CLOE ( 7.- LAS GEMELAS DE MENFIS ) PARTE II
La vieja meretriz , que acompaña a Cloe desde Roma, mezcla extrañas mixturas , hierbas mágicas y vinagre, en proporciones exactas y misteriosas, que solo ella sabe. Su larga nariz olfatea el mejunje , con el riesgo de añadir algunas gotas de moquillo a la mezcla anticonceptiva. Hace un calor sofocante dentro de la tienda, a pesar de estar acampados en un oasis. Cloe observa con interés la escena, reclinada sobre una mullida colchoneta de plumón de ganso. Junto a ella, abanicándola cadenciosamente, están la pareja de jovencitos sus esclavos particulares que la acompañaban en el palanquín. El aire es denso, caliente. Una mosca con irisaciones verdes, de las que acuden a la porquería, zumba intermitentemente.
En el suelo de la tienda, tumbadas sobre lonas impermeables, los cuerpos de Zula y Zía están siendo limpiados por dos diligentes esclavas. Eliminan las costras de sangre, semen y gusanos con paños húmedos. Ambas muchachas tienen los ojos abiertos, desorbitados, ciegos. Aún no han reaccionado, desde que las sacaron de los vientres putrefactos de las reses. La mano de Zula, la que consiguió liberar y sacar pidiendo ayuda , aún se abre y cierra espasmódicamente, como movida por un resorte invisible, queriendo arañar un poco de vida del exterior de su sepulcro horripilante.
Acabada la limpieza externa de los cuerpos, debe comenzar la interna. La antigua puta, rescatada por Cloe de las esquinas romanas, se acerca -todavía majando con un mortero de barro cocido. Con un gesto , entre servil e imperativo, pide a las esclavas una esponjita, que empapa a conciencia en la pestilente mezcla. Luego, ayudada de unas pinzas de madera, introduce por la vagina de Zula la chorreante esponja, hundiéndola hasta las profundidades del útero. Deja allí su carga venenosa, para impedir el posible embarazo de la sacerdotisa violada. Después, repite la operación con Zía
Cloe, se acerca a los cuerpos desnudos de las gemelas. Ambas están febriles. El ama pide a las esclavas hidromiel con especias, humedeciendo ella misma los labios resecos de las hermanas con un blanquísimo paño. Ahora, solo queda esperar.
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Cloe se divierte en su tienda, jugueteando con sus pequeños esclavos. Ambos la adoran. Se hacen cosquillas unos a otros, se manosean, se besan por todo el cuerpo. Ella les pide que simulen un coito. Así lo hacen , con gran seriedad. La muchachita se coloca panza arriba, con los muslos muy abiertos, ofreciendo su dulce sexo a la mediana lanza de su guerrero favorito. El gallito está erecto. Sus afeitados cojoncillos hacen movimientos extraños en sus penduleantes bolsas. El miembro, de un tamaño respetable para la juventud de su dueño, casi golpea su lampiño vientre, liso y ligeramente musculado. Brilla una gota de miel en la punta del glande. Cloe, detiene los preparativos para proceder a la limpieza minuciosa de las armas. Sus generosos labios, circundan la bellota masculina, libando la miel como abeja en su panal. Aprovecha para tragar en toda su extensión el juvenil falo, casi incluyendo los redondos madroños. Se sirve de sus manos para , cogiéndolo por las nalgas, atraer hacia su rostro el perfumado cuerpo del efebo adolescente. Protesta en el suelo la muchachita y , aunque su ama está dejando el cuchillo del sacrificio a punto de caramelo, quiere ser sacrificada en ese mismo instante.
Vuelven otra vez a sus marcas. El niño-hombre mira los aterciopelados ojos de su compañera del alma, perdiéndose en ellos. Su cuerpo, de forma automática, simula la penetración, apoyando la punta del glande entre los pétalos de la rosa vaginal. Fricciona suavísimamente, deslizando el balano no de dentro hacia fuera, sino de abajo hacia arriba por entre los labios sonrosados, hasta acabar rozando la rosita de pitiminí clitoridiana. Acaricia Cloe los botones del pecho de la niña. Los senos de la adulta, cuelgan ingrávidos hasta la boca hambrienta de la esclava, que traga un pezón desnudo, mordisqueando con sus dientes de ratoncita. El muchacho sigue con su simulacro de cópula, hasta que, los ligeros temblores de sus lampiñas nalgas, advierten del inminente orgasmo. Anima Cloe a sus bestezuelas, deslizando su mano por el trasero masculino. Gime la niña, explota el muchacho. Cloe cata el semen con miel, su aperitivo favorito.
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Largas horas de sueño, hierbas medicinales, cánticos rituales, efluvios de aromático incienso
Las gemelas han despertado, más relajadas, ligeramente más tranquilas. Sus ojos, de vez en cuando, aún se congelan a mitad de una mirada, recordando incoscientemente la terrible experiencia. Han comido y bebido. Han defecado heces malolientes, plagadas todavía de blancuzcos gusanitos de los que llegaron a entrar por vía rectal. El horror, cada vez, se aleja más. Ahora pueden hablar.
" Nacimos hace dieciocho años dice Zula, la más espabilada en el seno de una familia rica , no muy lejos de aquí. Nuestro padre, nos adoraba. Nuestra madre, casada muy joven, era una niña consentida que, en vez de vernos como hijas, nos vió como contrincantes por el amor de nuestro progenitor. Tanto odió nos tomó que, a pesar de que poco después de tenernos volvió a quedarse embarazada, a nosotras ni nos miraba. Fuimos criadas por un ama de leche que nos quería, sin lugar a dudas, mucho más que nuestra madre. Tras dar a luz a un varón, mamá con la excusa de que necesitaba tiempo para criar al bebé ( nosotras lo éramos también ), nos envió lejos, junto con el ama de leche. Pasaron los años. La locura de nuestra madre se hizo más patente . En un extremo estaba su odio, cada vez mayor e inexplicable hacia nosotras. Por otro, un amor alejado del normal en una madre por nuestro hermano. En el centro, abandonado a su suerte, nuestro padre, cada vez más viejo y enfermo. Según nos contaron algunos criados, familiares de nuestra niñera, papá murió de un ataque al corazón, al descubrir copulando como una ramera a nuestra madre con nuestro hermano. Nosotras teníamos, a la sazón, quince años. Nuestro hermano, catorce.
Mamá se las arregló para que quedase como único heredero nuestro hermano, dejándonos en la más abyecta miseria. Quisimos recurrir, pero nos aconsejaron lo contrario : no teníamos bienes con los que apoyar nuestras reivindicaciones. Mamá era poseedora de la inmensa fortuna de nuestro padre.
Quisieron los dioses que viniésemos a probar fortuna a Menfis. Lo teníamos todo perdido. Probaríamos algo nuevo. Vagamos por las calles de la ciudad, estando mil veces a punto de vender nuestra virginidad por un pedazo de torta y un puñado de dátiles. Logramos sobrevivir gracias a un antiguo amigo de nuestro padre que, nos ayudaba a espaldas de nuestra madre. El fue el que nos presentó como candidatas a sacerdotisas del Buey Apis. Aquel año había muerto el anterior, el dios con envoltura carnal que representaba a Apis en la tierra. Después de las honras fúnebres, tras haberlo momificado durante setenta días, el cuerpo del divino buey fue depositado en la pirámide, junto a sus antecesores. Lo siguiente era elegir al nuevo, junto con sus esposas, las nuevas sacerdotisas. Tras pasar largas pruebas, nos eligieron a nosotras la desesperación es una buena consejera para adaptarte a cualquier cosa entre docenas de candidatas : todas de quince años, todas gemelas, todas vírgenes.
Mientras viviese el nuevo Buey, nosotras debíamos permanecer a su servicio, manteniéndonos puras para él.
En el Templo, teníamos estatus de semidiosas, intocables para cualquiera. Nos servían alimentos y caprichos a cualquier hora, según nuestros deseos. Amén de que, las ofrendas de oro y joyas que llevaban los fieles al Buey Apis, por derecho nos pertenecerían a nosotras, a su muerte. Eramos sus legítimas esposas, sus sacerdotisas. Sus vírgenes.
Pero, nada dura eternamente. Nuestra madre se enteró de esta fortuna. Nos enteramos de que se arañó la cara, de que se arrancó puñados de cabello, loca de rabia. Como una furia del Averno. Nuestro hermano , con diecisiete años, estaba consumido. La locura de nuestra madre la convertía en una ninfómana, que agostaba día y noche la savia juvenil de nuestro pobre hermano. Al final, murió hace unos meses. Lo encontraron escondido en un granero, con la mirada perdida, tapándose los genitales sangrantes. Y nuestra madre terminó de enloquecer por completo, hasta tal punto , que invirtió una gran suma en pagar a los verdugos que nos violasen, que nos denigrasen, que nos enterrasen vivas en los vientres de las reses, para que nos pudriésemos en el muladar. Supimos que los enviaba nuestra madre, porque así nos lo comunicaron antes de violarnos, por expresa orden de ella. "
***
Tintinean los crótalos en los dedos de Cloe. Está danzando en los jardines de su nueva mansión en Menfis. Su prostíbulo, como siempre, es el más selecto de la ciudad, sin parangón posible con otros lugares de lenocinio. Las antiguas sacerdotisas de Apis, son las cortesanas más cotizadas, más deseadas, más lujuriosas, más satisfactorias en cualquier categoría de vicio sexual. Ahora se están lavando, tras dos largas horas con un cliente de alta alcurnia. No saben quién era, solo han visto el color de su dinero. El hombre tenía el capricho de poseerlas una tras otra, ambas vestidas de sacerdotisas. El, con una máscara de oro del Buey Apis.
Tras una ligera siesta, les espera una última clienta. También enmascarada. También riquísima.
No saben sus preferencias, aunque se imaginan que todo girará en torno al amor lésbico. Algunas veces, en los casos de mujeres solitarias, también acompaña a las gemelas el esclavo particular de Cloe, el muchacho del miembro sabor de miel. Pero no es el caso : la clienta solo quiere a las dos. Nadie más en el lecho.
Encamadas las tres, la mujer hace a las gemelas que se acaricien una a otra, que pellizquen sus senos, que laman sus sexos como si se reflejasen en un espejo invertido. Brillan, sudorosos, los cabellos negrísimos de ambas, desparramados sobre las sábanas de lino. Los dedos hurgan, los labios mordisquean. La mujer, con una larga pluma de avestruz, se acaricia el cuerpo desnudo, remolineando sobre su clítoris enfebrecido. Bajo la máscara, un extraño brillo en la mirada. Si las gemelas le mirasen los labios, la verían musitar frases inconexas, como reproches o maldiciones
El espectáculo sexual llega a su climax. Las gemelas se revuelcan, enlazadas como serpientes, rozando ya el inminente orgasmo. La mujer se despereza, como una gata, o como una bestia carnívora que merodea junto a su presa. Se desliza entre ambas, haciendo que mamen de sus pechos , ofreciendo sus pezones brillantes de sudor. Ellas acceden al capricho de la clienta . ¡ qué todo lo que les pidiesen fuese como eso ¡.
La mujer se quita la careta, mirando los cadáveres de sus hijas, aún agarradas a sus pechos. El efecto del veneno ha sido fulminante. Lleva a su boca el rubí de su anillo, lamiendo su superficie breves instantes. Los espasmos agónicos no se hacen esperar.
Su locura, y su venganza, han terminado.
Carletto.