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La Finca Idílica (9: Pajas)

en Autosatisfacción

LA FINCA IDÍLICA : ( 9.- PAJAS )

Manuel estaba en la azotea de la finca. Había subido hacía unos minutos, para refrescarse. En un rincón, la Comunidad de Vecinos había instalado una toma de agua con una manguera para riego. Y el chico, la estaba usando a más y mejor. Se había despojado de la camiseta y , con un corto pantalón de deporte como única ropa, se remojaba todo el cuerpo, encarando el chorro – a presión – de la boca de la manguera hasta su cuerpo adolescente. Estaba disfrutando como un niño chico. Casi como lo que era. El pantalón , se le pegaba al pubis y a las nalgas, chorreando agua muslos abajo.

Oyó el temblequeo del ascensor. Alguien había subido – también – hasta la terraza. Alguna Maruja de la finca , que querría tender la colada. Pues, menudas horas había elegido. ¡ Las cuatro de la tarde, en pleno Agosto ¡. Se escondió en un rincón , junto a una jardinera con restos de antiguas plantas. Por suerte, una sábana – estratégicamente tendida – impedía que lo viesen desde el resto de la azotea.

Oyó unas risas femeninas. A una de ellas, la conocía muy bien : Rosita, su "profesora" de matemáticas. La de los senos y cosenos. Cuando aparecieron las mujeres, cargadas con los cubos de ropa húmeda, Manuel reconoció a la segunda : era Azucena, la amiga de Rosita. Las dos estaban como un tren. Bueno, como dos trenes. Dejaron los cubos en tierra y , empujándose, entre risas, pugnaron por agarrar la manguera. Lo consiguió Rosita que, dando un empujón – juguetona – a su amiga, empuñó la boca de metal como un bombero experimentado, dirigiendo el chorro de agua contra el cuerpo – indefenso- de Azucena. Chilló como una rata la rubia. El agua le dio en pleno coño, dirigiéndose –después – arriba y abajo. El liviano vestido blanco, abotonado por delante, quedó aplastado, pegado, transparente sobre la dorada piel. La tela , adherida a la carne, mostraba , resaltando más, cada curva, cada valle. Reian como dos adolescentes, las mujeres hechas y derechas. Un brillo lúbrico se encendió en los ojos de Rosita y , allí, a pleno sol, creyendo que estaban solas, dejó la manguera en el suelo, acercándose al cuerpo de su amiga.

Manuel, contuvo la respiración. Algo se palpaba en el ambiente. Incoscientemente, el palpó su propia polla, que se aplastaba contra su muslo bajo el pantaloncito mojado. Rosita, sin dejar de mirar con intensidad a su amiga, le acarició los senos. Ya no reían. Acercaron sus bocas , unieron sus alientos. Los dedos de la morena desabrocharon los primeros botones del pingajo mojado que era el vestido de Azucena. Aparecieron los senos, palpitantes, con pezones erectos por efecto del agua. Rosita se inclinó , un instante, hacia el suelo, y agarró un puñado de pinzas de la ropa. Apretó una de ellas y , colocándola sobre un pezón de Azucena, la dejó – temblorosa- sujetando bien la carne. Luego la otra. Una pinza roja, la otra, amarilla.

Manuel bramaba por lo bajini. Ya no podía más. Recordaba lo simpática, lo ardiente, lo putón que había sido Rosita con él . Soñaba con hacer un trio con las dos. Casi se decidía a levantarse, cuando – en la lejanía – se oyó una voz llamando a Rosita. Lanzando una imprecación, la morena dejó el puñado de pinzas en las manos de su amiga, dirigiéndose hacia el ascensor. Manuel quedó de rodillas, con un talón desnudo apoyado entre sus nalgas, justo en el orificio del ano. Azucena, con las pinzas en sus pezones, siguió la juerga ella sola. Terminó de abrirse el vestido y , bajando las pequeñas braguitas, mostró al agonizante Manuel el esplendor de su mojado chocho. Abrió la rubia los labios de su concha y, con cuidado, comenzó a ponerse una hilera de pinzas agarradas a los labios de la vagina. Luego, en la otra parte, otra hilera. Su vulva parecía una flor multicolor, de rígidos pétalos. Se chupó un dedo la rubita y lo insertó en su vagina, casi en las narices de Manuel. Al darle el sol de cara, Azucena estaba deslumbrada y no veía al adolescente.

Manuel miró a su alrededor, buscado ALGO para darse placer. Su mano se apoyó sobre la seca jardinera. Unas pajitas , amarillentas, sobresalían de la tierra agostada. El chico cortó una, tan larga como un dedo. Luego, con todo el cuidado que pudo, la fue introduciendo en el agujerito de su uretra, con el ano fruncido de placer. Mientras, Azucena, también había buscado ALGO por la azotea. Encontró un triciclo, con manillar de goma. Lo volcó en el suelo y, afanosa, encaró el manillar hacia su empinzada vagina. Lo tragó lentamente, subiendo y bajando – cadenciosa- al ritmo de un cha-cha-cha , que se oía a través del patio de luces. Manuel, babeando, sacaba y metía la pajita por dentro de su polla, mientras restregaba – cada vez más – su desnudo talón por el excitado ano. Con la mano libre, se atenazó un pezón, retorciéndolo hasta casi hacerse daño. Azucena seguía con su cha-cha-cha, manejando el triciclo como una campeona. Con las manos , libres, apretaba las pinzas de sus pezones.

En un último envite, la mujer, metió el manillar hasta sus ovarios, chillando como una verraca. Sus chillidos se unieron a los aullidos de Manuel que, abandonando la pajita en su uretra, se meneó la polla con agudo frenesí, saltando – al instante – la paja, con el latigazo de semen que quedó espachurrado sobre la colgante sábana. Lo miró Azucena, viéndolo por primera vez. Aquilató su virilidad desnuda. Sus músculos de efebo imberbe. Solo sus grandes pelotas indicaban que era un hombre, muy hombre.

Se sugirieron cosas con la mirada. Quizás un dueto. Quizás un trio. Vivían todos bajo el mismo techo. Todo podía ser.

Pero, por aquella tarde, todo había concluido. Había sido, una tarde de pajas.

Carletto.

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