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La Pícara Carmencita

en Amor filial

LA PICARA CARMENCITA

1.- Cine Sábado Noche

Carmencita era una adolescente a la que la Naturaleza le había asignado un carácter muy peculiar : era más caliente que un ajo . Desde que las hormonas habían asaltado su frágil cuerpecito de niña bien, un inexplicable estado de ánimo la mantenía continuamente al borde de no sabía bien qué.

Su hermana mayor, Graciela, una real hembra de prominente busto y amplias posaderas, le había puesto al corriente de algunos secretillos " de mujeres" y Carmencita ya sabía, más o menos, por donde iban los tiros.

Era un sábado de verano por la noche. La muchachita había regresado del internado para las vacaciones aquella misma semana. Todavía tenía metido en los huesos la cantinela de las monjitas " pureza, niñas , pureza ". Ella, de momento, no había tenido problemas para mantener la famosa pureza. Pero es que, últimamente, una especie de hormigueo le cosquilleaba – cada vez con más frecuencia – por sus partes bajas. Y sus minúsculos pezoncitos, en aquellos pequeños pechos que comenzaban a hincharse, también le daban algo la lata. Y los chicos la miraban. Y ella los miraba. Y ellos se rascaban … y ella se rascó. Casi sin querer, de pasada : pero se rascó. Y le dio tal gusto , le plació tanto aquél fugaz rasconcillo … que no paró de rascarse hasta que se puso el clítoris en carne viva.

Total, que allí estaba un sábado por la noche, a punto de entrar en el cine con su hermana mayor ( que ya le había informado que le quería presentar a "alguien") Ese "alguien " resultó ser … Pero retrocedamos al jueves anterior.

Era casi medio día. Carmencita había salido corriendo a cumplir un recado de su madre antes de que cerrasen la tienda de ultramarinos. Con las prisas , no se había puesto bragas , y el viento le corría entre las piernas de una forma muy placentera. De repente, al pasar junto a una obra en construcción, su corazón comenzó a latir al ver la figura de un albañil que, a pleno sol, bebía de un botijo con una pierna levantada y apoyado el pie en un montón de ladrillos. Tendría unos veinticuatro años, alto y moreno ( más que moreno, achicharrado por el sol que pegaba de firme sobre la obra ). Al ir sin ropa de cintura para arriba, su torso se veía musculoso , con unos pezones erectos al contacto con el agua fresca que caía desde el botijo a su boca, rebosando en ella y cayendo sobre el pecho, mojándolo y perdiéndose en un arroyuelo bajo la cinturilla del holgado pantalón de trabajo. Carmencita se descubrió observándolo sin parpadear, parada como un pasmarote a pocos metros de él, por lo que se agachó fingiendo que se ataba una zapatilla . Sin poderlo resistir, levantó la mirada desde el suelo y allí ardió Troya : por la pernera del pantalón corto del albañil le asomaba la punta del capullo junto con un grueso testículo adornado con una maraña de pelos húmedos. Parpadeó la niña, a la vez que notaba como boqueaban sus labios menores. En aquel momento levantó la vista hasta el rostro del joven y lo sorprendió mirándola a ella. Pero no le miraba la cara, sino entre las piernas, donde su faldita corta no acertaba a tapar la hermosura ignota e invicta de su sexo adolescente. Se cruzaron las miradas y , el albañil, le sonrió ampliamente mientras le guiñaba un ojo con lascivia…

Y , el albañil, era el "alguien" que le quería presentar su hermana. Tragando saliva, Carmencita estrechó la mano callosa del muchacho que, muy gentil, había sacado la entrada para las dos hermanas. Dentro del cine, Graciela saludó con la mano a su amiga íntima Susana , que había quedado con ella y que estaba comprando palomitas de maiz con su novio Germán. Se sentaron casi en las últimas filas. Primero, Germán, luego Susana, luego Graciela, después Beto ( el albañil ) y , por último, Carmencita.

Beto, tras comprarles refrescos a las muchachas, se sentó colocándose sobre las piernas una fina chaqueta de verano que llevaba sobre el hombro al entrar. Se apagaron las luces. Carmencita miraba de reojo al bello muchacho que, sin perder tiempo, había colocado el brazo derecho tras la cabeza de Graciela, con lo que una mano le pendía sobre el hombro de ella. Sinuosamente, fue reptando la mano hasta llegar al escote opulento de la hermana de Carmencita, donde se metió hasta abarcar con la mano todo el seno. Se oyeron las risitas de Graciella y su amiga, con los consiguientes cuchicheos. Carmencita observó que Beto no había acabado con las maniobras, puesto que su mano izquierda trasteaba bajo la chaqueta que tenía extendida sobre los muslos. Esperó a un pasaje especialmente interesante de la película y , cuando todo el mundo estaba pendiente de la pantalla, cogió como un rayo la mano derecha de la niña y la arrastró consigo debajo de la chaqueta. Palpó la colegiala con un quiero y no quiero hasta que sus dedos torpes agarraron una forma que se le antojó como un pepino, pero caliente y suave al mismo tiempo. Se despatarró el mozo para que ella manejase a su placer el asunto que tenía entre manos. Cuando ella le tomó el tranquillo y, cadenciosamente, recorrió y volvió a recorrer toda la longitud de la herramienta del albañil, éste comenzó el tercer acto de su bien programada serenata. Colocó, como quién no quiere la cosa, su manaza sobre la rodilla de la niña ( que aún llevaba una costra de su última caida de bicicleta ) y , con mañas aprendidas en decenas de sesiones de cine, arrastró los dedos por la cara interna de los muslos de la virginal muchacha. Juntó las piernas la niña, en un acto reflejo, cuando la mano llegó al borde de su braguita. Pero él insistió delicadamente tocando a la puerta hasta que se abrió de par en par. Se las apañó para zambullir sus dedos bajo las bragas y tocar el resorte que abre todas las vaginas. Gimió la niña y recordó a la vez que ella también podía dirigir la acción. Retomó el bombeo de la rígida polla, mientras el joven albañil mojaba la yema de su dedo en la lampiña raja para pasarla , muy suavemente, por el botón clitoridiano. Los asaltaron los espasmos casi a la vez y les dio el tiempo justo para apartar sus manos pecadoras del regazo ajeno.

 

2.- La Merienda en el Campo.

 

Graciela estaba muy contenta. Como era Domingo de Pascua habían quedado las dos amigas con sus medio novietes para ir a merendar al campo. Naturalmente debían llevar una carabina : Carmencita.

Graciela, la de las generosas formas, trasteaba por la cocina colocando en una cesta de mimbre las viandas necesarias para la merienda. Lo típico era una fuente con ensaladilla rusa, una cazuelita con tomate frito con conejo, aceitunas y encurtidos, pan , y sin faltar ( naturalmente ) la imprescindible " mona " de Pascua , que consistía en una serpiente o cocodrilo ( hechos con masa dulce ) enroscados sobre sí mismos y con un huevo duro teñido de colores metido en sus bocas abiertas. Este huevo tenía la misión de ser estrellado contra la frente del comensal que se tuviese más cerca, antes de comerlo ( al huevo, claro ) .

Caminaron los cinco hacia las afueras del Pueblo, junto con varios grupos más de gente joven que hacía lo propio. Los más adultos y los niños tenían una zona específica para no mezclarse con ellos.

Bajo un inmenso árbol extendieron los manteles. Susana y Graciela comenzaron a distribuir los comestibles encima de la tela ayudadas por Germán. Beto y Carmencita fueron enviados con las bebidas ( aportadas por los mozos ) para introducirlas en las cristalinas aguas de un arroyo cercano para que se refrescasen.

El arroyo corría tras un recodo del camino, en una zona de grandes matorrales conformados por altas adelfas con flores de vivos colores. Las ranas croaban en el atardecer en aquel principio de la primavera. Mientras la muchachita se agachaba junto a la orilla, con cuidado de no mojarse sus zapatillas rojas, vió con el rabillo del ojo como Beto , sin ponerse de espaldas, comenzaba a mear junto a una mata de adelfas. Se abrieron los ojos de Carmencita como platos soperos al ver, en vivo y en directo, la hermosura de pepino que exhibía su futuro cuñado. Lo que en la oscuridad del cine su mano había palpado torpemente, ahora refulgía ante su mirada como la espada Excalibur en la mano del Rey Arturo. Los últimos rayos solares rebotaban contra la punta de aquel prodigioso y húmedo miembro , mientras se formaba un arco iris al traspasar la luz el chorro de orina. Sintió la niña que su corazón bajaba de golpe hasta su vagina, que comenzó a latir acompasadamente, como una bomba de relojería apunto de estallar.

Beto, machito orgulloso de su virilidad, terminó la micción empalmado totalmente. Con las piernas muy abiertas, bien apoyado en el suelo, agitó su erección para que se desprendiesen las últimas gotas del dorado líquido. Luego, sin abrocharse la bragueta, anduvo unos pasos hasta el arroyo y se agachó junto a Carmencita para lavotearse la polla con unos zarpazos de agua. La niña se descubrió a sí misma con la boca abierta, mirando a dos palmos suyos aquella maravilla, y con la lengua colgando como un lebrel ( hasta le caían gotas de saliva de la punta ) . Su cuñadito, misericordioso, amparado por la semioscuridad y las matas de adelfas, se puso de pie junto a ella y , arrimando el objeto tan admirado a los labios de la admiradora , lo posó suavemente sobre la lengua rosadita de la niña. Tragó saliva Carmencita y , a la vez, tragó hasta las anginas el venoso instrumento que se deslizó – ayudado por un sutil movimiento de caderas de su propietario – rozando el paladar femenino.

Apenas si tuvo tiempo Carmencita de trabar conocimiento bucal con la Tizona de aquél Cid, cuando se oyó la voz de Graciela que los llamaba . Envainó la espada el caballero y la dama cerró su boquita de piñón, acudiendo ambos a la fraternal llamada.

Más tarde, deglutidas las viandas y trasegado el buen vino, los comensales se enroscaron en unas mantas morellanas que habían llevado con tal fín. Por parejas, naturalmente, excepto Carmencita que, solitaria en su capullo, aprovechó para autorepasar mental y digitalmente sus lecciones de anatomía. Deslizó sus manos sudorosas sobre sus nacientes senos, acarició febrilmente su recién descubierto clítoris y hasta se aventuró a penetrar con un dedito la sonriente boca de su coño. Tan caliente estaba, que hasta visitó su puerta posterior en un alarde de audacia.

Terminó con sus exploraciones a la vez que las parejas daban por finalizados los lotes y la merienda . Se abrieron las mantas y Carmencita pudo observar a la luz de la luna llena un revoltijo de faldas subidas hasta las caderas, bragas a media asta y pollas asomando sus cabecitas babosas por las abiertas portañuelas.

Muy contentos todos, volvieron al Pueblo cantando viejas canciones tradicionales al estilo de : "Un día de Pascua, un xiquet, ploraba perque el cachirulo no se l´empinaba, la Tarara sí, la Tarara no, la Tarara mare se la balle yo ". (*)

 

(*) " Un día de Pascua , un muchacho, lloraba porque la cometa no se le levantaba "

 

3.- El Pajar.

 

Graciela y Beto habían formalizado las relaciones. Ya eran novios oficiales y el chaval entraba y salía de la vivienda de Carmencita como Pedro por su casa. Era una casona vieja, algo remozada por los padres de las muchachas pero todavía con el regusto de las viviendas antigüas de pueblo. Consistia en un edificio de dos plantas, con una parte "noble" que era donde estaban el comedor, la cocina y los dormitorios. Luego estaba el patio o corral, lleno de macetones con geranios a los que era muy aficionada la madre. En ese patio se había acondicionado una pequeña habitación que servía de baño. Al fondo del patio estaba la cuadra ( donde antaño estaban los animales ) y , sobre la cuadra, el pajar . A este pajar se subía por una rústica escalera de madera y allí se almacenaba el pienso para los animales, la paja y los productos del campo que se podían aguantar varios meses sin consumirlos ( melones colgados en las vigas del techo, uvas, naranjas, manzanas, jarras de aceite de oliva, etc. ). Como recordatorio de tiempos pasados, el padre de Carmencita todavía criaba unas cuantas gallinas ponedoras que campaban por sus respetos en el pajar, depositando los huevos donde les venía en gana.

Graciela y su madre trasteaban por la cocina . Acababan de echar el arroz a la paella y vigilaban con ojo experto que se consumiese el caldo en el tiempo correcto. A la vez habían puesto verduras a hervir en una olla para preparar una ensaladilla rusa para la noche. La madre mandó a Carmencita al pajar a recoger unos cuantos huevos para hervirlos. La niña cogió la cestita de alambre que le servía de huevera y partió como una bala. Le encantaba el pajar. Allí tenía su refugio donde pasaba horas y horas. El olor de la paja – no sabía porqué – la erotizaba tanto que casi siempre la movía a masturbarse . Buscó los huevos corriendo y los puso en la cesta. Luego, como siempre, se bajó las bragas hasta los tobillos y , levantándose la faldita hasta taparse el rostro comenzó con sus preliminares. Los pezones ( que rico ), el clítoris

( regalo de los dioses ) , la vulva ( misteriosa, casi inexplorada ). Mojó en saliva los dedos índice y corazón y los deslizó por su rajita, ahondando cada vez más. La falda le tapaba los ojos , pero la delgadez de la tela no le impedía ver la luz. De repente quedó petrificada : una sombra había aparecido ante ella. Roja de vergüenza se apartó la falda de la cara, rogando que fuese su hermana. Pero no era ella … sino Beto.

Beto, que miraba a su cuñadita con una amplia sonrisa, que se la comía con los ojos mientras su mano bajaba hasta palparse la abultada bragueta. Tembló Carmencita con un escalofrío que le nació en la vagina, le quemó el clítoris, congeló sus pezones que se pusieron erectos, resecó su garganta, hizo bizquear sus ojos y le bajó raudo por la columna vertebral, hormigueándole en la rabadilla y terminando su trayectoria en lo más profundo de su ano. El muchacho dio un paso hacia la jovencita congelada en una lúbrica postura sobre el montón de paja, mientras se desabrochaba lentamente el cinturón de los jeans sin apartar su mirada de los ojos de Carmencita.

Cayeron los pantalones por su propio peso. La niña miró el musculoso abdomen de su cuñado, el ensortijado pubis, la enorme polla ( cada vez le parecía más grande ), los huevos colgantes y pesados. Vió una mano que se extendía hacia el miembro viril, agarrándolo por la punta. Sobre la marcha, se percató que la mano era la de ella misma. Luego se sintió sofocada por el olor y el peso del macho en celo, por las manos callosas que recorrían desvergonzadas su cuerpo erizado, por la boca joven que mordió sus labios ansiosos, por la pija sabia que supo encontrar – sin mirar – el camino virginal, simplemente guiada por los latidos vaginales. Entró la punta suavemente. Quiso ella , bien educada, salir a darle la bienvenida y adelantó las caderas hacia el ariete ; pero él – caballeroso – le susurró que esperase hasta haber apartado la cortinilla . El submarino se sumergió un poco más en la chapoteante vulva hasta que encontró resistencia en las tenues algas del himen. Forzó máquinas y pasó sin dificultad hasta las profundidades más misteriosas, arrastrando tras sí la telilla inservible. Se abrió, poco a poco, la cueva submarina, dejando pasar en toda su longitud el brillante Naitilus bien capitaneado por el joven Nemo. Agonizó Carmencita durante breves segundos, los imprescindibles para que Beto bajase su mano hasta el Monte de Venus peloncillo de la muchachita y lo escalase digitalmente . Cacareó la muchacha con tal intensidad que su cuñado le tapó la boca metiendo su lengua de macho cabrío . Cuando consiguió silenciarla, usó sus manos como palas bajo las nalgas de la niña, aupándola hacia sí, con lo que el filial aparato quedó enterrado hasta la raiz en el surco femenino. Carmencita notaba los calientes cojones del albañil frotándose contra sus labios mayores a cada embestida. Atenazó la musculosa espalda con sus manitas teñidas aún con tinta de bolígrafo y subió sus piernas hasta enlazar con ellas las peludas ancas del morenazo. Corríose la niña cimbreando sus caderas y él, reteniendo su catarata, sacó la manguera a tiempo de embadurnar la hermosa carita.

Terminaba Carmencita de lamer el balano familiar y se disponía a acometer la tarea de enjuagar con su lengua los vacíos testículos . Los sostenía en el aire acunándolos en sus manos de muñeca, cuando se oyó la voz de la madre gritándole desde abajo :

Carmencita ¿ Qué no ves los huevos ¿.

Sí, mamá, ahora mismo los tengo en la mano.

 

FIN

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