, con su nuca presionándome el bajo vientre. Sus blanquísimos muslos, ensedados en negro, acogieron maternalmente el juvenil cuerpo del milico obligado. El chico, olvidado ya de sus solos de zambomba, atacó en un valeroso cuerpo a cuerpo con la bayoneta calada. Con los nervios, no acertó a la primera en la abierta herida de la ramera, así que tuve que ejercer de provisional mamporrera, agarrándole el cipote y dirigiéndoselo al centro de atención al usuario. La rubia, que se amasaba las tetas a más y mejor, me dio las gracias lanzándome un beso al aire.
A todas éstas, el pobre ciego, que oía campanas y no sabía donde, ante el persistente olor a chumino en acción, había comenzado a erectar. Para matar el tiempo y todo hay que decirlo por hacerle un favor, extendí mis pies desnudos sobre su regazo, agarrándole entre ambos pedúnculos su enorme garrote.
En éstas estábamos, cuando se abrió la puerta. Por suerte no era el revisor. Era un matrimonio joven, con su hijo adolescente. Justo los antipáticos del retrete. Los que no habían contestado a mi saludo. Por lo tanto, no contesté ahora yo al suyo. Pero no les importó un rábano. Como una centella, digo: como tres centellas, se distribuyeron por el departamento bajándose bragas y abriéndose braguetas. La hembra, acaparó la boca del ciego, dándole una ración de bacalao al pil-pil que no le sació el hambre, pues estuvo mucho rato relamiendo la cazuela. El marido, sin pedir permiso, embutió su anguila hasta mis amígdalas, aprovechando que me había quedado boquiabierta al ver la glotonería del ciego.( Por cierto, la anguila debía ser de cloaca, porque echaba regustillo a mierda . Debía ser por haber estado alojada hacía pocos minutos en lo más hondo de los esfínteres filiales.)
Y el adolescente, vistos los orificios expuestos, optó por no repetir con la familia, y con la agilidad propia de la juventud montó en un pis-pas, so bre la grupa del soldadito, que - al principio cabrioleó un poco, para al final acomodarse al galope que le marcaban la rubia ( por la parte anterior ) y el chavalín ( por la posterior ).
Y , así, sin pena ni gloria, luchando por no aburrirnos en tan largo viaje, pasamos aquel día de Navidad.
Y es que, en esas fechas, no es aconsejable viajar.
Carletto