MEMORIAS DE UNA PUTILLA ARRASTRADA- CUARTO CAPITULO
El hecho de que mi padre me pillase fornicando desaforadamente en el día de mi Primera Comunión, como era de esperar, no ayudó para nada en nuestras menos que tibias relaciones .
Si el Señor Juez mi padre - , hasta entonces , casi no me dirigía nunca la palabra, a partir de aquel famoso día, me negó hasta el saludo. Cuando hablaba a alguien sobre mí, lo hacía como si yo no estuviese presente. Así, arregló mi ingreso inmediato en un internado religioso, tan lejos del pueblo como fue posible. Como mi marcha la hicimos aquella misma noche, no pude despedirme de nadie. Ni de La Relamida, ni de Jenaro. Muchísimo menos de Ricardo y Ricarda. Eso, es lo que más me dolió.
A las pocas horas de que mi padre nos descubriese en el palomar, de semejante manera, un médico forense amigo suyo ya me había reconocido, y levantando acta de todos los desmanes que - los gemelos habían perpetrado sobre mi cuerpo. Aún estaba fresca la tinta de la rúbrica del médico, cuando una pareja de la Guardia Civil se llevó presos a los dos pedófilos. Lo de ser Juez y parte en una causa, ayuda mucho para que la Justicia se de prisa.
Teóricamente, el Colegio de las Madres Sufridoras, no era una cárcel. Pero me hubiese jugado los pelos que comenzaban a sombrear mi pubis, a que era un reformatorio. Entre todas las monjas antipáticas que hay en el mundo, parecía que habían seleccionado a las más híspidas. Una vez te dejaban bajo su custodia, ya te podías despedir de risas y de jolgorios. Allí solo había cabida para el llanto y el rechinar de dientes.
Las doce primeras noches, me las pasé llorando, añorando los abrazos, los besos y las caricias infectas de quienes me habían pervertido. En mi desolada alma, hambrienta de cariño, fui elevando un altar con aquellos recuerdos, colocando en todo lo alto a Ricardo y a Ricarda, como si se tratasen de mis dioses. En mi ingenuidad, yo desconocía que realmente habían sido mis verdugos.
Un silencio espeso rodeaba todo lo relativo a mis "experiencias" con los dos hermanos. Las monjas, naturalmente, nunca se referían a "aquello" con una designación clara, sino como " pecados nefandos", "horribles hechos contra-natura", " atentados contra mi pureza ", etc., etc. Con lo cual, yo me quedaba "in albis" , sin entender ni un carajo de lo que me querían decir. Aunque , en sus miradas, atisbaba cierto reflejo muy parecido al asco con el que me miró mi padre. Como no tenía un pelo de tonta, lo que sí entendí que yo era culpable en primer grado- de los hechos acaecidos, y que por lo tanto estaba allí para purgarlos.
Pasaron los meses, y hasta los años. Por aquellos lares, de mi padre solo se sabía por las transferencias periódicas que hacía al Colegio. De tanto verme a todas horas, incluidos festivos y vacaciones de todas clases, las monjas llegaron a considerarme un elemento más del mobiliario. Con lo que aflojaron mi presión sobre mí, y pude llevar una vida paralela dentro de aquellas cuatro paredes.
Al poco tiempo de cumplir los trece años, entró en el Colegio una monja nueva. Por imperativos legales de salud, debía abrirse un ala dedicada a enfermería ( hasta entonces , esta misión la cumplía a regañadientes una monja vieja y medio sorda, que todo lo arreglaba dándote una aspirina). La nueva, era una estudiante de medicina, que se había visto llamada de repente a la vida monacal. Ella fue la que evaluó mi estado físico , con lo que a solas pudo mirarme, palparme, introducirme, medirme y masajearme. No pasaron inadvertidas, para mí, sus caricias como de pasada. Ni sus dedos índice y corazón trasteando en búsqueda absurda de mi pisoteada virginidad. Ni sus manos abriendo mi nalgatorio, oteando mi fruncido ojo ( no tan fruncido desde la visita inmisericorde de la verga de Ricardo ). Hasta se permitió pellizcar mis ya sensibles pezoncitos, que coronaban las ligerísimas redondeces de mis pechos en flor. Yo tragaba quina, suspirando por lo bajini. Sus torpes caricias me recordaban los retozos infernales con los gemelos, y , sin querer, los añoraba, como una víctima del Síndrome de Estocolmo.
Lesbiana, sin lugar a dudas, la monja se enamoró de mí como una perra. A cambio de una ración de tortilla, bailaba al son que yo le tocaba. Como no tenía gran cosa que pedirle, le ordené que en una salida al cercano pueblo- me echase una carta al Correo.
Ya habían pasado cuatro años desde mi encierro. Cuatro años sin ninguna noticia del exterior. La carta la envié a la dirección de Rosa, La Relamida, mi amiga del alma con quién había compartido tantas horas dentro de la conejera.
Pasó otro año más. Nadie contestaba a mi carta. Poco después de mi catorceavo cumpleaños, llegaron las Navidades. Sor Blanca, la monja lesbi de la enfermería, me acosaba con sus miradas de oveja degollada. Hacía honor a su nombre y , entre sus hábitos blancos de novicia, y su tez de un blanco enfermizo, aparentaba ser una aparición de ultratumba. Los labios, permanentemente de un color azulado y una ojeras muy oscuras, no ayudaban para nada a darle una apariencia saludable.
El día de Nochebuena, nos hicieron el gran honor de cenar con las monjas, a las pocas internas que no teníamos permiso para pasar las Fiestas con nuestras familias. La cena no fue una gran cosa no se si debido a la austeridad monjil, o a la tacañería - , pero sirvieron un vino quinado que entraba como el agua. Hasta llegamos a entonar varios villancicos, con lenguas de trapo.
Camino a los dormitorios, Sor Blanca me cuchicheó al oído si me había quedado con hambre. Ante mi respuesta afirmativa, me citó a las doce en su celda, pues según decía tenía algunos turrones caseros.
Puntual como un reloj suizo, dí los tres toquecitos de rigor en la puerta de la monja. Debía estar esperándome, pues se asomó al instante y , tomándome de la mano, me dio un tirón para hacerme pasar.
Los turrones no llegué a catarlos. Pero a la monja no le dejé ni un solo rincón sin degustar.
Las tocas se las dejé puestas, para más morbo; pero, en el resto del cuerpo, no le dejé ni un hilo.
Quitadas las vendas que fajaban sus senos, aparecieron dos globos insospechadamente abundantes ( sobre todo, comparados con los míos ). La textura de las bragas era muy semejante a la lona, de una aspereza totalmente impropia para estar en contacto con zonas tan delicadas. Y en ambos muslos, casi a la altura de las ingles, dos cilicios de horrendo aspecto laceraban aquellas carnes de alabastro.
Alma caritativa donde las haya, me propuse dar un poco de alegría a aquella alma en pena. Y, ¿ porqué no?, ya puestos , también al cuerpo.
A la luz de una bujía, recosté a Sor Blanca sobre una basta mesa de madera. Así, desnuda y con las tocas puestas, parecía una paloma desplumada.
Recordar las palomas y subirme un fogonazo por la entrepierna, fue todo uno. Desabroché los cilicios, restañando la tibia sangre con la puntita de mi lengua. El bosque animado del sexo monjil boqueaba con hambre ancestral. No escatimé lamidas ni parabienes. Lo repasé cientos de veces, buscando una imperfección que no encontré. El clítoris lagrimeaba esperando su turno, que le llegó de inmediato. Apenas posé mi latiguillo ensalivado sobre la minúscula protuberancia, un seísmo de proporciones colosales sacudió la zona. Hasta se abrió una grieta de la que salieron vaharadas ardientes, seguidas de líquidos procedentes de las más oscuras profundidades. Queriendo analizar más de cerca el fenómeno, hundí mis dedos en el anegado barranquillo, apartando matas y matojos y chapoteando en el enlodazado barrizal. Entre mis brazos, el cuerpo de Sor Blanca daba saltos espasmódicos, desgranando un orgasmo tras otro. Al fínal quedó quieta. Mordisqueé los aledaños de su clítoris, buscando un nuevo resurgimiento de la carne, que no se produjo. Me deslicé, como serpiente tentadora sobre su tibio cuerpo, buscando el altozano de sus pechos. Aún estaban ligeramente tumefactos, debido a los vendajes que tan insanamente los habían cubierto. Jugueteé con ellos, chupando los pezones virginales, cada vez más frescos.
Elevé mi mirada hacia su rostro. Los labios, entreabiertos en una sonrisa beatífica, de tan azules parecían negros. Los ojos , velados, habían quedado prendidos en el infinito, seguramente entre el tercer y cuarto orgasmo.
Mi paloma había muerto, justo en la mitad, de la Misa del Gallo.
En el entierro, al día siguiente, me enteré de que, la novicia, padecía del corazón. Por eso había abandonado su carrera y las llamadas de la carne. Pero, por lo visto, en su refugio de paz se tropezó conmigo. Y yo había sido demasiada tentación, para pasarla por alto.
Carletto