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Madame Zelle (07: El licor de la vida)

en Grandes Series

MADAME ZELLE

Resumen de lo acontecido : Li-an, la mujer china escapada de su aldea natal junto a su amante, ha recorrido un largo trecho salpicado de gozos y de sombras. Prostituida por amor, viuda y madre, amante de una mujer pirata, se encuentra finalmente con que su hija Flor de Cerezo, de catorce años, la acaba de hacer abuela de un niño. Camila, la muchachita holandesa que es su ahijada de leche, acaba de fallecer de parto, dejándole la misión de criar como aya a su niñita recién nacida Margaretha Zelle. El padre de su yerno Daniel - Ignacio Rebull - se suicidó recientemente al no poder asumir su homosexualidad latente, destapada ante sí mismo a raiz de su relación de una noche con el primer actor de la Opera de Pekín. Su viuda, Mariona, cae en una profunda depresión de la que saldrá con unos apetitos de sexo insospechados en ella.

 

Capítulo VII.- El licor de la vida

 

Amparados en las sombras de la noche, Flor de Cerezo y Daniel caminaron sigilosos por la cubierta de la goleta "Mártires de Tun-king". Sobre la superficie del mar, extrañamente calmado, apenas se atisbaba ni una ola. La luna asomaba intermitente entre nubarrones oscuros, que habían sido rojizos la mayor parte de la tarde. Desde la popa de la embarcación llegaban, medio apagadas, las risotadas de unos cuantos marineros ebrios como cubas.

Los dos jóvenes suspiraron al unísono, felices de poder disfrutar-siquiera unos instantes- del lujo enorme de la soledad. Eran demasiadas semanas las que habían pasado prácticamente encerrados en el camarote, todos juntos en un revoltijo de cuerpos sudorosos, chillidos de niños pequeños, gruñidos de la vieja Dueña y lloros de la infeliz Li-an, separada para siempre de su amor la Capitana Ching. La madre de Daniel, Mariona Pujol, había salido de la depresión post-mortem de su esposo Ignacio Rebull, para caer en un extraño estado de risas sin sentido y masturbaciones frenéticas, apenas disimuladas por la – antaño – remilgada catalana.

¡Había sucedido todo tan deprisa!.

***

El que tenía la culpa, o la disculpa, era Armando Alberoni , un español con ancestros italianos, marino y geógrafo, pescador de perlas, buscador de tesoros y aventurero intrépido que había dado con un galeón español hundido con una carga enorme de lingotes de plata. Visionario, enemigo acérrimo de la tiranía y la esclavitud, al convertirse en inmensamente rico se había propuesto la misión de liberar a los cientos de cautivos de los piratas moros y malayos.

La salida de Bali la había organizado la Capitana Ching meses antes. En uno de sus barcos habían navegado rumbo a Timor, desde donde estaba programado el embarque de Flor de Cerezo, Daniel, su madre Mariona y los niños Albert y Margaretha , en un buque holandés rumbo a Europa. Sandok, una vez enterrada Camila, había vuelto a la India, dejando a su hija recién nacida en manos de la familia Rebull para que la hiciesen llegar a su abuelo materno, el holandés Señor Zeller. La Dueña, una vez dejados los viajeros en su destino, sería llevada de vuelta a Hong-Kong, donde esperaba morir tranquilamente. Esos eran los planes. La realidad fue otra distinta.

Tras larga travesía , entraron en el Mar de Banda. Aquél había sido el sitio elegido por los piratas que llevaba la Capitana Ching como marineros, para rebelarse y traicionarla. Eliminada la Capitana, el camino quedó explícito para tratar con el rescatador español, que pagó a peso de oro la "liberación" de los prisioneros. Fueron cambiados de barco y metidos en un agobiante camarote, sin que el capitán Alberoni quisiera atender lo que los prisioneros rescatados le querían explicar, puesto que sufría de unas terribles cefaleas que lo dejaban incapacitado para levantar la cabeza de la almohada durante días y días.

Cuando el buen hombre pudo atenderles, quiso remediar su error llevándoles lo antes posible a Timor, para ver si alcanzaban la isla antes de que zarpase el buque holandés. Pero un incompetente suboficial había errado la dirección correcta, la brújula y los otros aparatos necesarios para navegar no funcionaban correctamente y en la cabina de mando todo era un caos.

Pero, eso, a Flor de Cerezo y a Daniel, en aquellos instantes no les importaba en absoluto.

***

La proa de la goleta rompía silenciosamente el agua. Simplemente un rumor, un olor salino, una fresca brisa que daba en sus rostros acalorados. ¡ Hacía tanto calor en el camarote!.

Flor de Cerezo subió sobre un rollo de cuerda. Daniel la sujetaba por la cintura, muy pegado a la espalda de su jovencísima esposa. El cabello suelto de la muchacha daba suaves latigazos contra el rostro del joven. Las manos del muchacho abrieron la blusa y una ráfaga de aire húmedo endureció los pezones femeninos. Flor de Cerezo elevó los brazos y los puso en cruz, dejando su cuerpo a merced de las manos viriles de Daniel, que la abrazó abarcándole los erectos senos. Las gotas de agua salpicaban su rostro, su cuello, sus pechos y su vientre. Notó el latido de su sexo, con el hambre atrasada de varias semanas. Tras de ella, Daniel soltó el cinturón de sus pantalones, afianzando con mano trémula su virilidad frenética. Volvió a sujetar la cintura de su esposa, pero esta vez fue para elevarla en el aire y dejarla caer muy lentamente, haciendo que su verga rozase por sus muslos, por sus nalgas…La muchacha arqueó de forma incipiente sus muslos, elevando las nalgas y poniendo en primerísimo plano la regata de su sexo. No tuvieron muchos preliminares. El miembro se hundió hasta las profundidades vaginales con un ansia que los dejó clavados uno dentro del otro. La muchacha se sujetó al mascarón de proa (del que ella misma parecía un duplicado en carne y hueso) y comenzó un vaivén frenético ensartándose en el grueso falo de su esposo. Daniel, sujetándola en volandas, hincaba su ariete entre gemidos sonoros que se perdían en la inmensidad del mar.

En el negro horizonte, un relámpago iluminó las crestas espumosas de unas olas encrespadas.

***

Mariona Pujol tampoco estaba en el camarote. Como todas las noches, había salido sigilosa, olfateando con su nariz aquilina lo que más deseaba: el olor a hombre.

Durante toda su vida había estado reprimida, sojuzgada, aniquilada por unas costumbres sociales que impedían a una niña, a una señorita, a una dama, dejar entrever sus inclinaciones reales. Se había sentido agobiada, ahogada en un matrimonio en el que el amor era inexistente y el deseo imposible. Su marido había sido un témpano de hielo en la cama. Jamás había –literalmente-movido un dedo para darle ningún placer, y apenas habían copulado durante todo su matrimonio más allá de tres o cuatro veces. Y, todas ellas, Mariona había tenido que aguantar la humillación de saber a Ignacio manipulando su sexo tras un biombo en la alcoba conyugal, intentando la imprescindible erección para poder cumplir con el débito matrimonial. Débito que –según él- consistía en subir de dos zancadas arriba de la cama, aguantando la verga casi invisible en su puño cerrado y montar a Mariona que esperaba con el vientre desnudo, levantado el tupido camisón hasta los pechos agarrotados en un sollozo , y ensartarla en dos o tres vaivenes … derramándose en pocos segundos. Desde el momento que Mariona quedó embarazada de su hijo Daniel, ni siquiera volvieron a repetir tan escuetos "actos de amor".

Por eso, desde que quedó viuda, Mariona había pensado mucho. Tuvo depresión, sí, pero una depresión que fue aprovechada para replantearse la vida, para decidir lo que realmente quería hacer con su recién adquirida libertad. Y su decisión fue que quería disfrutar de su cuerpo. Comenzando por el principio. Las masturbaciones que nunca llevó a cabo por motivos religiosos, por su carácter de niña reprimida hasta términos de locura. Y de ahí sus autocaricias a todas horas, con cualquier objeto, sin caer en la cuenta de si estaba sola o acompañada. Pasó de tener un miedo terrible a ser descubierta en cualquier "acto deshonesto"… a desear que la mirasen. A escandalizar, en suma.

¡Qué bien estaba en aquellos momentos!. Ondeando al fuerte viento la bata abierta de arriba abajo. Mostrando los pletóricos senos de reciente cuarentona, lamiendo con fruición los dedos de su mano, acariciándose entre los muslos, volviendo a lamerse sus jugos salinos…Sonriendo a las olas, a la luna intermitente apenas vislumbrada entre los nubarrones amenazantes, a los relámpagos cercanos, a los marinos ebrios tambaleantes ante ella con las vergas al aire…

Un trueno acalló el rumor del oleaje. Mariona-perdiendo el equilibrio-cayó de rodillas sobre la cubierta sin dejar de reír, de masturbarse, de incitar a los marinos. Seis vergas amenazantes la rodearon. Seis manos frenéticas que subían y bajaban por la carne lacerada por la sal y restos de semen reseco. Seis chorros de esperma, espasmódicos, intermitentes, densos, que cayeron como fuentes sobre su rostro, su pelo, sus pechos y todo su cuerpo, dejándola chorreante y viscosa, tibia y perfumada con lo que más deseaba ella: el olor a hombre. Y bajo ellos, el latido de la cubierta, gimiendo, chirriando ante el acoso del mar embravecido.

Después, sonó la campana de alarma y el mundo enloqueció.

***

 

Los sobrevivientes del naufragio no supieron que estaban en Nueva Guinea hasta bastante tiempo después. Li-an dejó de llorar por la Capitana Ching … para dedicar todo su caudal de lágrimas por su hija Flor de Cerezo. El Océano también se había tragado a la Dueña dejando vivas a Li-an, Mariona, las dos criaturas y a Daniel, que parecía un loco desgreñado, aullando a todas horas por su amor perdido.

Muertos de sed, de hambre, de insolación, no fueron conscientes de que la frágil barca quedaba atorada en unos arrecifes cercanos a una playa. Mariona sacó fuerzas de flaqueza y animó a los demás para un último esfuerzo, quedando todos derrengados sobre la arena y a la sombra de unos cocoteros. Luego perdieron el conocimiento.

Los Etoro no hacían ningún esfuerzo por apilar la maleza ni por limpiar de residuos sus huertos de tiquisque y banano. Primero talaban los árboles más grandes para formar una red de troncos, que mantenía a la mayor parte de la madera por encima del suelo, previniendo daños a los cultivos. Los árboles restantes eran talados transversalmente a estos troncos, de forma irregular, y se dejaban sin recortar dando una apariencia general del huerto como si fuese una sección del bosque afectada por un tornado. Las hojas y ramas pequeñas se descomponían, liberando gradualmente los nutrientes, y dejando crecer el tiquisque y los bananos a través de los deshechos.

A la sombra de uno de estos huertos, sin saber cómo, despertó Mariona. Junto a su cara, a escasos centímetros de su nariz, una horripilante visión la hizo gritar desaforadamente. El chillido, inhumano, asustó de tal forma a la visión que – estando en cuclillas – cayó de espaldas con un gran revuelo de hojas de palma. El cambio de espectáculo fue tan brusco, que la señora catalana interrumpió su chillido de golpe, admirada de lo que el asustado indígena le estaba mostrando bajo el escueto faldellín que le servía de taparrabos. Un hombre con tal maravilla entre las piernas no podía ser malo, así que procuró calmarse y tomar el control de la situación.

***

La primera noche con la tribu aborigen fue de espanto. Tuvieron la mala suerte de que había fallecido recientemente una madre de familia, y estaban celebrando el funeral. El viudo, ataviado con sus mejores galas, ostentaba sobre el rostro una máscara hecha con el caparazón de una tortuga. Largas plumas de ave desfiguraban lo humano del rostro, formando la amenazadora boca un derroche de dientes de perro, y sus ojos penetrantes, valvas de molusco. Por suerte, los niños se habían dormido antes de la ceremonia, porque el choque hubiese sido brutal.

Una vez se acostumbraron al aspecto de las máscaras, los extranjeros fueron relajándose, incluso disfrutaron de los movimientos de los danzarines y de las bandejas repletas de frutas tropicales. Avanzada la noche, tras beber de un delicioso licor con fuerte sabor a coco, les sirvieron un platillo con una pequeña porción de carne de aspecto blancuzco. La saborearon con aprensión, pero su rico sabor les encantó y esperaron ansiosos una segunda ronda. Por suerte no llegó, puesto que al final de la noche, cuando ya el alba clareaba entre las hojas de las palmeras y de los fuegos solamente quedaban las brasas, tuvieron que pasar a la choza funeraria para "conocer" a la difunta.

Sobre un gran catafalco cuajado de flores, una oronda mujer descansaba en paz. Junto al cuerpo, colocado artísticamente sobre una mesita bajera, reposaba la cabeza cercenada. El cráneo-al que le habían quitado la parte de arriba- semejaba una olla destapada. Una olla en la que su contenido ya no estaba.

Tras los irremediables vómitos, fueron repartidos en razón a su sexo entre la cabaña de los hombres y de las mujeres. Daniel, con el asco todavía aleteando en la boca del estómago, pudo dormirse finalmente.

Por suerte, en su sueño, lo visitó Flor de Cerezo, más bella si cabe que en vida. Y el pobre viudo, por lo menos, pudo gozar durante un tiempo de las caricias irreales que le prodigó la muchacha en su cuerpo encalabrinado.

***

La verga de Daniel era succionada de tal forma, que el muchacho – todavía con los ojos cerrados – elevaba las caderas para que su carne no dejase de estar en ningún momento dentro de la húmeda boca que la albergaba. Su alma, su corazón, deseaba con todas sus fuerzas que fuese su esposa, Flor de Cerezo, la que lo estuviese acariciando con una felación tan exquisita, pero su cerebro, su mente, le negaban tal posibilidad. La boca chupadora tragaba todo su miembro, llegando hasta el velludo pubis del rubio catalán. Salía poco a poco, acariciando con labios, dientes y lengua toda la superficie del pene, demorándose con los labios en el glande y volviendo a tragar una y otra vez … hasta que el chorro potente salió en varios trallazos, yendo a parar en la boca receptora que no perdió ni una sola gota.

Los gritos del chiquillo atrajeron al resto de los hombres que compartían la choza comunal. Daniel, furioso, le golpeaba cruelmente, abofeteando las mejillas y la boca sucias aún de su propio esperma.

El adolescente fue recriminado por un hombre anciano, con la seguridad de que era culpable del enfado del extranjero. Entre hipidos, el chico dio sus razones – que Daniel no entendió- y los adultos dejaron de dar la razón al adulto extranjero para mirarlo con asombro. El asombrado, entonces, fue Daniel, pues le daba la impresión de que lo que había hecho el muchacho (hacerle una felación ) no solamente no era mal visto por los integrantes de la tribu, sino que les parecía lo más normal del mundo.

No fue la última vez que le ocurrió algo igual. En la cabaña comunal de los hombres, varias veces despertó al sentirse mamado en sus partes viriles, teniendo que apartar- una y otra vez- a distintos muchachitos y adolescentes que querían prenderse de su verga como los mamoncillos de la teta de su madre.

En principio creyó que era debido a su condición de extranjero, y que esa sería una forma extraña de querer "conocerlo"; pero esa teoría quedó por los suelos al percatarse de que en varios rincones de la choza comunal, distintos varones ofrecían sus penes enhiestos a las bocas reverentes de adolescentes tragones.

Por otra parte, Mariona-su madre-se quejaba de que el amante nativo que la había alegrado hasta el fondo (muy hasta el fondo) tres días seguidos…parecía que la rehuía con temor, como avergonzándose de tener relaciones con una mujer.

Li-an, ajena a estos dimes y diretes, apenas escuchaba las conversaciones de madre e hijo (que, por otra parte, no entendía prácticamente pues solían hablan en catalán entre ellos), y se dedicaba a jugar con los pequeños que acababan de cumplir seis años. Su nieto Albert, miraba con ojos asombrados los movimientos ondulantes de su amiga y compañera de juegos Margaretha, que imitaba los bailes de bayadera que le había enseñado Flor de Cerezo antes de morir ahogada.

Daniel se acostumbró a dormir metido dentro de una especie de saco de esparto y palma, temiendo verse asaltado por las veleidades mamonas de los muchachitos de la aldea. Su natural, antaño abierto a todas las posibilidades sexuales, fue cambiando gradualmente hasta devenir en pudibundeces de monja gazmoña. Nunca se bañaba delante de otros hombres, y en la cabaña comunal procuraba no dejar nunca a la vista sus partes viriles. Notaba algo raro en todo aquel consumo de semen por parte de la chiquillería del poblado. No. Aquello no se ajustaba a un simple intercambio homosexual. Había algo más.

El "algo más" quedó explicado cuando llegó el inglés. Un aventurero, medio investigador, medio misionero, medio todo. Les informó que se encontraban en Papúa, una región de Nueva Guinea. El pueblo que los había acogido eran los Etoro y, entre risas, les contó que la cultura de los indígenas no les permitía tener relaciones sexuales heterosexuales más que unos 100 días al año. El resto del tiempo eran tabú. Un hombre y una mujer, fuera de esos días, no podían realizar conjuntamente actos sexuales dentro de la aldea, y solamente podían verse – medio a escondidas- en plena selva. El semen era necesario para dar fuerza vital al feto, y los hombres consideraban que solamente poseían una cantidad limitada del "licor de la vida", y la sexualidad socavaba la vitalidad masculina. El nacimiento de niños era un sacrificio necesario… que conduciría la eventual muerte del esposo .La relación sexual heterosexual era solo necesaria para la reproducción, y se evitaba el resto del tiempo.

Mariona suspiró aliviada : entonces no era culpa de ella el que su hermoso semental la rehuyese siempre que se le acercaba dentro de la aldea, sino que el pobre hombre no quería ser juzgado por haber roto el "tabú". La lasciva catalana sonrió para sus adentros y elucubró la forma de pasar por encima de esa costumbre tan idiota: "Hecha la Ley, hecha la Trampa", pensó rápidamente.

Por la noche, Daniel insistió en que el inglés montase su yacija junto a la suya. Quería tenerle cerca para ver si le podía explicar los depravados actos nocturnos que tenían lugar en aquel sitio. Metido dentro de su cápsula de esparto y palma, Daniel esperó con el ojo avizor para ver la reacción del misionero. A la tenue luz de una única antorcha, la choza estaba prácticamente a oscuras. Una sombra se levantó de una yacija apartada y se acercó sigilosa hasta las proximidades de los dos europeos. Un muchachito de dientes blanquísimos se arrodilló junto al inglés que bufaba inmerso en el sueño. El chico adelantó su mano para retirar la burda tela que cubría el cuerpo desnudo del hombre. Daniel, nervioso, le hizo señas con la mano desde su yacija, como si espantase a un molesto animalillo. El muchacho le dijo unas palabras en tono interrogante, sin apartar la mano de la entrepierna del otro. Entre los susurros y la caricia que le estaban dando al pene, se despertó el inglés, con lo que Daniel respiró aliviado. Pero su sorpresa fue tremenda cuando el adulto, lejos de recriminar al adolescente su intento, le dio todas las facilidades para que pudiese practicar una espectacular felación.

Mientras se retorcía de placer, el inglés le explicó a Daniel a qué se debía tan curiosa ( y placentera costumbre):

 

"Los actos homosexuales se consideran esenciales entre los Etoro. Los muchachos deben adquirir el semen oralmente de los hombres mayores para recibir su cuota de virilidad, y no existen tabúes relacionados con esto. Estas relaciones entre los varones mayores y los más jóvenes, son culturalmente esenciales, aunque se evitan entre los chicos de la misma edad".

Daniel quedó boquiabierto con esa sesuda explicación. Le asaltaron multitud de dudas al respecto, pero las acalló de inmediato. Pensó en la famosa frase de:"Donde fueres haz lo que vieres", quitó en dos patadas el saco de palma en el que estaba metido y, chascando los dedos hacia los ojos que intuía entre las sombras, abrió los muslos y cerró los ojos para que, algún afortunado, bebiese de él su ración de licor de la vida.

***

Bajo la inmensa floresta, rodeados de plantas tropicales, Mariona y su enamorado gozaban de los placeres prohibidos. A la mujer no le había costado mucho convencer al musculoso aborigen , y se habían encontrado-sigilosos-en una parte de la selva bien abrigada por los árboles y que estaba en el borde un alto acantilado. La verga, embadurnada en aceite de coco, penetraba sin dificultad por la otrora triste hendidura de la catalana. Ahora gozaba como una loca, bien lleno su hueco por la carne ardientemente abundante del muchacho Etoro. Flores de colores imposibles revoloteaban por el aire antes de caer sobre los cuerpos desnudos, impregnándolos de aromas selváticos. Una boa les miraba fijamente, medio enroscada medio descolgada de una alta rama. Las plumas inverosímilmente bellas de unos papagayos estaban en el punto de mira de Mariona, que oteaba sobre el hombro sudoroso de su penetrador mientras agitaba sus caderas con una sabiduría innata. Se oyó un ruido lejano, raro en aquella selva poblada de raros ruidos. Volaron los papagayos y quedó a la vista de la mujer el horizonte verdiazul. Un horizonte en el que se recortaba la silueta majestuosa de un buque de guerra holandés.

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