SE ROMPIÓ EL CÁNTARO
Ernesto gozaba mirando a las mozas. Concretamente bebía los vientos por Dulceamor, una muchachita de carnes prietas y andares garbosos. La esperaba , cada día, en la última esquina, al final de la calle, allá donde la higuera daba su sombra por encima de la tapia.
El, ni joven ni viejo, maldecía su timidez para con las mujeres. Cuando estaba solo, en la intimidad de sus pensamientos, era el más lanzado del mundo. Imaginaba conversaciones nunca habladas, acercamientos jamás iniciados, caricias nunca disfrutadas Una tras otra, a lo largo de los años, vio pasar ante sí distintas mujeres que le gustaban. Mujeres que fueron para otros, puesto que él no se atrevió a dirigirles la palabra. Mozas que se hartaron de sonreírle y de ponerle buena cara para que él bajase la mirada , sofocado, nervioso y desazonado hasta límites angustiosos.
El chico no tenía un mal pasar, ni mucho menos. De buena familia, nunca le faltaba dinero en el bolsillo. Además, físicamente, no estaba mal. Ni alto ni bajo, ni rubio ni moreno, ni guapo ni feo. Era normalito. Puede que del montón, pero de un montón menos montón, no se si me entienden ustedes.
En su casa, en su alcoba, en su cama, imaginaba grandes proezas . Se calentaba hundiendo mentalmente su considerable verga ( en eso no era del montón ), entre las nalgas rijosas, las pelambres intuidas, las rajas gloriosas de unas y otras. Pensaba frases procaces para decir a las niñas, a las mocitas que veía pasar ante su casa cada día camino de la fuente. Gozaba acariciándose, imaginando que eran las manos frescas, rústicas y gordezuelas de las muchachas las que tocaban su cuerpo, apretaban sus testículos, agitaban su falo.
Tenía vergüenza. No lo podía remediar. Con las chicas del pueblo jamás, jamás, se atrevía.
Virgen no era. ¡ No, ni mucho menos !. En el servicio militar hizo el amor con una señora puta, llevado casi en volandas por sus compañeros al enterarse de que el buenazo de Ernesto todavía no la había metido en caliente. Y luego, años después, aprovechó un día que fue a la capital ( sin su madre ) para corretear un poco por el Barrio Chino y subir con la primera esquinera que le dijo : ¿ Vienes, guapo?. ¡ Vaya que si fue el guapo!. ¡ Como que la dejó escaldada por ambos conductos!.
Pero de aquello hacía ya mucho tiempo. Demasiado tiempo. Ernesto estaba que subía por las paredes. Hasta pensó en ir a buscar novia a un pueblo vecino. ¡ Si no fuese porque estaba demasiado lejos para ir en bicicleta !.
Hasta que llegó la salvación. El Gran Circo Ruso de Moscú. Con él llegaron saltimbanquis, payasos, enanos, domadores, sansones, trapecistas , y Dulceamor.
Con ese nombre ¿ cómo iba a ser la chiquita ?. Pues bonita como una estampa, hermosa como una puesta de sol, graciosa como un chiste bien contado, picarona, deliciosa. En suma : que estaba como un tren .
Y allí estaba Ernesto, con las manos en los bolsillos, apoyado en la tapia y esquivando los higos que caían de vez en cuando a su alrededor. Ya era la hora. Pronto aparecería ELLA, con el cántaro apoyado en la cadera, balanceando las nalgas al compás de sus pasos saltarines. El pelo rubio cayendo en cascada por su espalda recta. Sobre los párpados y los labios, apenas difuminados, los suaves colores del maquillaje usado en el espectáculo cirsense. La muchacha salía- tarde tras tarde, noche tras noche - acompañando a un enorme negro, repleto de músculos su cuerpo semidesnudo, que la elevaba por los aires y la hacía girar como una peonza. Ernesto la había visto decenas de veces, con su esbelto cuerpo embutido en un bañador de lamé dorado que le marcaba hasta la raya del pelo.
Pasó la mocita con su cántaro. Y los ojos del mozo soltero casi salían de las órbitas, atragantadas las palabras ( hechas un nudo ) en la nuez de su garganta. Ya se iba, ya vislumbraba la grupa poderosa marcada por la falda estrecha. Agarrándose la verga a través del bolsillo, empuñando el cetro de su masculinidad ( apenas usado ) pudo barbotar en el último segundo :
¡ Niña !- y cuando ella se volvió entre intrigada y divertida le espetó todo seguido :
" Tantas veces va el cántaro a la fuente que al final se rompe".
Y se quedó tan ancho por haber dicho aquella maravilla, aquella procacidad que tenía una doble intención fuera de toda duda. ¡ Qué ingenioso se sintió !.
Siguió su camino la muchacha. Y él, envalentonado, la esperó al día siguiente, y al otro y al otro. Con más de lo mismo. Siempre la misma frase. Y ella respondía con una sonrisa luminosa, comprensiva, chispeante. Hasta que una tarde, volviendo ella cargada con el cántaro, se ofreció él a ayudarla. Aceptó la muchacha sin temor, incluso con agradecimiento. Y para allá que fue Ernesto cargado con el cántaro, oyendo la voz cantarina de Dulceamor charlando hasta por los codos.
Aunque los del circo vivían en carromatos, algunos de sus componentes quizá por disponer de más recursos , o , precisamente por disponer de menos habían alquilado algunas casas del pueblo. Dulceamor , junto con otros compañeros, había alquilado una vivienda de tres plantas, a las que se accedían por una única puerta, estrecha, con una altísima e incómoda escalera. Ernesto, entregó el cántaro a la chica y se sentó en una pilón de piedra que había a la entrada de la vivienda. Todavía resollaba por la caminata y el peso del cántaro , cuando le chistaron desde arriba.
¡ Sube !- le propuso, con voz insinuante Dulceamor, asomada a la ventana del tercer piso.
Tiempo le faltó al pobre Ernesto para subir de tres en tres los primeros escalones. La verga le crecía por momentos bajo el pantalón de pana. Coronó la ascensión de la primera planta con la lengua fuera. La sudor corría por su frente y goteaba por sus ojos casi cegándole. Siguió subiendo, de dos en dos, de uno en uno, los incómodos escalones. Su mano trémula ya iba desabrochando los botones de su henchida bragueta. No quería perder tiempo. Nada de tiempo. Quería llegar y besar el santo. O sus barbas, lo mismo le daba
Y llegó al segundo. Ya no veía nada. Lagrimeaban sus ojos escocidos, golpeaba en la caja de su pecho el corazón enloquecido. Y entonces
¡Zas!. En un visto y no visto, se sintió empujado contra la pared encalada, una sombra enorme bajó los pantalones de Ernesto y , sin mayores preliminares, una verga descomunal se alojó entre sus sorprendidas nalgas. Medio se desmayó el mozo soltero. Aquello era horrible. Insoportable. Notaba la sangre correr por sus piernas. Una boca de dientes blanquísimos atenazaba su oreja. No podía ser. No, no , no
Una semana y varios puntos después, Ernesto pudo andar. Aquellos días fueron un infierno. Pero todo pasa en esta vida, y aquello también pasó.
La imagen de Dulceamor no se le iba de la cabeza. La rondó otra vez. Pero no quería tropezar dos veces con la misma piedra y la esperó a la vuelta de la fuente. Se hizo el encontradizo y la acompañó los últimos metros hasta su casa. Más fresco que una rosa. A los pocos minutos de haber subido la muchacha, se asomó por la ventana de la vez anterior Desde abajo el mozo vislumbraba los pechitos asomando por la blusa semiabierta . La cereza de un pezón sonrosado, el pan dulce de un pecho blanquísimo. Ernesto miraba embobado, rascándose sin disimulo la bragueta encabritada. Y ella, coqueta, volvió a silabear como la serpiente en el Paraíso :
¿ Subes ? .
No. No se encomendó a Dios ni al Diablo. Subió los escalones de tres en tres. Hoy no estaba cansado. Hoy no le cegaba la sudor. Hoy podía ver perfectamente al negro que le salió en la segunda planta, y sin decir ni "mu" le endilgó sus 30 cms. a pesar de sus protestas y chillidos.
Esta segunda vez no corrió la sangre por sus piernas. Pero semen la cayó una barbaridad. Hasta dentro de los zapatos.
Lloró de rabia e impotencia. Durmió muy mal aquella noche, y la siguiente, y la de más allá. Se sentía vilipendiado en su hombría. Usado. Había sido un imbécil, un tonto del culo. Y ahora, ahora
Por suerte en esta segunda vez no resultó herido. Su honor sí, pero físicamente estaba bien. Algo molesto, pero bien.
A la tercera va la vencida. Hoy no subiría engañado. Seguro, seguro, seguro. Estuvo tramando su plan sagazmente hasta que se decidió.
Era ya de noche. La función ya había acabado y cada mochuelo se había ido a su olivo. Sentado en el pilón, con el aroma de los geranios cayendo desde la ventana, Ernesto silbó la melodía que tocaban en el circo cuando actuaba Dulceamor. No tuvo que asesinar muchas notas : enseguida se asomó la muchacha con una sonrisa de oreja a oreja. Los senos lucían desnudos entre los pétalos de geranio como dos flores perfectas. Algo le notó en la mirada a la muchacha que le indicó que aquella no iba a ser una noche más. Un deseo irrefrenable le abultó el pantalón. Sin embargo, una pulsación, un latido, una desazón en su zona anal puso un interrogante en su mirada. Y así, cuando ella haciendo gestos imperativos lo llamó desde arriba :
¡Sube, sube !.
El, temeroso, preguntó con la garganta seca :
Pero ¿ está el negro ?.
¡No, no , esta vez no ! aseguró la mocita sonriendo de felicidad.
¡ Pues entonces no subo! contestó Ernesto, al que, finalmente, se le había roto el cántaro.
Carletto.