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Cloe la Egipcia

en Grandes Relatos

CLOE LA EGIPCIA

I - DANZARINA DE ISIS

 

La niña jugaba sobre el montón de tierra con el resto de desarrapados de la calle. Su delgado cuerpecito, aún lejos de la pubertad, brillaba bajo el sol vespertino de Alejandría. Un sucísimo taparrabos ocultaba sus partes pudendas. Toda ella en un prodigio de delgadez y flexibilidad, con unos movimientos armoniosos que la hacían destacar del resto de la chiquillería.

Un palanquín se detuvo a la sombra de unas datileras. Los chiquillos siguieron con sus juegos, arrojándose tierra unos a otros, con lo que el polvo cubría a todos los participantes. Al acercarse al grupo un esclavo muy bien vestido se hizo un silencio expectante. Pasados unos minutos, cuando el polvo se posó sobre el suelo y dejó alguna visibilidad, el hombre señaló a cuatro de los niños y dijo con voz autoritaria :

Tú, tú, tú y tú : Acercaos al palanquín.

Cloe se adelantó a los demás, curiosa por naturaleza. Una mano blanca, larga y muy enjoyada, apartó la cortina de la litera y la niña se encontró con unos ojos muy negros, acentuados con pintura de khol, que la miraban apreciativamente. La vieja meretriz le preguntó su edad, su nombre y la dirección de su casa. Luego la hizo alejarse con un gesto de su arrugada mano.

Al caer la noche, Cloe acudió a su casa con desgana, arrastrando los pies por el polvo de la calle. Sabía que le esperaba una azotaina. Como siempre. Intentó escabullirse entrando corriendo hasta el cuartucho que compartí con sus hermanos, pero la voz estridente de su madre la hizo frenar en seco :

Cloe : ¡ ven aquí inmediatamente!.

En la cocina estaba su madre, muy sofocada, haciendo reverencias al esclavo del palanquín. No la informó que la había vendido por unas monedas al lupanar de adolescentes más prestigioso de todo Egipto. Simplemente le dijo :

Coge tus cosas y ve con él.

Un lagrimón surcó la suciedad de la cara de la niña. No lloraba por su madre, ni siquiera por sus hermanos, sino por sus amigos del montón de tierra y, sobre todo, por Hamed.

El esclavo la llevó de la mano atravesando toda Alejandría. Cuando la niña sentía ya entumecidas sus piernas por la caminata, el hombre paró ante un portalón del que colgaba un linterna roja. Hizo una llamada especial e inmediatamente le dejaron el paso libre. Entraron a un patio lleno de palmeras. Los surtidores de agua refrescaban el ambiente y hacían más soportable aquella noche del estío egipcio. Cloe fue llevaba directamente a una sala de baños donde la esperaban dos muchachas poco mayores que ella. Le preguntaron su nombre mientras la despojaban del harapo que cubría sus partes pudendas. Luego la metieron en una pequeña piscina , donde procedieron a frotarla y a enjabonarla varias veces. Una vez le aclaraban una espuma, cambiaban de jabón, incrementando la calidad y el perfume del mismo. Cloe creía flotar en una nube. Jamás se había visto tan limpia.

Tras secarla con mullidos paños, la hicieron tumbarse sobre una mesa de mármol. Entonces acudió una mujer más adulta. Muy sonriente, besó en la frente a la niña y le hizo cosquillas en el cuero cabelludo para que se relajase. Luego, con la ayuda de las otras dos muchachas, untó a Cloe desde la cabeza a los pies con un ungüento de un aroma tan intenso que las aletas de la nariz de la niña se abrieron involuntariamente. De repente, su pequeño corazón dejó de latir al ver acercarse a la mujer con una afiladísima navaja de afeitar. Temblando, dejó que le rasuraran todo el cuerpo, desde los tobillos hasta el cuello, sin dejar una porción de piel con el más mínimo vello. Luego, sollozando y muerta de miedo, dejó que le afeitasen las cejas y la cabeza. Cuando terminaron, volvieron a meterla en una bañera llena hasta los bodes de un líquido blanco ( tiempo después supo que era leche de burra ), donde la lavaron y masajearon. Finalmente, la enjuagaron con agua de rosas y , tras secarla muy suavemente, la dejaron completamente sola tendida sobre un mesa de mármol.

Esta vez entró un eunuco. Sus colgantes pechos estaban atravesados en los pezones con unos aretes de oro. Un faldellín blanco alrededor de sus opulentas caderas ocultaban su amputada virilidad. Tenía voz chillona, pero su mirada era la más dulce que jamás se había posado sobre Cloe. La niña sintió una inmediata confianza en aquel ser, y dejó que manipulase su cuerpo desnudo a su antojo. Tras dedicarle una especie de gorjeos imitando a un pajarito, el eunuco buscó con ternura casi maternal los pequeños labios del sexo de Cloe. Pulgada a pulgada, introdujo su índice en la infantil vagina y , en cuanto llegó al tope deseado, sacó inmediatamente el dedo con una sonrisa de oreja a oreja :

¡Es virgen nuestra palomita ! – dijo en un susurro, hablando para sí mismo.

Tras pasar esta prueba, Cloe fue dejada en manos de un ejército de profesionales de la belleza, que maquillaron sus ojos y sus mejillas dándoles una nueva vida con sus afeites. Frotaron su calva cabeza con aceite perfumado. A sus pequeños labios les dieron más grosor resaltándolos con un lápiz especial. Luego los pintaron de un rosa pálido con pequeños pinceles de pelo humano. Sus planos pezones recibieron el mismo tratamiento. En el ombligo le incrustaron un rubí que lanzaba destellos a cada movimiento de su vientre. Finalmente, colocaron en su cabeza una hermosa peluca de pelo negrísimo, hecha a la medida, que resaltó la belleza extrema de su rostro de tal forma que la niña no se reconoció al mirarse en el espejo.

Desde ese momento Cloe ya era una pupila de la Casa del Placer. Su misión era aprender todos los secretos de la profesión para ofrecer a los clientes las mayores perversiones, los placeres más exquisitos, la depravación más oscura.

***

Despertó Cloe con el cuerpo sudoroso. Ya habían pasado muchos meses desde su llegada a la Casa del Placer. Su cuerpo, bien alimentado y con el ejercicio apropiado, era una maravilla en miniatura. Sus pequeños senos ya despuntaban y, si no fuese por el rasurado diario, su pubis ya estaría bastante poblado. Su mente infantil ya no existía, pues con lo que ya sabía por lo observado en sus juegos callejeros, la convivencia en su casa y lo mucho aprendido de sus maestras de la Casa del Placer, mentalmente era ya una meretriz consumada. Físicamente seguía siendo virgen , aunque por poco tiempo, ya que durante la próxima noche sería subastada al mejor postor para que consumiese su virginidad como el que paladea una exquisita y rarísima comida.

Llegada la noche, en el salón más amplio de la Casa se había preparado el escenario para que las neófitas danzasen ante los posibles interesados en la subasta. Colgaduras de finísimo velos volaban etéreas, como girones de niebla, a la menor corriente de aire. El oro de las jarras, copas y cubiertos, brillaba bajo la luz de las antorchas. Corría el vino de buena calidad, así como el hidromiel y otros licores de exóticas procedencias. La sensualidad se palpaba en el ambiente. Los criados se desvivían corriendo entre los triclinios, llevando frutas y pastelitos empalagosos cocinados con higos, dátiles y frutos secos. La cena se había servido – para los invitados más importantes – en los aposentos de la Dueña. El resto había llegado ya cenado de sus casas. Se susurraba entre las mesas que – seguramente- aquella noche les honraría con su presencia el Sumo Sacerdote de una Diosa. No se sabía cual , pero seguro que una de las más importantes.

Tras oír unas vigorosas palmadas, se hizo el silencio en la enorme sala. Un caramillo dejó sonar sus dulces notas y tres danzarinas saltaron al escenario. Iban cubiertas de velos, pero pronto quedaron en sucintos faldellines que caían haciendo pliegues desde sus rasurados pubis. Los cuerpos se contorsionaban, saltaban, giraban, hacía cabriolas. Al final se desprendían de una última prenda y aparecían sus sexos lampiños, cuyos labios habían abultado artificialmente con crema excitante.

En una segunda remesa, al ritmo de tambores tribales salieron seis jovencitos cubiertos con pieles de leopardo. Simularon luchar entre ellos, forzando sus cuerpos para exhibir con más precisión sus excelentes musculaturas. Quedaron desnudos, con sus colgantes penes totalmente afeitados. Simularon copular en una lucha cuerpo a cuerpo. Tres de ellos fueron elegidos antes de acabar la danza. Terminada esta parte del espectáculo se anunció un descanso. Mientras una esclava gorda intentaba dar un concierto de ocarina ( sin conseguir que nadie le hiciese el menor caso ) los invitados hicieron corrillos para comentar lo visto hasta entonces.

Antes de comenzar la tercera parte, una pequeña comitiva tomó asiento tras unas cortinas más reservadas. Desde allí podían observar sin ser visto. Se hizo el silencio.

Acompañada únicamente por unos crótalos que hacía tintinear en sus dedos, saltó Cloe al escenario dando un triple salto en el aire que dejó sin aliento a los invitados. Sus pequeños senos temblaban ligeramente a cada brinco. Con un gesto elegante se desprendió de la peluca y un rumor, entre escandalizado y maravillado se extendió en el salón. Su cuerpo, prácticamente desnudo, comenzó una danza frenética, voluptuosa y carnal. Los invitados no veían a la niña que era todavía : ante ellos danzaba una hembra ansiosa de macho, una hetaira que ofrecía su cuerpo para que peleasen a muerte por ella.

Como colofón de la danza, entraron dos danzarines varones. Hermosísimos ambos. Eran unos años mayores que Cloe, ya estaban desnudos y sus miembros erectos amenazaban a la concurrencia. Tras enlazarse en unos pasos de baile con la muchacha, acariciaron su cuerpo de una forma tan lúbrica, que varios invitados comenzaron a masturbarse sin pudor. Algunas invitadas ocultaban sus manos bajo los vestidos, manipulando sus rajas chorreantes. Finalmente, Cloe se puso en medio de los dos danzarines, aguardando éstos con las manos en las caderas y los muslos ligeramente abiertos, presentando armas. Cloe se dobló desde la cintura hacia atrás, de tal forma que su boca buscaba el miembro del que tenía a sus espaldas y su vagina quedaba ofrecida al de delante. Sujetó el glande con los labios mientras el otro muchacho acercaba su lanza a la virginal entrada. Quedó la figura paralizada unos instantes. El danzarín que estaba en posición de penetrarla echó las caderas lentamente hacia atrás, como para adelantarlas de un golpe y ensartar a la muchacha. Cuando todos los presentes estaban con la boca entreabierta, salivando ligeramente por las comisuras, los ojos saltándoles de las órbitas, las manos agarrotadas en sus sexos… el muchacho dio un paso hacia atrás, Cloe retomó su postura erguida dejando brincando en el aire el falo húmedo del otro compañero… y los tres saludaron con una graciosa reverencia. Tras unos segundos de pasmo, atronaron los aplausos ensordecedores.

Más tarde, la Dueña informó a Cloe que no sería desvirgada aquella misma noche. Ante la cara seria y preocupada de la jovencita, añadió que había sido reclamada por el Sumo Sacerdote para que fuese Danzarina en el Templo : Danzarina de Isis.

 

II – PROSTITUTA SAGRADA

 

La jefa de las sacerdotisas miró con cautela a la niña que le llevaba el Sumo Sacerdote de Isis. Por la información recabada de sus espías, sabía del origen humilde de Cloe. Eso no importaba allí, pues las vírgenes escogidas podían ser de cualquier estrato social. Lo que importaba era si reunían las cualidades para servir perfectamente a la Diosa. La virginidad era imprescindible, desde luego, pues era la ofrenda primera a sacrificar a la divinidad, pero también contaban otras prendas : belleza, agilidad, inteligencia, voluptuosidad… y estar totalmente desinhibidas para aceptar cualquier intercambio sexual que se les exigiese.

La belleza estaba a la vista, y no tenía mácula aparente. La agilidad se le notaba en los movimientos felinos, en la gracia de sus miembros, en la esbeltez grácil de su cuello similar al de una ave presta a levantar el vuelo. No obstante, la vieja sacerdotisa, la más sabia, la depositaria de los secretos innombrables de la diosa, hizo dar unos pasos a la niña, luego unas volteretas y al final le pidió que ejecutase una danza sin música que la muchacha trenzó en el aire como si sus pies no tuviesen necesidad de posarse en el suelo. Su inteligencia – y prudencia – quedaron patentes al contestar a varias preguntas que la arrugada sacerdotisa le hizo al azar. Cuando le pidió que demostrase su voluptuosidad, algo cambió en Cloe, se transformó en otro ser que irradiaba una luz tan excitante, un erotismo tal, que hasta la mustia vagina de la vieja se humedeció como en lustros no lo había hecho. Por eso, en la prueba final, en la desinhibición cruda y dura, en la demostración palpable de su condición de hetaira preparada para desatar las pasiones más procaces, la anciana sacerdotisa sucumbió definitivamente a los encantos de Cloe … teniendo un orgasmo – sin paliativos – cuando la lengua de la niña lamió furtivamente la entrepierna casi pelona de la examinadora, y sus dedos largos y flexibles se enroscaron en los viejos pezones hasta arrancar de su boca desdentada aullidos entrecortados que no salían de su garganta desde sus lejanos años mozos.

Cloe ya era oficialmente Danzarina de Isis. Ahora solamente faltaban dos requisitos : su formación específica para el servicio exclusivo a la Diosa , y , pasado un cierto tiempo, la ofrenda de su virginidad.

La niña se convirtió en una jovencita. Sus senos se llenaron, sus nalgas se redondearon y sus muslos alcanzaron la perfección requerida. Paralelamente, sus danzas provocaban el éxtasis de los pocos privilegiados espectadores. Los estudios sobre el cuerpo humano y todas sus funciones, secreciones y humores ( cuyos secretos estaban reservados a un círculo muy selecto de servidores del Templo ) le fueron revelados entre susurros. Su formación se completó con la estancia durante varios meses en la Casa de la Muerte, donde los especialistas embalsamaban los cuerpos de los egipcios que se lo podían permitir. Cloe terminó por no inmutarse ante la vista de un cuerpo vaciado de sus órganos, o de un cerebro sacado a trozos por la nariz del difunto. Finalmente estaba preparada. Solamente faltaba el rito de la ofrenda de su virginidad a la Diosa.

La muchacha bailaba desnuda ante la imagen. Sus cabriolas destellaban en el aire, deslumbrando a los pocos asistentes a la ceremonia ( entre ellos , los más importantes sin ningún género de dudas eran el Faraón y su Esposa ). La luz de las antorchas reverberaba en la pátina dorada con la que estaba recubierto el bellísimo cuerpo de la adolescente, dando la sensación de lejanos relámpagos. Cloe, con la respiración entrecortada tras la danza, se tumbó en el ara del sacrificio. Sus menudos senos subían y bajaban con rapidez, con el corazón palpitando con rapidez incontenible. Las sacerdotisas más jóvenes de las ya iniciadas se acercaron a ella. Acariciaron sinuosamente el cuerpo sudoroso hasta que se relajó, lamiendo voluptuosamente la epidermis de la muchacha hasta que su vagina secretó purísimos jugos preparándose para el sacrificio. Sonó una flauta dulce, luego un ligerísimo tambor seguido de una cimbreante pandereta. Unas castañuelas de la lejana Hispania cerraron el círculo de sonidos hasta que la melodía alcanzó su punto culminante y paró de repente.

Cloe, a través de sus larguísimas pestañas, vio trepar una figura a la mesa del sacrificio. Unas manos viriles se posaron en sus rodillas para pasar como palomas hasta la cara interna de sus muslos. Una lengua, sabiamente entrenada, removió el aire a escasos milímetros de su clítoris con rapidez viperina. La adolescente, impresionada por tan depurada técnica ( y ella, como profesional, podría decir mucho del tema ), abrió totalmente los ojos… para encontrarse con una intensa mirada que atisbaba sus reacciones desde su excitada entrepierna. Cloe sintió un estremecimiento : aquellos ojos los conocía. Hizo memoria, retrocedió hasta su no tan lejana niñez, la chiquillería jugando en el montón de tierra, el mocito – un poco mayor que ella- seleccionado el mismo día para la Casa del Placer. ¡ Sí !. ¡No cabía la menor duda!. ¡ Era Hamed, su "amor" imposible de niña churretosa y famélica.

El muchacho también la había reconocido. Le sonrió imperceptiblemente mientras arrastraba su cuerpo sobre el de ella, dejando una estela húmeda por donde tocaba la punta de su glande. Sus testículos – plenos – quedaron unos instantes reposando sobre la virginal entrada de Cloe. La muchacha los sintió calientes, opulentos, también totalmente afeitados como el resto del cuerpo de Hamed. La verga masculina llegaba casi hasta el ombligo de la muchacha, aplastada por el abdomen perfecto del efebo. Se reprodujeron las caricias serpentinas, esta vez sobre la cumbre de las colinas de Cloe, combinadas con ligeros chupetones que hicieron arquear el vientre a la muchacha. En ese momento, como si lo tuviese todo calculado, Hamed elevó como un rayo sus nalgas y envainó su daga – con una puñalada traicionera – dentro de la vagina de Cloe. Gritó la neófita sorprendida por el inesperado ataque, y las últimas notas de su alarido se confundieron con el ruidoso estrépito de timbales celebrando la ofrenda a la Diosa.

Hamed se retiró inmediatamente. Su misión había concluido. La sangre del himen de Cloe fue restañada amorosamente por las manos de sus compañeras. Ya era una de ellas en plenitud.

 

 

Durante un año Cloe danzó ante la diosa. Su cuerpo terminó de formarse y , cuando su ciclo menstrual la visitó por primera vez, fue retirada de la danza para su dedicación en exclusiva a la prostitución sagrada.

El Faraón tenía sus prerrogativas. Y las había usado para ser el primero de la lista en usar de los servicios de la nueva sacerdotisa en su función de hetaira. Amenhotep tenía veinte años, cuatro más que Cloe, pero estaba curtido en el campo de batalla y su hermosura era legendaria. Casado con su medio hermana Niobe, le era extremadamente fiel, pues la morena belleza de la Reina consumía todos los apetitos sexuales del Faraón. Sin embargo, tenían ciertos acuerdos que mantenían en secreto. Amenhotep se relamió recordando la brutal erección que ostentaba su taparrabos la noche del desvirgamiento de la sacerdotisa. Y las veces que había poseído, desde entonces, a la Reina recordándole al oído la descripción de las prendas corporales de la muchacha. Y ambos se revolcaban rijosos cada vez, fantaseando con la futura prostituta.

Cloe preparó su cuerpo y su espíritu para el goce sagrado que le esperaba. Iba a ser el inicio de una larga temporada, seguramente años, dedicada a complacer sexualmente a cualquier devoto de la Diosa que lo solicitase. Naturalmente, previa anotación en una larga lista y el pago estipulado del servicio requerido según unos baremos ancestrales.

Amenhotep era una excepción y podía solicitar lo que se le ocurriera. Por ello, Cloe estaba un poco nerviosa – solo un poco – por si no daba la talla para complacer a su Faraón.

El amplio lecho estaba cubierto con la seda púrpura reservada al Rey. Sobre él, Cloe descansaba mirando al alto techo, con las piernas ligeramente recogidas. Se entreabrieron las gasas que colgaban hasta el suelo y entraron dos figuras. Una – sin lugar a dudas – era el Faraón. La otra iba embozada, pero se veía que correspondía a una mujer. Amenhotep miró a Cloe de hito en hito, repasando cada curva, cada pliegue del cuerpo desnudo de la muchacha. Tan desnuda y ofrecida estaba que, hasta la peluca ( que era el último baluarte del que se desprendía una mujer antes de claudicar ) se la había quitado. Su bellísimo rostro, ligeramente maquillado, se prolongaba por una tersa frente y un cráneo afeitado que brillaba con la misma tonalidad que sus senos.

En dos ligeros movimientos quedó desnudo el Faraón. Su musculoso cuerpo, cubierto de cicatrices, deslumbró a Cloe que entreabrió sus labios inconscientemente al ver cabecear el inmenso báculo de su Señor. El reducto de su feminidad se lubricó generosamente con los pensamientos lascivos que le vinieron a la mente . Abrió sus muslos ligeramente para acoger en su interior aquel prodigio hecho carne. El joven Faraón titubeó en la entrada, frotando la boquita jugosa de la punta de su miembro con el botón sonrosado del placer femenino. Cloe acarició los fortísimos hombros que se inclinaban sobre ella. Luego, conforme la real serpiente entraba en su cubículo fue bajando las manos por la viril espalda hacia la estrecha cintura y huesudas caderas.

En este punto, ya las bolas habían hecho contacto con los labios vaginales, y el hombre hizo un gesto imperceptible con la cabeza a la mujer que espera embozada. La sacerdotisa sintió helársele la sangre cuando vio el rostro de la acompañante : era la Reina. Pero aún quedó más alelada cuando vio a Níobe manejar un instrumento en forma de doble falo. Una punta se la introdujo la Reina ella misma hasta lo más hondo en su vagina, la otra quedó ante ella, sujeta con unas tiras de cuero a sus caderas, chorreando un lubricante perfumado cuyo olor hizo volver a latir el corazón de Cloe. Cuando la Reina se inclinó sobre la espalda del Faraón, buscando la entrada del real ano, la prostituta reaccionó rápidamente asumiendo sus funciones. Elevó sus dos manos sobre las nalgas del hombre y , presionando ligeramente, entreabrió sus cachetes para que quedase totalmente expuesto a los embates de la Reina. Esta, apoyándose sobre la espalda de su esposo, le fue introduciendo el largo consolador que , aunque se notaba que no era la primera vez que lo hacían, no por ello dejaba de ser algo doloroso en su trayectoria por tan estrecho conducto. Gimió el Faraón y , acomodándose al ritmo marcado por su esposa, comenzó a bombear con su falo dentro de Cloe, elevándola a cotas de placer que no se había imaginado ella en sus estudios teóricos. La Reina, en su doble misión de penetrar y autopenetrarse, no dudó en llevar la voz cantante y guió a los otros dos por un camino seguro hacia el triple orgasmo.

Siguieron unos días vertiginosos para Cloe. Su cuerpo se adaptó al ritmo requerido de penetraciones, felaciones y posturas insólitas. Algunas noches se derrumbaba sobre su lecho con los riñones molidos por la intensa variedad de cópulas mantenidas durante el día. Pero era su misión y la cumplía sin el menor atisbo de desagrado ni de cansancio.

Hasta que , cierto día de los que descansaba por tener el flujo menstrual, salió a pasear por los alrededores del Templo. En una esquina le pareció ver una cara conocida. Apretó el paso y puso su grácil mano sobre el hombro masculino. Se volvió, serio, el muchacho : era Hamed. Ella lo miró con alegría : quería terminar de consumar con su amor el coito interrumpido el día de su ofrenda. Con la desvergüenza que le había dado su oficio, buscó entre el faldellín del muchacho hasta encontrar el añorado pene. Se arrodilló rápidamente antes de que él tuviera tiempo de oponerse y, abriendo su ensalivada boca, quiso abarcar el miembro con sus labios. Pero la boca abierta emitió un agónico grito al descubrir Cloe que, bajo el suculento apéndice no había nada : lo habían emasculado, castrado para convertirlo en eunuco.

 

III – EL EUNUCO DEL HARÉN

Cloe había quedado horrorizada al ver el sexo de Hamed : de aquella hermosura que tenía, de la virilidad inmensa adornada con el acompañamiento de colgantes testículos, plenos y rebosantes de vida, solamente quedaba ahora un triste colgajo con una fea cicatriz donde debía haber estado lo que más aprecia un hombre.

Hamed, reprimiendo un sollozo, había salido corriendo, sin darle tiempo a Cloe para preguntarle nada.

La muchacha volvió al Templo perpleja, sin entender lo que le podía haber pasado a su amigo, a su amor, al hombro que la había hecho mujer en la ceremonia de la ofrenda a la Diosa. Buscó la compañía de la Sacerdotisa más antigua , de la más sabia. Ella sabría lo ocurrido, puesto que se enteraba de todo lo que sucedía en el Templo … y en la Ciudad entera.

La encontró ante el altar de la Diosa, ocupada con un fiel devoto que había acudido a orar y a usar los servicios de las prostitutas sagradas mediante el pago del estipendio acordado. La vieja Sacerdotisa estaba últimamente encasillada en un tipo de servicio muy concreto : la felación. Su vieja boca, desdentada completamente, era el cobijo ideal para los penes, de la edad que fueran, del tamaño que fueran. Ella sabía acariciarlos con la lengua, con las encías, la garganta… Todo el interior de su boca se adaptaba como un guante al miembro que se atrevía a entrar en sus dominios. Luego, los succionaba hasta que no quedaba una sola gota de semen en sus vesículas. En aquel momento, se relamía como gato panza arriba, limpiando sus comisuras con la puntita de la lengua, y guardando bajo la blanca túnica los arrugados senos que había sacado para que el devoto le retorciese los pezones.

Cloe se inclinó repetidas veces ante ella, pidiéndole su atención. Cuando lo consiguió, le contó lo que le había visto ( o mejor dicho : lo que no le había visto ) a Hamed. Conforme hablaba, la vieja iba sonriendo hasta que estalló en una seca carcajada. Luego dijo :

" Palomita. Lo que le ha ocurrido a tu amorcito es lo mismo que les ha ocurrido, desde tiempos inmemoriales, a todos los jovencitos elegidos para ofrendar la virginidad de una chiquilla a la Diosa. Ellos también son designados por su belleza, por su elegancia, por su virilidad. Están destinados a cosas superiores. Pero han de pagar su tributo : una vez han dado la certera cuchillada, han destrozado con su verga el himen virginal, son retirados y llevados a una capilla secreta en la que , de la misma forma que la virgen ha ofrendado su virginidad, ellos ofrendan algo casi más importante : su virilidad. En esa capilla les son arrebatados sus testículos y, desde ese mismo momento, destinados – como guardianes – al harén. Como en tu caso el Faraón quiso asistir a tu desfloración, también Hamed ha sido destinado al harén real. Tu lindo muchacho está condenado a comer eternamente sin poder saciar , jamás, su apetito."

No te entiendo, Madre – interrumpió Cloe.

"Pues quiero decir – siguió pacientemente la Sacerdotisa – que , aunque los eunucos pueden seguir teniendo erecciones ( puesto que el miembro viril no sufre ningún daño ) nunca pueden acabar, eyacular, correrse, puesto que lo que les falta – precisamente – es el depósito donde se fabrica el líquido que sale. Por eso los eunucos siempre están de mal humor, insatisfechos y con los nervios a flor de piel. Se hacen criticones, malévolos algunas veces, envidiosos casi siempre. Y todo porque saben que jamás volverán a experimentar el goce supremo y completo ".

En los días siguientes, acabada su menstruación, Cloe y sus compañeras tuvieron una temporada de trabajo de auténtica locura : había llegado una peregrinación de fieles para orar ante la Diosa. Todos llevaban los testículos repletos puesto que , al ser peregrinos, no podían desahogarse de ninguna forma hasta hacerlo con una prostituta del Templo.

Cloe miró sobre el hombre del que la estaba penetrando para contar los que quedaban en la fila. Elevando los ojos al cielo echó la cabeza hacia atrás : la fila daba la vuelta a una columna y se perdía. Al principio se había alegrado de la llegada de los peregrinos : muchos de ellos llevaban a sus jóvenes hijos a perder su virginidad con las prostitutas sagradas, y Cloe se encontró acariciando los cuerpos de muchachos jovencísimos, casi sin vello púbico, con sus pequeñas lanzas dudando por donde atacar. La muchacha, con paciencia, los guiaba hasta us concha y , en honor a ellos, apretaba los músculos vaginales para que no tuviesen la sensación de demasiada holgura, como si estuviesen haciendo el amor con una virgen. También tuvo que atender mozos más avezados, de nalgas velludas y carazos enhiestos, que sabían muy bien por donde meterla. Los más maduros, aquellos que en sus casas ya su mujer les daba algo de lado, descubrieron con ansia los placeres casi olvidados, y gozaron con el abrazo de una hermosísima joven, bien entrenada, que les susurraba palabras obscenas en sus orejas llenas de pelo, para excitarlos … y que acabasen antes. Y, por último, los vejetes. Aquellos que casi los habían tenido que llevar en volandas. Con sus piernas encorvadas y sus sexos penduleantes, con la baba casi cayendo de sus bocas y los ojos deslumbrados por la belleza de aquella sacerdotisa. A estos, Cloe, los trataba con mucho mimo. Pasaba sus blancas manos por sus arrugadas nalgas, por sus canosos pubis, por sus enmohecidos huevos. Luego les hacía probar la miel de sus labios, y lamía sin prisas los escrotos y los glandes, hasta que un imperceptible movimiento le confirmaba que allí todavía quedaba vida. Desde ese momento se dedicaba, infatigable, a lograr una erección capaz de meterse entre los labios de su vagina, y , una vez logrado, entre palmoteos y risas animaba al feliz anciano a que descargara su "gran reserva", seguramente por última vez en su vida.

Acabada la fila, Cloe y sus compañeras estaban derrengadas, chapoteantes, ahitas. La muchacha se notaba el interior de su vagina como un bebedor de patos. El estómago casi le daba arcadas por la gran cantidad de semen que había tragado. Su ano, dilatado, debía estar color púrpura, como sus pezones – retorcidos cientos de veces – o sus labios mordidos con bocas con dientes, melladas y hasta desdentadas.

***

Aquella mañana el sol despertó a Cloe , que , sobresaltada, preguntó a su criada como no la habían despertado antes. La informaron que había sido orden de la Gran Sacerdotisa. Cloe debía descansar todo lo posible, arreglarse de una forma muy especial y acudir a su presencia.

La leche de burra limpió todas las impurezas de la piel de la linda prostituta, dejándola relajada y fresca. Tras bañarse en agua de rosas, eligió entre los tres vestidos que le presentaron las criadas. El color blanco le sentaba muy bien. Eligió una túnica que dejaba sus hermosos senos al aire y caía hasta el suelo haciendo elegantes pliegues. Los pezones se los pintaron con jugo de cerezas, tras empolvarle la cara y los pechos hasta dejarlos uniformemente blanqueados. Un ancho cinturón dorado le ceñía las caderas, cayendo liviano entre los muslos. El borde la túnica llevaba como adorno una franja del mismo tono dorado que el cinturón. Los ojos se los maquillaron con gruesas rayas de cohol, alargándoselos hacia las sienes para dar la sensación de que eran enormes. Finalmente le colocaron una bellísima peluca negra de pelo liso, trenzado con hilos dorados. Alrededor del cuello le ciñeron un ancho collar cuajado de piedras multicolores, en forma de semicírculo, que le llegaba hasta los hombros y seguía por la espalda hasta formar un círculo entero del que le emergía la cabeza.

Con pasitos cortos se dirigió a los aposentos de la Gran Sacerdotisa. Esta ya la estaba esperando. Le sonrió lascivamente al verla tan bella y se hacercó hasta tocar con sus senos los de Cloe.

Cloe, bien entrenada, comenzó a desabrocharse la túnica, pero la sacerdotisa la detuvo.

"No. Hoy no eres para mí. Has sido llamada ante el Faraón y su esposa, la Reina. Quieren pedirte algo y , si aceptas, creo que no volverás por aquí. "

Un palanquín llevado por cuatro porteadores la acercó al Palacio Real. Cloe quedó deslumbrada por las altísimas columnas, por los mármoles negros, grises, blancos. Por los bajorrelieves repujados en oro allá donde dirigía la vista. Los jeroglíficos pintados con todas las tonalidades del arco iris. Las cortinas de terciopelo púrpura, los blanquísimos visillos de encaje , de sutiles gasas de finísima trama, toda una enorme variedad de telas preciosas que caían metros y metros desde los techos hasta suelo. Y en una sala inmensa, allá a lo lejos, dos figuras sentadas estaban esperando. Cloe se dirigió hacia allí, pasando por medio de dos filas de guardias altos y musculosos, que no movían ni un párpado.

Cloe se postró ante el trono. El Faraón la miró con simpatía. La Reina posó una mano sobre el brazo de su esposo y , ante el gesto afirmativo de él, se levantó y bajó dos escalones para situarse a la atura de Cloe.

"Muchacha. Mi Sagrado Esposo y yo misma, hemos conversado sobre ti. Nos complaciste mucho, a ambos, la noche de tu iniciación como Prostituta Sagrada. Te encontramos algo especial que no hemos encontrado entre otras muchas. Nos excitas. Nos haces desear la cópula. Y ya sabes que – de momento – no tenemos descendencia, por lo que es tarea prioritaria para el bien presente y futuro del Imperio. Por lo tanto hemos decidido pedirte, repito : pedirte, que te traslades al harén y compartas nuestras noches tantas veces como lo solicitemos. Y decimos lo de pedirte – y no ordenarte- porque queremos que nuestros encuentros sean todo los placenteros y excitantes que podamos conseguir, y , si no lo haces a gusto, no nos serviría."

Cloe lo pensó durante unos segundos y dijo :

"Acepto, mi Señora, de todo corazón. Espero haceros gozar y gozar yo con vosotros".

"Conforme pues – sonrió la Reina – puedes retirarte. Un eunuco te acomodará en el Harén."

 

La Reina dio dos palmadas y apareció un figura. Cloe marchó tras ella. En un recodo, la muchacha alcanzó al eunuco y lo cogió por un brazo :

"Detente, Hamed, que quiero hablar contigo. "

"No tenemos nada que hablar – contestó el joven - .Tú eres una hetaira , yo un eunuco medio hombre."

" Pero…"

"No digamos nada más. Tú eres mi Ama desde ahora, según me han informado. Yo haré lo que me ordenes, pero no esperes que un bloque de hielo se derrita solamente porque tú lo quieras ".

" Eso… ya lo veremos".

***

Como preferida de la Pareja Real, Cloe disfrutaba de habitación propia, al contrario del resto de las mujeres del harén , que dormían en una sala comunitaria, separados los espacios con unas simples cortinas de brocado. Había mucho lujo, pero poca intimidad.

Cloe aprovechó su autoridad sobre Hamed para tratar de recuperar algo de lo mucho que había perdido. Lo hacía estar junto a ella , mientras Cloe yacía desnuda. Le pasaba los senos por debajo de la nariz con cualquier pretexto y le hacía mil perrerías tratando de excitarlo. El no se inmutaba, siempre con su mirada triste. Pero Cloe se había empeñado : si había sido capaz de hacer revivir a viejos cuya virilidad había muerto hacía tanto tiempo… también haría que el príapo de Hamed levantara la cabeza.

Mientras, pasaban los días y las semanas. Los encuentros con los Faraones eran muy placenteros. Ella sabía excitarlos a ambos por igual, sin escandalizarse de ninguna protesta que le hiciesen. A sus dieciocho años sabía del sexo y de las debilidades de la carne , más que muchas matronas a los sesenta.

Una noche que tenía descanso, Cloe llamó a Hamed para que le sirviese la cena. Aprovechó para contarle algunas anécdotas de los encuentros sexuales que tenía con la pareja real. Quería excitarlo. Aquella noche, inopinadamente, tuvo éxito. Algo cambió en la mirada del muchacho. La frialdad dio paso a una chispa de lujuria y… algo se agitó bajo el faldellín del eunuco. Cloe se tiró como una loca a desnudarlo. Le mordió la nuez de la garganta, bajó por sus tetillas mientras con sus dedos acariciaba su ano. Su boca tomó con una delicadeza inigualable la punta del balano del joven y , comenzando a pasar la lengua alrededor del glande, a la vez que metía su dedo índice hasta la próstata de Hamed, consiguió de su amigo una poderosa erección. Dando un rugido de alegría se convirtió en una leona posesiva y , sin soltar el miembro, tiró de espaldas al eunuco y se sentó a horcajadas sobre su vientre, introduciéndose el grueso rabo hasta el final. Cabalgó como una posesa. Subió y bajó infinidad de veces por la rígida vara hasta que tuvo tres orgasmos seguidos. El báculo continuaba rígido … y seco. Ni una sola gota de semen había salido por el gollete de la botella. Cloe, sin apartarse de la verga que la empalaba tan deliciosamente, volvió la cabeza por encima del hombro para verle la cara al joven. Solo pudo ver unos tristísimos y bellos ojos negros anegados en lágrimas.

 

IV- LA BACANAL ROMANA

Pasaron los meses y , gracias a las mañas de Cloe, el Faraón pudo preñar a su mujer. Poco después, marchó a la guerra contra uno de los muchos beligerantes reinos vecinos, y cayó prisionero. Antes de ser arrastrado, cubierto de cadenas, a la capital de sus enemigos, pudo enviar un correo a la Reina sugiriéndole secretas instrucciones. La Reina, como hermana y esposa de él, tenía poder suficiente para mantener el poder en sus férreas manos, y debía luchar hasta conseguir el retorno del Faraón.

Cloe dormitaba en sus aposentos, un tanto aburrida por no haber sido requerida desde hacía tiempo por la familia real. Se sorprendió por la visita de la Reina, que con su incipiente barriguita de tres meses , estaba espléndida. Además, el estado de buena esperanza había potenciado en ella la libido y su piel refulgía como un faro que llamaba a los navegantes. La Reina tuvo pocas palabras con Cloe. Llegó junto a ella ( que se había postrado de bruces ) y , desabrochándose el adorno de oro que sujetaba su túnica de gasa de color turquesa, dejó caer la tela hasta el suelo quedando arrollada a sus pies y emergiendo la Reina , totalmente desnuda, como Venus saliendo de las aguas.

A una señal suya, Cloe quedó al instante desvestida como ella. Arrodillada ante su señora, cogió un pie de la Reina y le fue dando pequeños lengüetazos por los dedos, chupándoles las yemas y siguiendo río arriba, por tobillos, pantorrillas, rodillas, muslos … hasta llegar a las fuentes del Nilo. Primeramente bebió de las aguas del Nilo Blanco, para ello hizo recostarse a su dueña sobre los mullidos almohadones que cubrían la estancia alfombrada. Cloe se convirtió en áspid y culebreó en la cueva de la vida, picando con su lengua casi bífida en los entresijos de las laderas del Monte de Venus, anegó con su saliva los aledaños de la cueva llevando casi al espasmo a la Reina cuando, finalmente, atacó el clítoris rezumante. Sin perder ni un segundo, levantó los muslos de la esposa del Faraón para que se apoyasen sobre sus hombros y espalda, acercando esta vez sus ávidos labios al fruncido nacimiento del Nilo Azul, todavía libre de los peñascos hemorroidales que suelen ir parejos con la maternidad. Convirtió en aguda lanza la punta de su lengua, para penetrar en la angosta vía vigilada por el esfínter guardián. Conseguido que la guardia se relajase, introdujo su dardo lingual lo más posible, rotando su musculoso ariete en el interior. Conseguida la lubricación también en este frente de batalla, Cloe chascó los dedos y una figura masculina apareció tras un cortinaje de brocado. Hamed ,el eunuco, cuyo erecto miembro caminaba por delante de él varios centímetros, como la vara de un zahorí buscando agua, hizo una genuflexión ante el ano de la Reina antes de meter toda su longitud en el semidilatado orificio. Abrió la boca la soberana cuando notó el cuerpo extraño adentrarse entre chapoteos, y sus labios se vieron sellados por la concha de Cloe que se sentó sobre su cara. Arrimó la antigua sacerdotisa su vulva depilada a la real boca que, simulando tocar la armónica, deslizó sus labios y su lengua por la abertura vaginal arrancando de ella verdaderas notas musicales.

Presionó la esposa del Faraón los pezones de Cloe, y con gesto suave la hizo bajar a lo largo de su cuerpo hasta que ambas estuvieron tendidas una sobre otra. Atrapadas con las ventosas de sus labios y sus vaginas, quedaron unidas como un solo cuerpo. Hamed, que había limpiado su impedimenta en una jofaina con agua perfumada de jazmín, aprovechó el trasero ligeramente levantado de Cloe y , de un envite , taladró el coño de la prostituta sagrada que, llevada casi hasta el éxtasis, engarfió los dedos sobre los opulentos senos de la Reina, acariciando con sus largas uñas los oscuros pezones, hasta que el vientre de la soberana naufragó en un oleaje de orgasmos múltiples, cuando la larga vara del eunuco pasó a su vagina desde la vecina concha de Cloe.

Desmadejadas las dos hembras sobre el suelo, Hamed seguía paseando su insatisfecha erección por el aposento. La Reina estaba tranquila : había satisfecho su lubricidad sin hacer uso de un hombre completo. Esa sería la solución si, después de parir, todavía no habían podido rescatar a su esposo.

***

Pasaron los meses. La Reina dio a luz un precioso niño, una miniatura de Faraón. Ella, en ausencia de su esposo, se proclamó Regente hasta la mayoría de edad del recién nacido. Hamed realizaría las funciones de consejero de mucha confianza. Para Cloe, la Reina había pensado en una misión muy especial. Tan especial, que entrañaba muchísimo riesgo y , esto, hacía dudar a la Soberana. Por fín, un día se lo comunicó a Cloe : debería disfrazarse e introducirse en una caravana de cómicos, artistas, equilibristas, danzarinas… en fín, todo un elenco de gente de mal vivir que con su gira, visitaban varios países limítrofes, incluido en el que tenían prisionero al Faraón. Cloe, con su inteligencia y sus artes de bailarina ( por no nombrar las de prostituta ), sabría encontrar la ayuda necesaria y rescatar al Rey.

Cloe, en su fuero interno, pensó que la Reina lo veía todo muy fácil. Ella , tenía sus dudas ; pero, obediente como siempre, comenzó a ejercitarse en sus antiguas artes para estar preparada. Llegó el día, - mejor dicho – la noche señalada. La pequeña caravana de saltimbanquis salió de la ciudad por una puerta discreta, lejos de los ojos de los posibles espías. Tres camellos, dos pollinos de carga y un gran carretón , eran con lo que contaban para la travesía del desierto. La "trouppe", además de Cloe, se componía de otra danzarina un poco mayor que ella; una adivinadora que juraba y perjuraba que había aprendido sus artes con la Sibila de Delfos; una moza procedente del Alto Nilo, negra como el betún, que – a parte de tocar la pandereta, era expertísima en sexo oral. Eso, por la parte femenina. Los hombres se reducían a un joven camellero ( decidido a última hora, porque su padre – el verdadero camellero – se había puesto enfermo ), un viejo pederasta griego ( que hacía las veces de "jefe" de la trouppe ) y un chavalín de mirada pícara y pelo ensortijado, griego también, al que el pederasta se empeñaba en nombrar como " mi sobrino ". El tal sobrino, era saltimbanqui desde muy pequeño, y parecía que tenía el cuerpo de goma. Hacía tales contorsiones, tales retorcimientos y saltos en el vacío, que Cloe – que durante su vida había visto ya cosas muy raras – no recordaba haber presenciado nunca cosa igual.

En la caminata por el desierto, para entretenerse, cada cual hacía sus "gracias" para distraer a los otros cuando descansaban por la noche. Encendían una fogata y se sentaban alrededor. La "sibila" les echaba sus augurios. El camellero, que resultó que tenía buena voz, les salmodiaba canciones de su tierra, acompañándose de rítmicas pisadas sobre la tierra polvorienta. La moza negra, que hablando, hablando, reconoció ser de una aldea cercana a la del camellero, le acompañaba con la pandereta. Y , cuando acababan, lo acompañaba hasta el carromato desde donde se les oía fornicar dando tales gritos en su idioma natal , que las esfinges se acercaban para ver qué pasaba.

La adivina, que para tener las visiones debía ayudarse con un bebedizo de alta graduación alcohólica, al tercer augurio ya estaba roque, resoplando sobre la mesa.

Entonces, ya en la intimidad, el pederasta, que también tenía su vena artística, batía palmas y aparecía el muchachito como su madre lo trajo al mundo. Bailaba el mozuelo junto a la hoguera de forma cada vez más lúbrica. Con las dos manos en la cintura, giraba sus caderas vertiginosamente, con lo que su miembro – de un tamaño bastante desarrollado para su edad – daba vueltas como un molinete, hasta alcanzar su punto culminante de longitud y erección. Mientras, su "tío" había arrimado uno de los fardos de tela que llevaban consigo y, a la voz de "¡hale – hop! " el mozuelo apoyaba sus riñones en el fardo, levantaba los muslos hasta que sus rodillas estuviesen a ambos lados de su cara y , agarrándose fuertemente-él mismo- las nalgas, en dos movimientos se tragaba su propio miembro hasta la raíz inclusive – haciendo un pequeño esfuerzo – los dos testículos, quedando sobre el fardo como una especie de rueda de carne, con el agujero del ano bien visible para el público en general. El público en particular – o sea, su tío- con la sonrisa de oreja a oreja, comenzaba su parte en el programa, que consistía en acercar su larga mandarria al montoncito de carne, y pincharlo como si ensartara una aceituna rellena de anchoa. Terminaban su actuación sudorosos, entre los entusiásticos aplausos de las dos danzarinas, que querían disfrutar de los ejercicios gimnásticos del mozuelo, pero en carne propia. Retozaban en buena armonía hasta el alba. Algunas veces se les incorporaba el camellero, cuando la negra dejaba de soplarle la flauta. Y así, sol tras sol, polvo tras polvo, llegaron a un oasis en mitad del desierto.

Cloe se bañaba en las cristalinas aguas de una pequeña laguna. Desde allí, sacando simplemente la cabeza, podía agarrar los dulcísimos dátiles que chorreaban azúcar desde las inclinadas palmeras. De repente, un griterío ensordecedor le puso el alma en vilo. Escupió el hueso mondo del dátil que se estaba comiendo y, en cuatro brazadas, llegó a la orilla. Se ocultó tras unos matorrales mirando el maremágnum en que se había convertido el campamento. Figuras embozadas, de fiero aspecto, estaban saqueando sus humildes pertenencias. En un rincón , atados como fardos, tenían a la negra, a la danzarina y al muchachito contorsionista. Mäs allá, los cadáveres de la pitonisa, del camellero y del pederasta, la informaron de un vistazo , que los atacantes no se paraban en chiquitas. No pudo ver más : un fortísimo golpe en la cabeza la hizo recibir la noche antes de hora. No se enteró como la ataban , y la echaban dentro del carromato junto con sus otros dos compañeros.

El paso de la caravana era cansino. Cloe sintió gana de vomitar debido al dolor de cabeza que le vino en cuanto abrió los ojos. Sus amigos la miraban asustados. Cuando ella les musitó que le hacían mucho daño los ojos, su amiga danzarina hizo lo único que podía : se arrastró junto a ella, con manos y pies atados, e inclinando su busto sobre la cara de Cloe, consiguió ponerle un seno en cada ojo, frotándoselos ligeramente. Agradeció la muchacha el frescor de los pezones de su amiga y , cuando se le hubo calmado la jaqueca, le agradeció el detalle lamiendo sus botoncitos rosados durante unos minutos. Más tarde, le informaron que a la felatriz, la morena de gruesos labios chupadores, se la había quedado para su uso personal el jefe de los tratantes de esclavos.

El muchachito, que libre de su "tío" quería probar cosas nuevas, se las arregló para reptar entre los cuerpos de ambas con su flexibilidad sobrenatural. Metió la cabeza entre las exiguas ropas que cubrían el cuerpo de Cloe, lamiendo como un gatito la hendidura con sabor marino, a la par que su pene, cada vez más aparente, buscaba como con vida propia, como tentáculo de pulpo, el profundo cañón de la otra bailarina. Acoplados los tres como si los hubiesen fabricado así, aprovecharon – por no cansarse – los traqueteos del carro para satisfacer sus necesidades perentorias. Las penalidades del viaje tenían – por fin – una ligera compensación.

Llegados al puerto de Alejandría, los tratantes de esclavos no les permitieron visitar su famoso Faro. Ni su inmensa Biblioteca. Ni nada de nada. Los llevaron directos a las entrañas de un galeón propiedad de un navarca fenicio, que tenía órdenes terminantes de llevar todo su cargamento de carne a Roma, sin más dilaciones.

Se acercaba la primavera romana, y con ella, los festejos dedicados a la diosa Flora ( las Floralias ). A Saturno ( las Saturnales ). El dios Baco y sus bacantes estaban en puertas. Príapo y su inmenso miembro esperaba a unas y a otros. Para todo esto, cualquier novedad de carne jugosa y si – encima – sabían hacer alguna cosita ( además de follar ) , mucho mejor. Todo era poco para el inmenso prostíbulo en que se iba a convertir Roma durante varias semanas. Las matronas más dignas, las aristócratas más exigentes… desde el Emperador ( que se disfrazaba de puta el primer día de fiesta y ya no se quitaba el disfraz hasta el último ) hasta el último de los esclavos, todos, todos, solo pensaban en fornicar. Desde el más viejo al más joven. Desde el más guapo al más feo ( sobre todo los feos y las feas, que salían esos días con hambre atrasada y no dejaban títere con cabeza ).

***

Cuando el lote que componían Cloe y sus amigos fue expuesto en el mercado de esclavos, rápidamente fueron comprados por un matrimonio de mediana edad, muy patricios ellos, que, tras chalanear un poco con el vendedor, ajustaron el precio sin mucho contratiempo. Junto a la tarima donde habían estado expuestos, un herrero colocaba a los esclavos unos discretos brazaletes de hierro, en el que iba escrito ( en latín, naturalmente ) el nombre y la dirección de sus actuales dueños. Los llevaron rápidamente a una hermosa casa, enclavada en el centro de un barrio residencial. Nada más llegar, se hizo cargo de ellos un criado con aspecto de guasón que los llevó , a su vez, a la presencia del Mayordomo de la casa, un venerable anciano de gesto adusto aunque de mirada no tan severa como quería aparentar. El hombre, con voz reposada les informó de sus deberes cotidianos ( los días que no hubiese orgía ). Allí no soportaban a holgazanes ni a reñidores. La limpieza del cuerpo era un requisito indispensable para poder sentarse a comer. Ninguno de los tres tenía el porqué ( de momento ) plegarse a los deseos sexuales de los otros esclavos ni criados. Solamente los dueños tendrían tal prerrogativa . Ahora los llevarían a las termas, donde debían limpiarse a conciencia de la mugre acumulada durante varios meses. De paso, deberían ir comenzando su limpieza íntima. Luego los revisaría el galeno de turno. Esta noche cenarían, para saciar el hambre retrasado; pero como las Floralias estaban en puertas, a partir del día siguiente llevarían una dieta especial para ir desatascando todos sus conductos sexuales, con vistas a la bacanal que, dioses mediante, se celebraría el próximo viernes. Estaba previsto que ellos tres serían el plato fuerte de la fiesta, junto con otro esclavo griego que habían comprado el día de antes.

Una vez terminaron su aseo en las termas, el mismo criado guasón los llevó al aposento que debían compartir con el resto de esclavos sexuales. Por el camino, les iba cotilleando cosas de los dueños de la casa. " La Dueña – les dijo – es muy tiquismiquis , sobre todo cuando va a tener invitados. Se pone tan nerviosa, queriendo ofrecer lo mejor y que no le pise la oreja ninguna amiga, que, al final , le pasa como a la gata de Flora : chilla cuando se la metes, y si se la sacas, llora."

Cuando llegaron a su cuarto, los tres amigos quedaron boquiabiertos con la visión inesperada de un dios , totalmente desnudo, durmiendo sobre un camastro. Estaba tendido boca abajo. El largo cabello, rubio oscuro, le llegaba por los hombros. Las espaldas eran amplias y musculosas, con ligerísimas cicatrices que dibujaban en su tostada piel un tenue enrejado de azotes. Sus nalgas, mórbidas y separadas, dejaban entreveer un velludo ano, no tan cerrado como debiese. Los muslos, largos y musculosos, eran como dos columnas capaces de sostener aquella maravilla. Los ojos que lo contemplaban, se abrieron con espanto , mientras un zurriagazo de deseo recorría los vientres de los tres admirados espectadores, cuando el durmiente, hablando entre sueños, se dio la vuelta y quedó panza arriba, despatarrado, mostrando el miembro más grande y más hermoso jamás visto por ellos. De repente, el muchacho contorsionista, se fijó en un detalle del glande y , agachándose junto a él, miró de cerca el haba gruesa del rubiales. Se fijó en unas pequeñas señales que rodeaban el champiñón y , como si se le encendiese una luz, miró las facciones del bello Apolo, que en aquél momento había abierto los ojos.

Eres Narciso. ( musitó en griego el chavalín ).

Si, efectivamente muchacho, ¿ Y tú ? - contestó, también en griego, el Adonis.

Yo … soy Alcibíades.

¡ Hermano !. – dijo el mayor abrazándolo llorando.

Lloraron a moco tendido durante largo rato. Luego, entre hipidos, contaron la odisea de su familia. El rapto del hermano menor durante unas vacaciones en Creta. Ellos eran de la Isla de Minos, la patria del Minotauro. El hermano mayor era bailarín en las fiestas de la isla, cuando un grupo muy seleccionado de jóvenes de ambos sexos danzaban y saltaban sobre los lomos de un toro bravo, haciendo piruetas peligrosísimas y de una belleza excepcional. El hermano pequeño se estaba preparando para iniciarse, cuando lo raptaron. De ahí la flexibilidad de sus miembros. Los padres enloquecieron de dolor cuando les quitaron a su niño, su ojito derecho. Y el hermano , más que hermano, amante, juró ante sus blancas cabezas, encanecidas antes de tiempo, que lo traería sano y salvo, de vuelta a casa.

No pudo cumplir su promesa, antes al contrario : él mismo fue hecho prisionero y vendido al mejor postor. Solo su belleza excepcional lo había mantenido con vida hasta entonces. Y los juegos que había mantenido con su hermanito, le sirvieron para aceptar todo lo que le obligaron a hacer a su cuerpo. Las señales de los dientes en su miembro, se las produjo Alcibíades, una tarde – poco antes del rapto – en que ambos hermanos mataban el tiempo demostrándose lo mucho que se querían.

La alegría había vuelto . Pronto comenzaron los preparativos para la bacanal nocturna.

Declinó la tarde. Los criados prendieron las antorchas, iluminando toda la casa como si fuese de día. De las cocinas salían densas vaharadas de olor a comida que hacían retorcerse de hambre los estómagos de los bailarines. Llegaron los floristas con canastos y canastos de flores ( todo lo exóticas posible , había ordenado la dueña de la casa ) montando centros, llenando búcaros, entrelazando guirnaldas que iban desde la entrada hasta dentro de la domus, trepando por columnas y bajando por pasamanos. El gran estanque del jardín, había sido drenado varios días antes, limpiado su fondo para que se viesen perfectamente los dibujos del mosaico azul que representaba a Neptuno con su tridente. Sobre el agua límpida, flotaban nenúfares de delicadísimos colores. Alrededor del estanque, y en otros sitios estratégicos del jardín, unos pequeños recipientes con velas de sebo alumbraban con luz tenue, expandiendo a la vez un aroma a incienso , sándalo y otras maderas olorosas.

En el recibidor, un pequeño altar con los dioses de la familia, rebosaba de flores y hojas de laurel. En las paredes, unos frescos recién retocados, alegraban la vista con algunas escenas de corte erótico. Entre ellas, sobresalía por su atrevimiento, la de un musculoso joven que aguantaba su monstruoso miembro con una especie de balanza, mientras miraba , hierático, a quienes lo contemplaban.

En el salón principal, todo rodeado de columnas, guirnaldas de flores blancas colgaban desde las cornisas. El olor a tomillo y laurel, junto con el perfume más dulzón de las flores, daban al ambiente un toque sensual, predisponiendo a la lujuria. Repartidos junto a cada columna, una docena de tricliniums esperaban a los invitados . Ante cada uno de ellos, unas mesitas bajas rebosaban ya de aperitivos. A la cabeza de cada lecho, una columna truncada soportaba fruteros de plata, en los que – artísticamente colocados – reposaban toda clase de frutas, melocotones, higos, negras uvas de gruesos granos brillantes, verdi-blancos racimos de empalagoso moscatel, dátiles, nueces y almendras sin cáscara fritas y saladas. Unas enormes aceitunas en salmuera, llevadas ex profeso desde la Hispania, brillaban como huevos de un ave exótica.

Comenzó a llenarse el salón. Los invitados de más abolengo eran acomodados en los sitios privilegiados, cerca de los dueños de la casa. En los más alejados, los parientes pobres a los que se debía invitar por obligación en aquellas fechas.

Un arpista ciego acometió una melodía con sus ágiles dedos, seguido muy de cerca por una flauta dulce . El festín había comenzado.

Los quince aperitivos se deglutieron con rapidez pasmosa. Las gambas, ostras y salazones. Los mejillones preparados de cinco maneras distintas… El jamón curado, los quesos en aceite, las berenjenas al horno, … Los criados trotaban llenando con sus jarras las copas que les tendían los comensales.

Sopas de seis clases diferentes : calientes, frias, de pescado y marisco, de verduras, de carnes y aves. Luego , grandes fuentes con cigalas, cangrejos, nécoras y hasta un extraño pez, tendido en una larga bandeja, que parecía una niña pequeña con sus senos incipientes. Algunos, más enterados, dijeron que era una sirena.

La dueña de la casa comenzó a relajarse. Parecía que estaba siendo un éxito. Apresuró a los vinateros para que siguiesen preparando hidromiel, antes del descanso. Los comensales, entre eructos, llamaban a los criados de largos cabellos para limpiarse en sus cabezas los dedos pringosos.

Paró unos minutos la música. Era la señal para ir al vomitorium. Los invitados, hombres y mujeres, se lanzaron trastabilleando a la zona de la casa dedicada a vomitar. Allí, ayudados con largas plumas de ganso, se hicieron cosquillas en lo más profundo de sus gargantas hasta lograr la arcada. Los barreños, sostenidos por los criados, se fueron llenando , entre vapores ácidos , con el contenido de los estómagos repletos. Allí cayeron los alimentos a mitad de digerir, los chorros de vino y todo lo que le impedía seguir tragando como cerdos. Cuando terminaban, se lavaban la cara en los recipientes preparados a tal efecto. Se acicalaban y perfumaban … y volvían a sus puestos, prestos a seguir trasegando comida hasta reventar.

Recomenzó la música y , con ella, siguieron llegando las abundantes viandas. Cochinillo asado ( crujiente y tostado por fuera, tierno por dentro ), cordero lechal, carne de caza, aves de corral … En unas parihuelas llevaron una vaca entera, dentro de la cual, sazonado con veinte especias esperaba un ternero, dentro del ternero, una cabra con las ubres repletas de leche, la cabra cobijaba un ganso, dentro del cual anidaba una gallina ponedora que llevaba dentro una paloma. En la paloma , un pequeño pichón relleno de huevos duros rebozados en ajoaceite. Todo ello había estado asándose, sobre fuego de brasa, muy lentamente, desde primeras horas de la mañana, bien macerado con manteca de cerdo, ajo, perejil y limón. Cada cuarto de hora regaban todas las carnes con tomillo diluido en vino …

Los dulces llegaron por docenas, chorreando miel , enfriados con nieve llevada desde lejanos picos nevados.

Los criados acercaron aguamaniles de plata para lavarse manos y rostro. Sus cuerpos los refrescaron con perfumes de menta, limón y agua de azahar. Retiraron todos los restos de comida, dejando solamente bandejitas con frutos secos. En las copas de cristal tallado escanciaron vino dulce del sur de la Hispania.

Llegaron nuevos músicos, con instrumentos de cuerda y viento, con panderos, flautas y timbales. En el centro del salón, los criados habían preparado una pista de baile muy amplia. Como por ensalmo, salieron de los rincones , semidesnudos, una legión de adolescentes de ambos sexos que se distribuyeron junto a los comensales, sentándose a sus pies, en espera de sus requerimientos. Cuatro hercúleos Adonis de raza negra, entraron portando una plataforma en la que Cloe y su amiga estaban enroscadas como dos grandes serpientes, chupando cada una el sexo de la otra. Sus cuerpos desnudos estaban decorados desde la nuca a los tobillos con pequeñas escamas verdes, negras y doradas, haciendo verdaderamente el efecto de dos ofidios copulando. Entraron entonces cuatro hermosos bárbaros, de largos cabellos rubios trenzados en la espalda. Sobre sus cabezas, otra plataforma, en la que estaba de pie, bien plantado con sus piernas abiertas, el bellísimo Narciso . Boca abajo y agarrado a sus caderas, su hermano Alcibíades mamaba la punta de su enorme falo, mientras se sujetaba con las piernas por detrás del cogote del que estaba de pie, teniendo como único punto de apoyo su pene metido hasta la garganta de su hermano mayor.

Se calentaron los ánimos. Cloe y la otra se desenroscaron y comenzaron a bailar una danza del vientre, tan voluptuosa, que aquellos invitados que no tenían el miembro erecto por la espectacular aparición, lo tuvieron a partir de aquel momento. Dejaron las plataformas en el suelo y los ocho fortachones se repartieron entre los invitados para quien quisiera requerir sus servicios. Narciso, se acercó a Cloe y a su amiga y , metiendo los dedos índice y corazón de cada mano en las vaginas de ambas , hizo gancho y las atrajo hacia sí con una suavidad pasmosa. Serpentearon las boas así cazadas, restregando sus sexos por el velludo macho. De repente, Cloe dio un brinco y , con los muslos abiertos, quedó ensartada por la vagina en el tremendo miembro del griego. Luego, balanceándose hacia atrás, llegó con la boca hasta la entrepierna de su amiga, que la esperaba con las caderas adelantadas. Aquello fue el paroxismo total. Un tambor comenzó a sonar sincopadamente, con el ritmo que llevan los remeros galeotes. Cayeron las ropas que quedaban. Los adolescentes no daban abasto ungiendo con aceites afrodisíacos los cuerpos desnudos de los invitados. Brillaban los músculos. Brincaban los senos. Chorreaban los miembros y goteaban las vaginas. Comenzaron a formarse grupitos, donde no se sabía quién era quién, ni quién metia ni quién recibía. Una matrona de hermosas prendas morales, se amorraba entre grititos sobre el grueso pilón de uno de los negros musculosos. La dueña de la casa era fornicada por todos sus agujeros sin parar mientes en si miraba o no su celoso esposo. Este, como anfitrión, le hacía los honores a Cloe por la parte delantera, juntando en el interior de la danzarina su miembro con el de su hijo mayor, que la poseía por la trasera. Comenzaron el vaivén . Como la cosa estaba un poco insípida, Cloe le hizo una seña a Narciso, que copulaba en aquellos instantes con una ilustre invitada de largos senos colgantes. Dejó a la anciana en manos de dos vikingos ( o en penes, mejor dicho ) y acudió a la llamada de su amiga, que con un gesto le indicó la puerta de atrás del dueño de ambos. Escupió el griego sobre su armamento y , agarrando por las caderas al señorial patricio, le endiñó en dos golpes , hasta el fondo, su gruesa lanza. Chilló el patricio como cerdo degollado; pero, no bien sintió que se retiraba el griego, lo hizo detenerse con un ademán sufriente. Pasados unos segundo, lanzó el mismo patricio su trasero hacia atrás, ensartándose él mismo en la espada que lo estaba matando … de placer.

Alojaba la otra danzarina un par de miembros en su vulva, mientras sus manos rascaban los testículos de dos adolescentes que tenían ese capricho. La hija pequeña de los anfitriones ( que se había sentido desplazada porque era su primera orgía ), quiso enmendar el tiempo perdido y tragaba , una tras otra, la eyaculación de los cuatro negros, mientras con su mano derecha ayudaba a encular a su prometido.

Alcibíades, ayudándose de sus contorsiones, enseñaba la lengua griega a diestro y siniestro, volcando sus habilidades linguales, manuales y anales a todo el que se acercaba. Copulaba como una fiera con una señora de grandes mamas y muchas alhajas. Igual la sodomizaba, que la penetraba por via vaginal, que le comía sus canosos labios con su lengua rápida y vibrátil.

Seis féminas adolescentes pidieron aprender de Cloe, y ella les enseñó con mucho gusto. Les dio un buen repaso a todos y cada uno de sus jóvenes sexos, mostrándoles como debían acariciar los puntos álgidos. Les enseñó a dar pequeños pellizcos en los pezones ajenos, para excitar sin molestar. Y luego, requiriendo la presencia de siete machos, les fue marcando en ellos los puntos en que debían atacarles, ya fuesen externos o internos. Con un ligero masaje de próstata, los tenía a todos al palo. Por último, los cató de uno en uno, haciendo que se la metieran hasta los testículos. Luego, como ya sabía las medidas internas de las mocitas, le repartió a cada una el del tamaño correspondiente.

Ya las antorchas languidecían, ya los cuerpos reptaban entre charcos de semen y otros jugos no tan nobles. Por allá, una matrona se levantaba del pene que la tenía clavada, quejándose de los riñones. Acullá, un tribuno de pelo blanco se acordaba – entonces – que la sodomía era perjudicial para sus hemorroides. Los miembros salían de cualquier clase de agujero entre chasquidos y chapoteos. Un chico joven terminaba de copular con la abuela de un amigo, que le apetecía mucho desde que era bebé. Una mocita se desquitaba – hasta el año siguiente – repartiendo sus favores a una larga cola de sementales.

La dueña de la casa, se limpiaba el semen de los labios, mientras hablaba con una vecina de los precios astronómicos de la fruta. Dos senadores lavaban sus miembros emporcados de excrementos , hablando de la futura Ley que quería imponer el César. Los criados miraban de refilón el reloj de arena, calculando in mente a la hora en que iban a acabar de limpiar todo aquello.

Cloe y sus amigos, se retiraron en cuanto pudieron a su aposento, pues tenían gana de hacer el amor.

La bacanal había acabado.

 

V- LA DUEÑA DEL LUPANAR

Suena una cítara en la noche romana. Pronto la acompaña una tímida arpa, formando entre las dos una melodía sublime. En la oscura calleja, una vieja prostituta arregla rápidamente a un esclavo liberto, que le tira al suelo unas monedas. La cortesana, masculla unas palabrotas con su lengua inseminada. La música ha ido "in crescendo" en el cercano huerto, donde la vieja tiene prohibida la entrada. La mujer, con gran esfuerzo, se levanta del suelo – donde practicó , arrodillada, su "servicio" – y, agarrándose los riñones, vuelve hasta la esquina, a esperar , siempre a esperar.

***

Cloe está exultante. La fiesta está siendo un éxito. La inauguración del nuevo lupanar ( el lupanar de "Cloe la egipcia" como lo llama todo Roma ) , ha congregado lo mejorcito de la ciudad. Los esclavos no dan abasto portando bandejas rebosantes de delicias gastronómicas. Los danzarines, repartidos por toda la casa, se contorsionan como serpientes, siguiendo el son de las cítaras y las arpas, a las que se les han añadido un par de timbales. Por los jardines, cuajados de flores, pasean senadores y tribunos, acariciando con manos lánguidas los cuerpos desnudos de ninfas y faunos, que posan – como esculturas vivientes – repartidos por todo el jardín. Las fuentes refrescan el ambiente del agotador estío romano. Todas las "damas" presentes, son cortesanas. Unas, trabajan para la casa. Otras, son invitadas de la Dueña, Cloe la Egipcia. La esclava que fue liberada por sus dueños, tras llevarlos casi a la extenuación con sus habilidades sexuales. Se habla, se murmura, que la dueña del lupanar está bajo la protección de la mismísima Suma Sacerdotisa de las Vestales de Flora, de la que es amante. Otros, hablan de su amistad con cierto eunuco egipcio, muy ligado a un famosísimo general romano , que se encaprichó de él. Otros, de su relación con el mismo Emperador y , hasta inclusive, con la Emperatriz. .. Nada saben con seguridad. Solo sospechas y maledicencia.

La fiesta llega a su punto culminante. Sin apenas darse cuenta nadie, los esclavos han ido amortiguando las luces de los jardines y la casa. En un rincón, sin embargo, refulge de antorchas un pequeño escenario rodeado de columnas. La melodiosa música, cesa de repente. Se hace el silencio. El estruendo metálico de un gong anuncia un nuevo espectáculo. Salta a la pista, como un gato salvaje, una figura prácticamente desnuda. La cabeza, totalmente afeitada, la lleva adornada con intrincados dibujos , desde la frente hasta el cogote. Los ojos, enormes, aún están más agrandados gracias a las sabias rayas negras , que los alargan al estilo egipcio. Todo el cuerpo lo lleva rebozado con unos polvos nacarados, sobre el que han soplado polvillo de oro. Los pechos , ya maduros, desafían las leyes de la edad, manteniéndose firmes , apenas temblorosos con los brincos que da la danzarina. Ahora está agachada, con una rodilla y las dos manos apoyadas en el suelo, como en posición felina, a punto de saltar. La cabeza, mira hacia la tierra. Los que la observan desde la espalda, admiran los frágiles huesecillos de su columna, la esbeltez de las nalgas, la curva deliciosamente sensual que va desde las cervicales hasta la rabadilla …

Comienza una música pegadiza, de ocarinas y de flautas. La danzarina, hace sonar unos crótalos de oro que lleva prendidos en los dedos. Levanta el rostro hacia los espectadores. Un susurro de reconocimiento corre como una ola : es la propietaria. Es Cloe, la dueña del lupanar.

Cloe se yergue sobre la punta de los pies, eleva los brazos por arriba de la cabeza, sin cesar de tintinear los instrumentos que lleva en los dedos. En esta postura, los senos se adelantan, mostrándose libremente. Solo los cubre una finísima redecilla de oro. En los pezones, lanzan destellos dos gemas espectaculares. En el ombligo, otra gema, melliza de las otras, aunque de mayor tamaño, deslumbra a los invitados.

La danzarina no cesa en sus movimientos. Su pelvis, rota a ritmo vertiginoso, haciendo que los ojos de quien la miran, giren en sus órbitas, intentando seguirla. Cloe se acaricia el cuerpo, mira con lujuria a los asistentes, tanto varones como hembras, hasta que los nota excitados al máximo. Se contorsiona lúbricamente, adelantando el pubis, señalando su sexo depilado exquisitamente. Como un relámpago, se acerca a criadito que la espera con una bandeja. Coge un puñado de algo y, volviéndose de espaldas, sin cesar de danzar, lleva la mano entre sus piernas. Se vuelve hacia los espectadores. Tres esclavos desnudos han formado un sillón de carne . Se acuclilla Cloe sobre la espalda de uno, mira triunfalmente a los invitados y , al redoble de un timbal, lanza desde su vagina, uno a uno, cuatro proyectiles de color blanco a la cara de los embobados clientes. Los cogen al vuelo. Los miran. Los huelen. Se ríen alborozados : son huevos de paloma, hervidos y pelados. Se los echan a la boca, paladeándolos entre risas.

La fiesta continúa. Cloe se retira un momento a sus habitaciones. En el jardín, aprovechando la penumbra, ya comenzó la orgía. Las ninfas maduras corren tras los faunos jovencitos. Los senadores que peinan canas, son montados por chiquillas , apenas púberes. Los sexos se entremezclan. Se juntan. Se separan. Se intercalan. Forman duos, trios y cuartetos. Hay quien disfruta maniobrando en solitario. Otros necesitan tener marcha con varios más…

Cloe se baña con agua de rosas. La pringue en la que está rebozada, se diluye rápidamente. Se levanta de la bañera, esplendorosa, chorreante. El joven Alcibíades corre a secarla con mullidos paños. Sobre la alfombra , se revuelcan , riendo como dos chiquillos. El la acaricia con amor, deslizando su falo desde la boca hasta la vagina. La penetra. Nota algo extraño y saca el pene, metiendo un dedo para investigar. Hace un gesto de duda. Mete otro dedo. Cloe lo observa, socarrona. Por fin, haciendo pinza, el muchacho saca su trofeo : un último huevo de paloma, alojado en lo más hondo del útero femenino. Lo lame, mirándola a los ojos. Luego, se lo traga de un bocado, amorrándose a beber de los jugos en los que se cocinó el huevo…

Cloe y Alcibíades recorren , silenciosamente, los pasillos del lupanar. Se oyen chasquidos, susurros, gemidos, gritos, risas, llantos … Un criado la busca espantado. Le cuchichea algo al oído. Cloe, con el corazón en un puño, pero tratando de no aparentarlo, baja majestuosa las escaleras. En un reservado, esperan dos figuras, vestidas como vestales. Unos tupidos velos blancos impiden ver sus rostros. Cloe se inclina ante las figuras, casi llegando a besar el suelo. Le indican lo que quieren. Por un pasadizo secreto, acompaña a las vírgenes vestales a los aposentos indicados para lo que quieren. Están contiguos. Cloe, las deja a solas, corriendo a buscar lo que desean.

Media hora después, una fila de hombres y mujeres, de muy distinta catadura, hacen cola ante las puertas de las "vestales". Las mujeres son desde niñas arrebatadas de sus lechos, hasta la vieja puta de la esquina, pasando por recién casadas y por matronas decentísimas. Los hombres son por el estilo : desde fornidos marinos griegos e hispanos, hasta delicados muchachos en flor. Desde esclavos desdentados , hasta gladiadores del circo, pasando por bujarrones de lengua viciosa y jóvenes casaderos de buena reputación . No se hacen distingos de ninguna clase para entrar. Si en la fila hay primero un hombre, pues entra un hombre, si es mujer, pues mujer. El turno es inamovible. Habitación de la derecha, habitación de la izquierda. Al que le toca, le toca.

Cloe, junto con su amigo, miran por una rendija. La "vestal" de la habitación de la derecha resultó ser la Emperatriz. La Devorahombres. La Devoramujeres. La Devoratodo. Fornica, sin cesar, desde hace rato. Sus riñones pueden con todo. Acepta los envites de esclavos y de marinos, de senadores y de chiquillos. El esperma le corre a raudales. Ahora mismo, está obligando a una chiquilla a lamerle todo el cuerpo. ¿ Quién sabe el que será el próximo en la fila? . Le encanta la incertidumbre. Se abre la puerta y … que pase el siguiente.

La otra "vestal" es … el Emperador. Tiene el mismo vicio que su mujer. Ahora mismo está siendo enculado por un gladiador. El, todavía tiene sangre en el pene, tras haber desvirgado a un niño, que aún solloza por las escaleras. Luego, puede que tenga a una joven, o a una vieja.

Tanto el Emperador como la Emperatriz, están seguros de una cosa. Cuando acaben, derrengados, ahitos, muertos de los riñones, con los orificios dilatados, chorreantes, con los testículos secos, el pene despellejado, la vagina destrozada … aún tendrán ganas de hacer un maravilloso trío con Cloe, la Dueña del Lupanar.

 

A lo lejos, una trompeta anuncia la salida del sol. Los senadores ya caminan hacia el Foro. El César, más madrugador, no tardará en llegar.

***

La hermosura de Cloe a aumentado con los años. Lo tiene todo : riquezas, belleza, poder. Sin embargo algo le falta, algo que hace que ya esté ahita de Roma y de todo lo romano. Necesita cambiar de aires, volver a sus orígenes, a su tierra natal.

Lo tiene decidido : viajará a Egipto. Tiene muchos planes para instalarse en Memphis.

 

Carletto.

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