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Segadores

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SEGADORES

Chorrea el plomo líquido del astro rey, sobre los ocupantes de la carreta. Las mulas levantan una nube polvorienta que los ciega y casi les impide respirar. El silencio de la tarde, solamente es roto por el sordo chirriar de los ejes, faltos de grasa. De cuando en cuando, bala la cabra atada con una cuerda de esparto en la parte trasera del carro. Las dos mujeres, contemplan las anchas espaldas de sus respectivos maridos, empapadas en sudor. Juan, el Negro, conduce los animales, los dirige a golpe de riendas por el angosto camino de labor. A su lado, con el látigo en la mano, pegando de cuando en cuando un trallazo en el aire, Curro . Ambos llevan amplios sombreros de paja, protegiendo sus cabezas del furor salvaje del sol poniente. Ellas, Mariana y Lola, también se cubren con sombreros; pero, además, llevan debajo unos pañuelos de colorines, salvaguardando sus austeros moños.

Los cuatro son segadores, contratados como temporeros por el dueño de todos aquellos campos. Un mar dorado de espigas se abre a derecha e izquierda del camino, hasta donde se pierde la vista. Aún les queda largo trecho hasta llegar a su destino. Llegarán casi al anochecer, cuando el lucero vespertino anuncie la próxima salida de la luna.

Juan y Mariana ya son perros viejos , baqueteados por la vida inclemente y dura de los agricultores por cuenta ajena. Ninguno de los dos supera los treinta y cinco años ; pero ya el polvo deja líneas horizontales en sus frentes requemadas por el sol. Ambos son de la zona, castellanos de pura cepa. Sobrios y tranquilos. Trabajadores a muerte. No tienen hijos, de momento. Dios no ha querido bendecirlos ( quizá apiadado de su dura vida ) con bocas que alimentar.

Curro y Lola son andaluces, muy jóvenes. Prácticamente están en su viaje de bodas. Lola es viva y muy graciosa, con un deje en el acento que hace sonreir a los castellanos. Curro es algo más serio, con un respeto casi reverencial por Juan, de quien espera aprender los trucos del oficio. El solo tiene experiencia como recogedor de aceitunas, allá en su Jaén natal. Lola es sevillana y conoció a Curro cuando éste hacía la mili en Sevilla. Pero han tenido que tirarse a la aventura castellana para hacer unos ahorrillos y montar su propia casa. Hasta ahora vivían con los padres de él y , la verdad, eran demasiada gente.

Avistan a lo lejos la blancura de un caserón medio derruido. Ya han llegado. En pocos minutos oscurecerá, así que deben darse prisa.

Mientras los hombres descargan el carro y arreglan los animales en sus pesebres, las mujeres encienden el fuego para preparar la austera cena. Están tan derrengados del viaje, que el cansancio les quita el apetito.

Juan y Curro fuman bajo las estrellas. Las mujeres preparan unas yacijas ( una en cada extremo, para resguardar su intimidad ) y se derrumban nada más terminarlas. Los hombres aplastan las colillas y se dan las buenas noches. Cada mochuelo a su olivo. Juan casi se duerme nada más apoyar la cabeza en la rústica almohada; pero unos gemidos procedentes de la otra cama, le despejan de golpe el sueño. Se descubre así mismo escuchando con atención. El roce de los cuerpos, el gemido de la mujer que musita por lo bajito , la ronca voz de Curro sugieriéndole no se sabe qué. Juan nota su miembro en dura erección. Está tan excitado, que apoya su falo contra las duras nalgas de Mariana, que se remenea entre sueños. Levanta el hombre las enaguas de su hembra, acariciando sus carnes , tan abandonadas últimamente por él. Abarca con su callosa mano la vulva – al principio reseca – de su esposa, acariciándola con premura, metiéndole dos dedos en su cálido interior, hasta que nota la respuesta del cuerpo femenino. Saca los dedos empapados. Tal como está, pegado a su trasero, le hace levantar mínimamente el muslo, lo justo para introducirle su barra en el surco receptor. Se desliza el armatoste por el camino correcto, atento su dueño a los susurros procedentes de la cama ajena. Mariana ya despertó también, y ayuda en lo que puede, metiendo su mano entre sus propios muslos , agarrando el miembro de su marido para evitar que se salga. La ola del orgasmo estalla con su espuma, y el sueño reparador los cubre con su piadoso manto.

Al día siguiente, el desayuno es escueto. Con la leche de la cabra tienen justo para los cuatro. Migan un poco de pan seco en sus tazones … y al trabajo.

Forman una fila que avanza lentamente, sin prisas pero sin pausas. Al principio, Juan iba un poco adelantado, hasta que los otros le cogieron el tranquillo al manejo de la hoz. Luego, todos, como un solo hombre, van al tajo, segando a cuatro dedos del suelo , dejando una estela de oro viejo que, más tarde , atarán formando gavillas.

El día pasa lentamente. Aprovechan que el sol está en su cenit para comer dos bocados y echar una cabezada a la sombra de un solitario árbol.

A mitad de la tarde, Mariana deja su puesto para acercarse a la casa. Vuelve al rato, diciéndole a Lola que la cena ya está en marcha. Dejó haciéndose en el fuego un suculento pisto manchego : tomate, pimientos, calabacín … bien revueltos con aceite de oliva, friéndose muy lentamente.

Ya casi no se ve. Dejan el tajo y vuelven los cuatro a la casa, las manos en los doloridos riñones. Se lavan las manos con el odre de agua que llevaron hasta allí. Sentados los cuatro en torno a la sartén con patas, van comiendo con hambre de lobo, usando una cuchara de madera y ayudándose con trozos de pan. Los cuatro beben vino de la tierra, de una gran bota de cuero que sacó Juan. Durante la cena, el castellano, entre bocado y bocado, narra historias que le contaron . Los jóvenes escuchan embobados. Su mujer, sonrie de cuando en cuando : ella sabe las historias y detecta cuando su marido añade alguna parte de su propia cosecha.

Terminada la cena, Lola prepara una infusión de tomillo y hierbabuena. Curro se arranca con una coplilla de flamenco, al que es muy aficionado. Más rondas de vino de la bota. Lola corre hacia su hatillo y saca unas castañuelas, muy gastadas por el uso : "Eran de mi bisabuela", dice con orgullo. El repique alegre resuena en el silencio de la noche. Juan y Mariana escuchan embelesados.

Más tarde, se vuelven a repetir las cópulas de la noche anterior. Ahora ya se tienen menos vergüenza, y no se cubren cuando se abrazan. Ambas parejas se lanzas rápidas miradas, entre gemido y gemido, excitándose más viendo los cuerpos desnudos de sus compañeros.

Pasan los días, y las semanas. Tras un campo, siegan otro. Las gavillas , en filas como soldados, dan buena cuenta del trabajo realizado. Por las noches, ya no se inmuta ninguno de pasearse desnudo frente a quien quiera mirar.

Juan mira con deseo a Lola. Curro siente hambre de las blanquísimas carnes de Mariana. Lola quisiera tener a Juan entre sus piernas, cuando es Curro el que mete su ariete una vez más . Mariana se estremece viendo el cuerpo agitanado de Curro, sus muslos largos y morenos, su virilidad erguida antes de cubrir el cuerpo de Lola.

Una noche, por fín, ocurre lo inevitable. Lo que los cuatro desean desde hace semanas.

Cuando apagan los cigarrillos Juan y Curro, cuando se dan las buenas noches, de común acuerdo, solo con una mirada, se encaminan a los lechos. Juan al de Lola. Curro al de Mariana.

Juan acaricia con la lengua el cuerpo trémulo de la sevillana, enseñándole sus tácticas de hombre más corrido. Ella se deja hacer, sintiendo aquel cuerpo tan distinto al de su Curro, pero que la enciende igual o más . El hombre penetra a la muchacha, haciendo sabias cabriolas dentro de ella, a la par que rota su pulgar en el clítoris apenas acariciado.

Mariana espera a Curro con los muslos entreabiertos, gozando ya con la mirada. El muchacho no sabe por donde empezar a comerse aquél trozo de pan blanco. Aquel manjar que jamás probó. El, desvirgó a su Lola, y con ella, se desvirgó él. Han aprendido juntos a gozar. Jamás anduvo él con putas, ni con cualquier otra clase de mujer. Mariana va a ser la segunda en su vida. Pero, en el brillo de los ojos de la mujer, constata que todo será muy facil. Ella estira un brazo y abarca suavemente el enorme mástil del jiennense. Lo acerca a su boca. Curro se retira, un poco asustado : él no sabe de esas cosas. La mujer lo calma con suavísimos apretones en los testículos. Abre su boca al máximo y apoya en su cálida lengua el glande reventón. Gime el cantaor catando por primera vez las delicias de una fellatio. Mariana empala su propia boca con la tremenda estaca goteante. Acaricia las nalgas masculinas, buscando el centro del placer prohibido. Se dilatan enormemente los ojos del muchacho al notar dentro de sí el dedo de la mujer. Empuja más y más, hasta que la tranca desborda su contenido en la garganta femenina. Luego, más calmado, mete lentamente su grosísimo falo en la vagina bostezante, metiendo su impedimenta hasta las mismísimas pelotas. Chilla de placer la de treintaytantos, con un sonido de gusto tal, que su Juan siente una punzada de celos. Pero no tiene tiempo de que cuajen. Entona a la vez Lola un aria de Verdi, sin saber lo que es, y no toca las castañuelas porque no las tiene a mano.

Vuelven los segadores con el deber cumplido. Les espera la recogida del jornal. La despedida hasta un nuevo año. En sus miradas brilla la chispa del secreto compartido.

En el vientre de las mujeres , late una nueva vida.

Carletto.

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