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Adúltera

en Hetero: Infidelidad

ADÚLTERA

Adelina y Carmen eran amigas desde la infancia. Casi hermanas . Habían ido juntas al mismo colegio de monjas. Integraban la misma cuadrilla de chicos y chicas, jóvenes alocados, que asustaban con sus pequeñas motos a los más viejos del pueblo. Hasta habían sido – a la vez – festeras el mismo verano en aquel pueblecito de Castilla del que procedían los padres de ambas, y al que volvían , puntualmente, cada primero de Agosto, para pasar ( como mínimo, como mínimo, quince días ). Las vacaciones acababan , generalmente, al día siguiente de la Virgen, el 16, y regresaban todos a su lugar de origen, en aquél pueblo – casi ciudad – de la Costa Cantábrica.

Adelina apreciaba mucho a Carmen. Las dos estaban bastante potables, y eran requeridas por varios muchachos del pueblo. Ellas tonteaban, se dejaban querer … y reían como locas a espaldas de ellos. No querían – todavía – ningún compromiso.

Una tarde, por encontrarse algo malucha Carmen , Adelina salió sola a pasear con su bicicleta. Le encantaba aquel paisaje campestre, roto de repente por un acantilado altísimo, como si un gigante de cuento hubiese dado un mordisco a la costa. Allá abajo, entre pedruscos verdinegros, rompían las olas. Una estrecha lengua de arena se internaba desde la próxima playa De repente, la mirada de Adelina, que vagaba perezosa por la línea del horizonte, durante un segundo en que miró hacia la playa al oir un lejano relincho, quedó cautiva por la figura de un jinente que – casi desnudo – montaba un blanco alazán, cruzando por el medio de las espumeantes olas. Desde ese mismo momento, en que el corazón de Adelina dejó de latir, ya no pudo , jamás, dejar de mirar a Victorio si lo tenía en su campo de visión. Alelada, sin llegar a comprender lo que sentía, vió desaparecer jinente y montura tras un recodo. A los pocos minutos, otra vez el ruido de cascos la hicieron ponerse alerta, con el alma en un hilo…

Sí, allí estaba el caballo … y su jinete. Subiendo por el estrechísimo sendero entre las rocas. Apareció primero la cabeza del caballo, con sus crines azotadas por el fresco viento. Después … el fín del mundo.

El la saludó, muy sonriente, con la tez curtida por el sol y el aire marino. Hermoso como un dios. Con una mirada que la escrutó de arriba abajo, la desnudó y la poseyó, todo en unos segundos. Y ella no se sintió ofendida. Ella temblaba de gozo, con ganas inmensas de gritar – feliz – de que EL la hubiese mirado, de que supiese de su existencia. Y , simplemente con eso, mientras el viento ceñia a su joven cuerpo su vestidito veraniego, mostrando casi obscenamente sus pechos erguidos y la falda aplastada contra su vulva, transparentando la hendidura a través de la tela, Adelina tuvo su primer orgasmo, con los ojos perdidos dentro del inmenso lago verde que eran los ojos de Victorio.

Tañeron las campanas del ángelus. Volvió grupas la montura mientras el jinete se llevaba –galantemente – los dedos de la mano a la sién derecha, al estilo militar, dejándole de recuerdo la sonrisa más bonita que jamás hubiese visto Adelina.

Cuando el polvo del caballo se perdió en la lejanía, la muchacha reunió fuerzas para montar en su abandonada bicicleta, y regresó pedaleando – lentamente – al pueblo. Sus piernas aún temblaban ligeramente, se sentía la entrepierna húmeda, distinta. Ya nada fue igual para Adelina en el resto de su vida.

Carmen escuchó entre risas las confidencias de Adelina. Luego, elucubraron quién sería el buen mozo. Seguro que no era de allí, sino lo hubiesen visto antes. Llegaron a la conclusión que debía pertenecer a la empresa que estaba construyendo la nueva urbanización, unos chalets adosados a las afueras del pueblo. Acertaron de pleno. El joven Victorio – no pararon hasta saber su nombre – era aparejador , y, efectivamente, había venido con la constructora . Lo supieron aquella misma tarde, cuando salieron ambas de Misa y se lo encontraron, junto con otro muchacho bastante agraciado, fumando apoyados en un murete, viendo salir las feligresas. Pasaron ellas ruborizadas, muy cerca de ellos, intentando no mirarlos, musitando palabras entre dientes. Pero Adelina no lo pudo remediar : era superior a sus fuerzas. Al pasar junto a él ( al otro chico ni lo vió ) sus ojos se levantaron del suelo , en contra de su voluntad, y lo miraron directamente a los ojos, sin recato, roja como una amapola y casi sin respiración. El, le sonrió como en el acantilado y , dándole un codazo a su amigo, envalentonado por la mirada de ella y ( todo hay que decirlo ) por su gran seguridad en sí mismo, se acercó a ellas, cerrándoles el paso.

Adelina nunca supo lo que les habían dicho. Ni lo que contestaron ellas. Ella solo tenía ojos, alma, corazón y vida, para mirarlo a él. De repente, se vio caminando por el paseo de acacias . Delante iban Carmen y Victorio. Detrás, ella con el otro chico, Alberto.

Se gritaron como posesas, se riñeron a muerte. Carmen la había traicionado. Pero, según dijo su amiga : "En la guerra y en el amor, no hay amistades que valgan ". Carmen también estaba enamorada de Victorio . Y lo que era peor, inmensamente peor : Victorio , de Carmen.

Y no valieron los ruegos de Adelina, ni las amenazas, ni los histerismos, ni las balbucientes palabras pidiendo piedad. Carmen no se bajó del burro. Y montó en el caballo. Y trotaron Victorio y Carmen por todos los sitios en que debían haber trotado Victorio y Adelina. Y Adelina lloró, lloró y lloró. Hasta que se le secaron las lágrimas. Y su corazón , roto, sangrante, delirante de locura, quedó conectado a su mente por un hilo invisible, llevando a sus ojos unas luces intermitentes de neón en las que solamente aparecía un nombre : VICTORIO.

Pasaron las semanas. Adelina urdió un plan . Por lo menos quería estar cerca de él. Sufriendo las penas del infierno ; pero junto a él, oliéndolo, viviéndolo.

Hizo las paces con Carmen. Fingió que ya se le había pasado la calentura, la obsesión por Victorio. Que ahora le daba risa y vergüenza recordar los numeritos que había montado. Que de querer a Victorio , nada de nada. Preguntó – de pasada – por Alberto. Sabiendo que ambos amigos iban casi siempre juntos. Carmen, aliviada ( en el fondo se sentía un poco asquerosamente culpable y traidora ), arregló inmediatamente una salida entre los cuatro. Y otro día una merienda. Y una visita a la discoteca del pueblo vecino.

Alberto sí que estaba enamorado de Adelina. Ella era una chica guapa, y muy simpática cuando quería. Se lo supo engatusar. Con el alma vacía, sin ninguna ilusión, pero lo cazó. Y así tenía su coartada para estar junto a Victorio.

Y pasaron más meses. Y Carmen, con tantos paseos a caballo con el fogoso de Victorio, quedó embarazada…

Adelina mordió el almohadón, destripando su corazón de plumas. Mojándolo con las lágrimas que aún le quedaban. Y gritó en silencio su amor perdido para siempre. Y siguió con su descenso a los infiernos.

La boda se celebró inmediatamente, antes de que los rumores se extendieran por todo el pueblo. Ya era tarde ; pero todos simularon ignorancia.

La pareja estrenó uno de los chalets adosados, recién construidos. En algunos de ellos todavía trasteaban los pintores con sus brochas. Tuvieron que estar – incluso – unas semanas gastando luz de obra. Se fueron de luna de miel a Mallorca, como era de rigor. Adelina, tragándose las lágrimas, comenzó a marear a Alberto para que ellos comprasen otro chalet de la urbanización. Uno que estaba, justito , justito, pared con pared con los recién casados. Lo consiguió, claro. Y , para cuando volvieron del viaje, Carmen y Victorio se encontraron que, al año siguiente, ya iban a tener nuevos vecinos junto a su nidito de amor.

Pasaron los meses y llegó la Navidad. Carmen parecía una vaca. El día de Noche Vieja, cenaron los cuatro en casa de los recién casados. Naturalmente, Adelina, se encargó de todo. Hasta el más pequeño detalle. El marisco, muy fresco ( como que había bajado – de madrugada – a esperar a los barcos pesqueros y poder seleccionar lo mejor en la pequeña lonja ). La carne, exquisita, cocinada lentamente según una antiquísima receta, propiedad exclusiva de la abuela de Adelina. Los postres, una delicia. Las uvas, eso sí, las peló y quitó las semillas Carmen, que cada cinco segundos repetía que se encontraba como una foca. Adelina no le llevaba la contraria.

Y cenaron, y bebieron como cosacos ( todos, menos Carmen, que lo tenía prohibido ). Y Adelina exultaba dentro de su ceñidísimo traje de noche de satén negro, con su largo pelo castaño suelto sobre los hombros, el rostro maquillado a la perfección por su amiga Rosa, la mejor esteticién del Pueblo. Los hombres alabaron la cena y a la cocinera. Adelina sentía los pulsos en todo su cuerpo, palpitando en sus sienes, en sus muñecas, en su vagina…

Cantando a grito pelado, fueron caminando a la recientemente abierta discoteca del Pueblo. Carmen rumiaba su gordura , mientras terminaba de tragar las últimas uvas, deglutidas a toda prisa por los demás para celebrar el Año Nuevo.

En la discoteca, aún duraban los abrazos y los brindis. Ellos entregaron sus entradas para poder celebrar el cotillón. El suelo estaba resbaladizo, a causa de la bebida derramada y algún vómito todavía sin limpiar. Carmen se desplomó en una butaca – milagrosamente vacía – y dijo que , de allí, no la movía ni Dios. Alberto, que estaba algo mareado, se quedó haciéndole compañía. Adelina, sin darse cuenta, apretó tanto la mano de Victorio cuando se dirigían a la pista, que él la miró fijamente, comprendiéndola inmediatamente.

Se pegaron uno al otro. Ella notaba sus grandes manos . Primero en su cintura, luego en sus caderas, al final – desvergonzadamente – en sus rotundas nalgas. El calor de sus palmas traspasaba la tenue tela del vestido, pareciendo que estaban directamente sobre su piel. Ella lo enlazó por el cuello, aplastando sus generosos pechos, sus hambrientos pechos, sus sollozantes pechos, contra el tórax de su amado. El muslo de Victorio se incrustó entre las piernas de ella, rozándole la vulva, masacrándole el clítoris. Allí mismo, Adelina tuvo el segundo orgasmo de su vida, con la mirada perdida en el horizonte verde y dorado de los ojos de Victorio.

El joven estaba muy salido. No hacía el amor desde varias semanas atrás, incluso meses. Su falo se aplastaba contra el ombligo de la muchacha, como un hierro al rojo. Adelina creyó que le iba a quedar marca de la quemazón. Bajaron la intensidad de las luces para poner una tanda de bailes lentos. Las parejas fueron desapareciendo por los rincones. Adelina sintió que Victorio la empujaba a la zona más oscura, donde no se oían más que chupetones, gemidos y chasquidos. Si él creyó que tendría que convencerla, estaba muy equivocado. Ella lo poseyó, lo mordió, lo trituró. Restregó lascivamente su sexo contra el de él, empinándose todo lo que pudo sobre sus altos tacones. Succionó su lengua, morreó sus labios, tragó su saliva, como si comulgase. Las manos de Adelina no tuvieron ni un minuto de descanso. Palparon todo el cuerpo de él, de abajo a arriba y de arriba abajo. Pellizcó sus nalgas, agarró su falo, abarcándolo por fuera del pantalón, sin abrir la bragueta. Recorrió sus musculosos muslos con las manos engarfiadas. Pellizó los pezones de su amor…

La boda de Adelina y Alberto iba a celebrarse el 14 de Febrero, universal día de los enamorados. Una sangrienta burla que le hizo Adelina a su novio, sin querer. Ella lo apreciaba. Era un buen chico. Y él estaba loco por ella. Pero al lado de Victorio … no había color.

El banquete nupcial tocaba a su fín. Algún borracho trastabilleaba entre las mesas. Alberto y Adelina habían insistido en que Victorio se sentase en la misma mesa de los novios, junto a ellos. Estaba solo, pues Carmen ya estaba ingresada, salida de cuentas. El se había escapado unas horas, para estar con sus amigos. Tras el vals de rigor para romper el baile, Alberto se sentó, otra vez algo mareado. Adelina, sin dejar de mirar a Victorio – como durante todo el banquete – le hizo una seña imperceptible. El, la miró alucinado … pero se empalmó como un animal.

Adelina se quitó de cualquier forma el vestido de novia, que quedó en el suelo de la habitación, como una nube de gasa . Corrió al bidet a lavar su sexo sudoroso. Casi se había corrido mirando a Victorio. Su pechos brincaban desbordando el minúsculo sujetador de chantilly blanco. Los ligueros enmarcaban su pubis claro. Tocaron suavemente en la puerta de la habitación. Era la habitación número 31, el mismo día del mes en que había conocido a Victorio. La fiesta seguía en el gran salón del Hotel. Allí arriba todo era silencio.

Abrió la puerta como una gata en celo. Apoyado en el quicio, dubitativo, Victorio – más guapo que nunca – la miraba de arriba abajo. Ella no le dio tiempo a pensar, lo agarró del falo que abultaba su bragueta y lo atrajo hacia el interior, cerrando la puerta de golpe. Se tiró sobre él, loca, hambrienta. Le rasgó la camisa y le mamó los pezones, bajando con la boca chorreando saliva hasta el ombligo. Quitó la correa del pantalón y abrió los botones de la bragueta con manos temblorosas. Se lanzó, llorando a moco tendido, sobre el miembro, que cabeceaba un poco despistado, como su amo. Lo llevó a empujones hasta la cama, lo tendió boca arriba y se despatarró sobre él, como una bacante. Cogió la cosa dura, enorme, y la encaró hacia su abertura, empalándose de golpe ella misma. Gritó de dolor, gritó de amor, gritó de placer. El, reaccionando por fín, agarró sus blancos pechos y los estrujó, sintiendo su virilidad enfilando por el acantilado femenino, buscando el alivio de la espuma seminal.

Victorio la poseyó en media hora por todos sus orificios. La desvirgó como un animal, pues así se sentía ella : como una hembra en celo, con la vulva sangrante y el ano destrozado. El hombre quedó perplejo al ver la sangre manar de los labios vaginales.

Entonces, Alberto, todavía …

No, no quise yo. Tenías que ser tú.

Por suerte, el mareado Alberto nunca supo si había sido él u otro el que había desflorado a su mujer. Por no acordarse, no se acordaba si habían hecho el amor aquella noche. Ella si que se lo dejó muy claro a la mañana siguiente. Mimosa y satisfecha, enseñándole el paño con sangre reseca que había guardado cuando se fue Victorio…

Y comenzaron la vida marital. Alberto no sospechó nunca nada, al principio. Carmen, ya tenía bastante con el bebé, llorón y glotón. Durante toda la cuarentena, Adelina no salía de casa de su amiga, llevándole calditos a ella y algo más consistente para Victorio. Como el parto había sido difícil, a Carmen le habían tenido que dar un sinfín de puntos, y cada movimiento era un suplicio para ella. Pero, para eso estaba allí Adelina, para curarla, para cambiar el bebé, para obligarla a no levantarse y que reposara bien.

Cuando se oía a lo lejos el coche en el que venían los hombres ( iban juntos al trabajo en la construcción de un gran complejo turístico en un pueblo vecino), Adelina dejaba lo que estuviese haciendo y corría a la puerta. Daba un beso a su marido, mirando por encima de su hombro el rostro impasible de Victorio, que sonreía por la comisura de los labios. Mientras Alberto sacaba la carne o el pescado del horno y ponía la mesa, Adelina acompañaba a Victorio dentro de su casa, para ponerle de cenar. La cena de Victorio – durante aquellos cuarenta días – constaba de una mamada de Adelina, justo nada más cerrar la puerta tras ellos, y un polvo sobre la mesa de la cocina, mordiendo la muchacha el canto de la mano de Victorio para no chillar como una posesa. Los enviones que le daba el macho, hacían temblar mesa y cacharros, llegando alguna vez a desprenderse algún cazo o sartén. Quedaban ellos en suspenso, atentos a los ruidos de la habitación de Carmen. Si no se oia nada, seguían con su cópula animal, hasta que el orgasmo los vencía. Adelina se atusaba el pelo y se bajaba la ropa. Victorio se comía en cuatro bocados una fruta o un trozo de queso. La cena había acabado, hasta el día siguiente.

Pasó la cuarentena y Adelina creyó morir. Victorio tenía hambre de Carmen, mucha hambre, hambre atrasada. Adelina pasó a un segundo plano. Se tuvo que conformar con hacer el amor solo con Alberto. Con él nunca tuvo un solo orgasmo. No porque él no pusiera todo de su parte. Al contrario. Era un amante dulce, sensual, tranquilo, nada egoísta. Para él, su mujercita era lo primero. Y la besaba, la lamía, la cariciaba con dedos y lengua, con nariz, con pene … Hasta que ella, harta, pensando solo en Victorio, fingía un orgasmo para que la dejase tranquila. Fue un año horroroso para Adelina.

Llegó el verano. Carmen y Victorio se iban a pasar uno días a casa de los padres de él. Dejaron a su amiga y vecina Adelina las llaves del chalet, para que regase las plantas y echase un vistazo de cuando en cuando. Nunca se sabe.

Eran las cuatro de la tarde, un domingo en pleno mes de agosto. Alberto dormía la siesta tras haber hecho el amor sobre ella. Adelina, cuando lo oyó resoplar, se levantó sigilosa y cogió las llaves del chalet vecino. Entró, cerrando muy suavemente tras de sí. Corrió escaleras arriba, hasta el dormitorio del matrimonio. Abrió el armario ropero, buscó la ropa de Victorio y la palpó, imaginando que él estaba dentro. Sabía cual era la mesita de noche de él. La abrió, sintiéndose sucia, culpable. Pero la excitación le latía en las sienes, le chorreaba por la entrepierna. Unos preservativos, la misma marca que la que usaban ellos. Una revista porno en la que unas jovencitas se mojaban unas a otras, mostrando sus hermosos pechos desnudos a través de sus camisetas mojadas. Al fondo, un slip de Victorio. Lo sacó. Parecía usado, muy diminuto. Se imaginó todo el armamento de su amor dentro de aquél triangulito y cerró los ojos, sintiendo espasmos en su vagina. Lo llevó a su nariz, inhaló su perfume. Si, estaba sin lavar, usado, sudado por él. Incluso, en la parte delantera, unas manchitas de semen reseco. Alzó la mirada y se vió reflejada en el gran espejo de la habitación, allí, de pie, mordiendo el calzoncillo de su macho, reconociendo su olor. Levantó su corta falda veraniega y metió su mano bajo las bragas de nylón. Todo su pubis era una charca. Acarició su clítoris, metió sus dedos muy dentro, intentando encontrar recuerdos de él. Se corrió a borbotones, limpiando sus lágrimas con el slip de Victorio.

Ya habían vuelto. Las vacaciones terminadas, otra vez el trabajo.

Aquella tarde, Adelina sabía que su marido no vendría hasta después de la cena. Tenía mucho trabajo. Luego lo acercarían con un coche de la empresa. Carmen también había salido de visita y volvería al día siguiente. Ella esperaba con el corazón al galope, mirando por los visillos a cada coche que se oía, preparándose a salir en cuanto fuese él. Por fín, el ruido característico de los neumáticos al doblar la curva. Aún hacía sol. Pero el calor comenzaba a declinar. Adelina salió como una bala al jardín de su chalet. Cogió la manguera de riego y la dirigió contra sí, empapando su camiseta blanca, que rápidamente desapareció para dejar paso a la visión de sus pechos empapados, con los pezones erguidos y desafiantes. Aún tuvo tiempo de enfocar la manguera hacia las plantas del jardín, simulando que las regaba. Victorio aparcó entre los dos chalets. Se acercó a la verja del jardín de Adelina, mirándola socarronamente. Ella disimuló, saludándolo como si tal cosa, adelantando los pechos como si en ello le fuese la vida. El, dio media vuelta y salió para su casa. Adelina oyó la puerta del garage al cerrarse y corrió hasta la ducha. Se enjabóno rápidamente el pelo y se lo aclaró de cualquier forma. Casi resbaló al oir el timbre de la puerta. Salió con el albornoz agarrado por los bordes, cruzándoselo sobre los pechos. Abrió la puerta. El, con sonrisa de suficiencia, sabiendo por lo que estaba pasando ella, le puso bajo la nariz una minúscula tacita :

Dame sal, vecina, por favor.

Saboreando su triunfo, sin querer pensar en nada más, Adelina lo hizo pasar muy civilizadamente. Al cerrarse la puerta, ella abrió el albornoz de par en par, mostrando toda la mercancía. El, chulazo, le metió dos dedos por la vagina y lo atrajo hacia sí, casi sin darle importancia, como quién hace un favor. La poseyó sobre la alfombra del salón, hasta que quedó empapada con los flujos de ambos. Luego, se marchó sin mirarla a la cara.

Adelina creía enloquecer, día tras día, dejándole mensajes, mirándolo a los ojos como una cordera degollada, intentando visitar la casa vecina cuando sospechaba que estaba él solo . Victorio la usaba. Cuando quería y como quería.

Adelina quedó embarazada. No sabía de cual de los dos, ni le importaba. Ella solo vivía para el sexo con él. Todo lo demás, era una historieta que no le incumbía. Alberto comenzó a mirarla con tristeza, sospechando algo, sin atreverse a remover la cosa. Ella engordó y engordó. Un día, estando ya bastante avanzado su embarazo, sonó el teléfono. Era Victorio, desde el chalet de al lado. Su voz sonaba como ebria. Cuando contestó ella, él solo dijo :

Ven.

Sobre la marcha, poniendo un batín sobre su ligero camisón, sin importarle la hora que era, ni su estado, ni si Alberto la creía, improvisó una mentira sobre la marcha. Salió con un plato en la mano. Victorio la esperaba como un semental en celo, con el miembro al aire. La agarró de los doloridos pechos, enormes por el embarazo, la llevó a empujones de pelvis hasta el salón. Allí la hizo inclinarse sobre un brazo del sofá y , subiéndole batín y camisón, le introdujo su falo por un lado de la braga, desde la parte de atrás. Ella clavó las uñas en la tapicería de cuero, levantando la grupa para que él se la metiese más hondo. La inundó con su semen espeso y copioso y luego, dándole una nalgada, la mandó a su casa.

Al día siguiente Adelina dio a luz. Fue un niño. Muy hermoso y de ojos verdes. Alberto tragó con lo que hubiera que tragar. Sería su hijo. Su primogénito.Y no quería ver lo mucho que se parecían los niños de Adelina y de Carmen.

Adelina no quiso dar el pecho al niño. No quería estropear su figura. Comenzó una dieta terrible que casi la dejó en los huesos. Pero , en pocas semanas, lo del embarazo parecía una cosa que no había ocurrido.Y ella siguió vistiendo los trajes ajustados, sensuales. Sobre todo a la hora que llegaba Victorio.

Y continuó el calvario. Ahora a él no le daba morbo hacerlo con Adelina. Y ella pasaba el mar a nado tratando de incitarlo, de provocarlo. Una noche, ya tarde, lo oyó trastear en su garage. Se quitó las bragas quedando solo con una ligera bata de estar por casa. Cogió la bolsa de basura y salió al contenedor. Efectivamente, había luz en el garage de los vecinos. La puerta mecánica, estaba un poco subida y , desde la calle, se veían los pies de Victorio, en chancletas, de un lado a otro. Entró Adelina en el jardín ( nunca lo cerraban ). Subió lentamente la puerta del garage hasta que hubo hueco para pasar por debajo, casi arrastrándose. El, estaba en cuclillas, con una pieza del coche y un destornillador en la mano. Llevaba unos pantalones cortos de pijama, sin nada debajo. Por la abertura lateral, le asomaba un testículo grueso, algo aplastado por el borde del pantalón. Ella, sin decir nada, se acuclilló frente a él, a un metro escaso. Abrió los muslos, muy cosciente de que Victorio miraría su entrepierna desnuda. Efectivamente, el miembro del hombre comenzó a notarse bajo el corto pantalón. Abrió la mujer un poco más los muslos, diciéndole algo sobre el calor. Al final , Victorio, adelantó una mano y la metió directamente entre las piernas de ella, acariciando la raja húmeda. Ella cerró los ojos y esperó. Segundos después, Victorio apoyaba sobre su boca el endurecido falo. La abrio ella, tragando la estaca hasta las amígdalas. Comenzó él un metisaca rápido en la boca de Adelina. Sus gemidos al correrse se confundieron con el llanto del niño, allá arriba, y la voz de Carmen gritándole que subiera de una puñetera vez.

Adelina, por una vez, estaba jugando con su hijo, que chillaba de placer dentro del parque. Sonó el timbre. Se acercó – sin acordarse, por una vez desde que lo había conocido, de Victorio. Era un policía. El corazón le dio un vuelco. Preguntaron por Carmen. Ella señaló la vivienda de al lado, con un dedo tembloroso. Los siguió cuando tocaron el timbre, sin acordarse de su hijo. Oyó, desde abajo, los gritos de Carmen cuando le comunicaron el accidente de Victorio … y su fallecimiento. Adelina abrió la boca también para gritar, pero no le salió el grito. La encontraron , desmayada, los policias cuando bajaban acompañando a una llorosa Carmen.

Era la tarde del día siguiente al entierro de Victorio. Adelina había rebuscado en su armario, amontonando la ropa, hasta que lo encontró. Era el vestido que llevaba el día que conoció a Victorio. Aún le venía bien. La bicicleta la rescató bajo un montón de trastos, en el garage. Pedaleó hasta el acantilado. Se sentó en el mismo punto en que estaba cuando apareció Victorio , sonriente sobre su caballo. La mirada perdida en el horizonte. La mano agarrando en un puñado su pubis. Ya casi no se veía. Los últimos rayos de sol brillaban en el horizonte, como una tea cuando se apaga.

Adelina subió a su bicicleta. Pedaleó unos cuantos metros, camino hacia casa. Luego, dio media vuelta, pedaleó fuertemente y , saltando como una exhalación , dejando atrás el borde del acantilado, cayó a plomo sobre las rocas de abajo, musitando :

VICTORIO, VICTORIO, VICT…..

 

Carletto.

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Morbo (2: Verano)

Morbo (1: Primavera)

Los Cortos de Carletto: La flema inglesa

Los Cortos de Carletto: Cuarentena

Los Cortos de Carletto: Paquita

Los Cortos de Carletto: El Cuadro

Don de Lenguas

Los cortos de Carletto: El extraño pájaro

Locura (9 - Capítulo Final)

Los cortos de Carletto: El baile

La Vergüenza

Locura (8)

Locura (7)

El ascensor

Locura (5)

Locura (6)

Vegetales

Costras

Locura (4)

Locura (3)

Locura (2)

Locura (1)

Negocios

Sensualidad

Bromuro

Segadores

Madre

Sexo barato

Cunnilingus

La Promesa

Cloe (4: La bacanal romana)

Nadie

Mis Recuerdos (3)

Bus-Stop

Ritos de Iniciación

La amazona

Mis Recuerdos (2)

Caricias

La petición de mano

Mis Recuerdos (1)

Diario de un semental

Carmencita de Viaje

Macarena (4: Noche de Mayo)

Solterona

El secreto de Carmencita

La Pícara Carmencita

La Puta

Macarena (3: El tributo de los donceles)

Costumbres Ancestrales

Cloe (3: El eunuco del Harén)

Macarena (2: Derecho de Pernada)

La Muñeca

Cloe (2: La Prostituta Sagrada)

Soledad

Cloe (1: Danzarina de Isis)

El Balneario

Escrúpulos

Macarena

La tomatina

Dialogo entre lesbos y priapo

Novici@ (2)

Catador de almejas

Antagonistas

Fiestas de Verano

El chaval del armario: Sorpresa, sorpresa

Huerto bien regado

Guardando el luto

Transformación

El tanga negro

Diario de una ninfómana

Descubriendo a papá

La visita (4)

La visita (2)

La visita (1)