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Frígida

en Hetero: Infidelidad

FRÍGIDA

El cabezal de la cama, golpea rítmicamente contra la pared. El joven marido, intenta suavizar los embates, procurando no despertar – con el ruido – al dormido bebé. Además, con los brazos extendidos , mantiene su cuerpo lo más alejado posible de su esposa – justo lo imprescindible para penetrarla – sin, ni siquiera, rozar con su tórax los exuberantes pechos repletos de leche. Sabe que ella no es muy dada a las caricias, que no le gusta que la toque con sus manos tan suaves, tan blandas, tan de … oficinista.

Martina está con el oído atento, ajena a los resoplidos del marido, vigilando el apacible sueño de su rorro. Mientras él termina, ella se entretiene anotando – mentalmente – los desperfectos de la grieta en el techo, la imprescindible mano de pintura en el dormitorio conyugal , las compras que hará en la Capital esa misma tarde ( aprovechando el lapsus de tiempo entre toma y toma del niño )… Cualquier cosa, menos pensar en la verga que la está lastimando, que le está dejando en carne viva la reseca vagina. Finalmente, mira el rostro que tiene a un palmo del suyo, que la mira con ojos de cordero degollado, que espera su numerito de hembra en celo, para no sentirse humillado en su virilidad. Martina, una vez más, hace de tripas corazón, y se muerde lascivamente los carnosos labios, pasando las manos por la sudorosa nuca de su flojo oficinista. Es suficiente. Los latidos de la conyugal verga, le avisan del próximo derrame. Mueve sus caderas ligeramente y … prueba superada: eso es lo bueno del calzonazos de Remigio, que con poco, con poquísimo, se conforma,aunque sepa – a ciencia cierta – que todo es fingido . Ella, como siempre, quedó " in albis", sin el menor asomo de excitación. Resignada a la frigidez que la acompaña desde toda su vida.

***

El tren de cercanías frena en el andén. Martina, mira su reloj, calculando del tiempo que dispone. Se levanta del asiento, bajándose la corta falda negra, subida un poco más de lo decente. Las medias , ligeramente caladas, le comprimen los muslos , largos y esbeltos. Sus pechos, espectaculares, comprimen la fina camisa blanca. Ruega para que , las cazoletas del sujetador , no dejen traspasar la leche que rezuma de sus pezones. Sabe que está sensacional, bien encaramada en sus altos tacones. Nadie diría que ha parido recientemente.

Sus andares se hacen más garbosos , repiqueteando con sus tacones por las baldosas del andén, al pasar junto a dos mecánicos que están reparando una carretilla mecánica. Por el rabillo del ojo, observa satisfecha la mirada lúbrica de los hombres. Incoscientemente, ambos se han llevado las manazas a la entrepierna, manchando – un poco más – la bragueta del mono anaranjado con la grasa negra de sus manos. Ella mira , unos segundos más de lo conveniente, las manos callosas de los mecánicos, incluso le parece ver , en una de las manos, una uña azulenca, producto de un buen martillazo. Martina se estremece, imaginando esas manos sobre su cuerpo; pero le viene a la mente – de repente – la sensación del contacto, casi viscoso, de las manos de su marido, siempre tan pendiente de ella, siempre intentando acariciar – torpemente – su cuerpo, que esquiva, con repugnancia, la suavidad de su tacto casi femenino.

Perdida en sus pensamientos, la muchacha se sumerge en el bullicio de la gran ciudad. Corretea de un lado para otro, encargando unas compras, recogiendo otras. De cuando en cuando, da rápidas miradas a su diminuto reloj de pulsera, calculando del tiempo que le resta hasta la salida del tren. Nota como sus pechos se van cargando de leche. Ya se acerca la hora de la próxima toma. Cada vez le queda menos tiempo.

Cargadísima de paquetes, con los senos enviándole mensajes dolorosos, llega al último establecimiento. En el que tenía que hacer la compra más imprescindible . El que, inopinadamente, está lleno de clientes. Agónicamente, ve avanzar la cola lentísimamente. Las saetas del reloj, se disparan como locas. El sudor aplasta su pelo, apelmazándoselo sobre la frente. Los pezones le laten, encumbrados sobre dos recipientes de leche en ebullición.Y unas tremendas ganas de orinar , hacen que cruce los muslos, intentando – con la presión – mitigar el inaguantable deseo de derramarse allí mismo. Ya casi no le queda tiempo. Sale corriendo de la tienda, con el bolso agarrado entre los dientes, cojeando de un zapato que perdió el tacón, con ambas axilas sujetando paquetes y las manos enarbolando bolsas , que se bambolean al compás de sus enormes senos…

Llega al andén de la estación. Todavía dispone de unos segundos. Sus ojos giran en las órbitas – como una loca – buscando los retretes. Entra como una tromba. El de señoras está precintado : " Cerrado por Reparación.- Disculpen las molestias ". Todo le da igual. Empuja la puerta del de los caballeros. Se cruza con un gay maduro, que la mira como con envidia. Dentro , en los mingitorios, un mecánico, con el uniforme naranja, descarga un chorro de orina en el meadero. La mirada de Martina, durante unos segundos, queda prendida del chorro y de la manguera, olvidando su propia premura. Apartando la vista, con gran esfuerzo, comienza a dejar todas sus bolsas y paquetes en la repisa del espejo de los lavabos. Acaba de entrar otro "cliente" en los servicios. Una sombra anaranjada se acerca al lavabo contiguo. La mujer mira – boquiabierta – las manos del mecánico, mientras se las enjabona lentamente. Grandes burbujas de jabón, ennegrecido, van dejando ver los enormes, callosos, endoloridos dedos. A la izquierda de Martina, el otro mecánico, con el "mono" abierto desde el cuello hasta mucho más abajo de las ingles, ha depositado su verga sobre el borde de cerámica blanca del lavabo, procediendo a enjabonarse el aparato genital.

Martina flota en una nube. Un pitido en el exterior, le informa de que no podrá tomar su tren. Ese mismo pitido, repercute en sus pezones, y en la seguridad de que , su bebé, no podrá hacer la toma a la hora indicada. Pero no importa. Nada importa. Ahora solo está ella. Por una vez en la vida, primarán sus deseos , sus verdaderos deseos. Levanta sus ojos húmedos, mirando directamente al mecánico de las duras zarpas. No hace falta hablar. Se entienden a la perfección.

Durante unos segundos, mientras él se coloca tras de ella, Martina cierra los ojos. Dos enormes manos acarician sus clavículas, bajando hasta posarse sobre la liviana tela de su camisa. Ella no puede más. No está para caricias. Abre los ojos y , ella misma, arranca de un tirón los botoncitos nacarados de la camisa de seda. Entre sus nalgas, la dureza imposible de un falo joven. La cruda luz del neón , ilumina el gran espejo del lavabo público. Como en pantalla panorámica, los senos , las ubres rezumantes de la mujer, brillan con fulgores de satén blanco, livianamente recorridos por multitud de venitas azules. El mecánico, como en un ritual, abarca ambos pechos con sus manazas, dejando asomar, entre los dedos, los titilantes pezones. Con una ligerísima presión, varios chorritos de blanquísima, de humeante leche, golpean la superficie del cristal, cayendo – con rapidez- hasta la repisa de mármol. La corta falda de Martina es convertida en cinturón, mucho más arriba de sus caderas. Las braguitas , negras como sus deseos, son arrancadas por el otro mecánico, que ya terminó con sus abluciones genitales , y está ansioso por participar también.

Los dos mecánicos llevan los monos por los tobillos. Sus cuerpos, jóvenes y membrudos, no le recuerdan a Martina – para nada – el de su marido. Sus manos, tampoco. El que le manosea los pechos, hace acopio de leche , formando una cazoleta con la mano, y embadurna el trasero de la mujer. El producto lácteo suaviza la entrada posterior. Una minúscula barra de hierro – seguramente un meñique – fuerza el orificio anal de Martina. Su protesta muere sin llegar a nacer : el otro mecánico, el de la verga como los chorros de oro, la está empalando por delante, arrastrando hasta las más profundas oscuridades uterinas, el semen matinal del pobre Remigio.

Todos los conductos de Martina pierden la compostura. Ya no tiene Norte, ni Sur, ni Este , ni Oeste. Por el frente , pegado a su mechoncito coquetón, el espeso vello púbico – con aroma a jabón de manos – del mecánico delantero, aplasta sus labios vaginales con los embates su falo digno de Don Limpio, a la vez que le muerde los labios y la lengua, y le acaricia el cuerpo desnudo como si apretase una llave inglesa. El de atrás, después de vaciarle los pechos a fuerza de masajes, como quién no quiere la cosa, ya le ha metido tres cuartas partes de su llave de tubo, aflojándole, muy bien aflojado, su oxidado esfínter.

Y Martina, embadurnada de flujos, de leche materna y esperma de macho en celo, tiene su primer orgasmo, fundiendo su alarido con el pitido de los trenes. Chorros de orina, limpian los sexos y los muslos de los tres - pues su pobre vejiga – no puede aguantar ni un minuto más.

Por la noche, Remigio, observa desconcertado el juego de martillos, de llaves y demás artilugios de mecánico que le ha regalado su mujer. Con el aviso de que, si no en dos semanas , no tiene las manos como un ferroviario de pico y pala … ya puede ir peinándose hacia atrás, para dejar sitio a los cuernos.

Carletto.

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