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Bromuro

en Sexo con maduras

BROMURO

Serafín agitó varias veces su cipote para que cayesen las últimas gotas de orín. Luego, metió toda su impedimenta dentro del pantalón, donde quedó marcando un inmenso paquete. No se lo sentía. Lo tenía como muerto desde – por lo menos – hacía dos años, cuando embarcó en aquél buque de la Marina para hacer la "mili".

Cogió el petate y subió al autobús, mirando con impaciencia su reloj . Se adormiló con la cabeza apoyada en la ventanilla. Sus sueños lo transportaron hasta dos años atrás, cuando llegó hecho un toro de 19 años , alto , fuerte y robusto hasta el puerto de A Coruña , en Galicia, desde su lejano pueblecito de la provincia de Albacete. En aquellos tiempos si que se sentía sus partes ( no como ahora, que las tenía insensibles ). El, que siempre había destacado en el pueblo – amén de por el tamaño de sus atributos – por sus permanentes erecciones. Deseado por sus novias. Perseguido por solteras, casadas y viudas. A todas las satisfacía. Sin problemas. Dándoles caña, toda la caña que ellas podían resistir ( y , algunas, podían resistir mucho ).

Recordó una tarde, en casa de Doña Elvira y Doña Sol, solteronas de solemnidad. Hacía poco tiempo que habían enterrado a su casi centenaria madre, después de que les había amargado la vida a las dos. Pero ahora ya estaban solas. Para hacer lo que les saliese del mismísimo chumino. Solas y ricas. Y más salidas que perras en celo. Como en el pueblo todo se sabía, había llegado a los oidos de ambas las "cualidades" de Serafín, y , ni cortas ni perezosas, lo habían contratado, en exclusiva, como jornalero para que les arreglase sus tierras.

El licenciado marino rememoró la escena : él , tímido, aunque seguro de si mismo, como todos los que pueden ostentar un "arma" como la suya para defenderse de las féminas. Ellas, empalagosas, ofreciéndole café y pastas "hechas por ellas mismas". Querían hablar de las condiciones del trato. Ellas le ofrecían un techo donde cobijarse, comida y bebida sin tasa, un salario semanal. El, a cambio, trabajaría los campos de ellas, sobre todo cierta zona de sembradío que, aunque yerma, pretendían que él se las arase bien, incluso se las regase. El muchacho, que conocía todas las tierras de las hermanas, no ubicaba en su mente dónde puñetas estarían esas zonas de posible regadío ( cuando todo lo que tenían , era de secano ). Hasta que la más lanzada, no se levantó las faldas ante sus narices , y le puso a dos palmos de la misma el monte en cuestión, no cayó en la cuenta de qué surcos debía labrar. Ahora que, en cuanto se dio por enterado, sacó su azadón por la bragueta y , allí mismo, sobre el sofá aún tibio por el recalentor de la vieja difunta, le dio la primera pasada - apartando las malas hierbas – y hundiendo la herramienta hasta donde le fue posible. El polvoriento campo, que no se trabajaba desde hacía luengos años ( en su primera juventud ambas hermanas tuvieron la moral algo distraida ), no necesitó de mucho trabajo por aquella tarde. Encontró el chico el manantial de la no tan doncella, y , por si no había bastante humedad, lo regó con profusión utilizando su gruesa manguera. Repitió los trabajos con la otra madura, que ya estaba escardando el terreno con sus propias manos, por lo que llegaron – enseguida- a un común acuerdo de orgasmo compartido.

Los terrenos de las ricas florecieron estupendamente. Y , tanto se acostumbraron a tenerlos siempre húmedos, que decidieron casarse con otros ricos solterones de un pueblo vecino. A él lo conservaron para el resto de las tierras, aunque, de cuando en cuando, las hermanas lo buscaban por cuadras y pajares, para que les arreglase el cuerpo – no del todo satisfecho – por desidia de sus esposos cincuentones.

Serafín tenía mucho éxito. Se había corrido la voz de su permanente disposición, y tuvo que dar cita previa para poder ir un poco organizado. Los fines de semana no daba abasto. Iba de casa en casa, con su vigor incólume. Para no perder el tiempo, llevaba la pija por fuera de la bragueta y, llegada a la puerta en cuestión, tocaba con ella como si fuese una aldaba. Nunca tuvo ninguna queja. Si acaso, alguna se quejó si le pilló algún pelillo de través. Pero , por lo demás, sus testículos siempre respondían.

Y con el aparato reproductor a pleno rendimiento, lo llamaron a filas. Y con las filas, la catástrofe. Fue llegar a la "mili", y , con la primera comida que les dieron, se le bajó de tal forma el ánimo, que ni pajearse podía. Aquéllo no se levantaba ni con grúa. Y no se levantó ¡¡ en dos años ¡!. Dos años que estuvo embarcado. De aquí, para allá. De allá, para aquí. Y, en todas las comidas, bromuro. Y Serafín , cada vez más cabizbajo. Aunque, mirándolo bien, casi fue una suerte, porque, con lo banderillero que era él, y tanto tiempo sin tocar tierra, todo el barco lleno de maromos… igual le hubiese dado lo mismo vaca que toro para una corrida.

Bueno, el caso es que ya había pasado todo. Pero – a pesar de que ya había comido varios dias de "normal" ( sin bromuro ) – el estado de ánimo de su entrepierna no daba para muchas alegrías. Con estos pensamientos, se durmió completamente.

El autobús ya hacía muchas horas que enfilaba por las carreteras españolas, cruzando de una punta a otra su geografía. Serafín despertó con una extraña sensación entre sus muslos de atleta. Bajo la bragueta, una serpiente pitón comenzaba a removerse, despertando del letargo impuesto por las autoridades militares. El marinero, contento como unas Pascuas, se la palpó, y notó sus dedos sobre ella. La cabezota comenzaba a tener sensibilidad. El robusto tronco transparentaba sus venas, como cuerdas, a través de la fina tela del blanco pantalón. Miró por la ventanilla. Ya estaba llegando al cruce de la carretera donde tenía que bajarse. Se levantó para preparar su equipaje. Así , de pie, con todo el mandado abultando el muslo, casi hasta la rodilla, parecía un personaje arrancado de los dibujos de Tom de Finlandia. Frenó el autobús y se abrió la puerta con un rechinar de muelles. Bajó ágilmente el mozo, echando el petate al hombro y comenzando a andar por aquél camino polvoriento de los campos de Albacete.

Conforme andaba, Serafín notaba la sangre hervir en su entrepierna. Sus testículos se hinchaban, más y más, rebullendo el esperma como en una caldera de caldo. La punta del glande ya le rozaba la rótula. Aquello era insoportable. Tendría que parar y , allí mismo, aliviarse con la mano, para poder seguir andando. Pero , esa solución le repateaba el hígado : ¡¡ dos años de castidad forzada, para acabar con una simple paja ¡!. Jamás. Aguantaría. El no se masturbaba desde los trece años, edad en la que comenzó a meterla en caliente. Y no iba a claudicar. No señor.

Resbalaba la babilla por dentro del pantalón, encharcando sus calcetines. Aquello era agónico. Más … ¿ qué era aquella figura , allá a lo lejos, inclinada sobre la tierra ¿.

Se acercó dando traspiés, notando el calor abrasador de la calentura desde la punta del falo hasta lo más hondo de los intestinos. ¡¡ Sí, sí, era una mujer ¡!. Una mujer de negro, laborando en el campo, inclinada su cabeza casi a ras de tierra, la grupa elevada, como ofrecida a quién quisiera servirse de ella. Y , él, quería. ¡¡ Vaya si quería ¡!.

Dejó el petate en el arcén de la carretera. Se acercó sigiloso, felino, a la figura femenina, sacando su vara de zahorí, que cabeceaba 27 cms. por delante de él , como oliendo el agua de la grieta femenina. Serafín no recordó luego lo que le dijo a la mujer, mientras le levantaba las negras faldas, las amarillentas sayas, el gris refajo… No llevaba bragas ( costumbre muy higiénica – ya abandonada, por desgracia – del sector femenino en algunas zonas rurales españolas. Las nalgas eran blanquísimas. Algo escuálidas ; pero femeninas. El vello del sexo era pura nieve , casi ralo ; pero femenino. Los labios de la vagina colgaban algo fláccidos ; pero femeninos. El olor era … femenino.

Metió el mosquetón bien dentro, para no fallar en la diana cuando disparase. La estrechez de la abertura, casi infantil, rozó con sus paredes el grosor casi animalesco del miembro de la Marina. La mujer no se inmutó. Siguió escardando las malas hierbas sin cambiar de posición. Un espeso pañuelo negro cubría su cabello y sus facciones. Serafín, una vez se posicionó en su lugar de privilegio, escarbó con sus manos la pechera femenina, encontrando dos colgajos ( prácticamente dos pimientos fritos ) que, dedujo el mozo, le debían llegar casi hasta la cintura. No se preocupó el machote, y siguió dale que dale con su cipote. Entraba y salía el fenomenal ciruelo, recorriendo de principio a fin el femenino túnel, una y otra vez, por largo rato, incansable en su follar el rústico aparato.

Y llegó el orgasmo. Y sujetó Serafín a la mujer contra su pecho. Bien metido su nabo hasta el útero, y aún más allá. Soltó su carga de años . Primero semen espeso, casi requesón. Luego, litros de leche entera. Salió luego descremada. Terminó un agüilla deliciosa, que rebasó – con creces – de la mujer , la cosa. ( olé ).

Saciado su deseo, abrochó Serafín , satisfecho, su bragueta. Se dio la vuelta la mujer, dando brincos y meneos… era una abueleta.

Horrorizado quedó el mozo al ver aquella vieja – casi centenaria – dando brinquitos por el campo. Pensó que la habría desgraciado con su furor de pene, con su grosor enorme, y preguntó , muy alterado :

Señora, señora. ¿ Le hice daño ¿ ¿ Se resiente su cuerpo anciano por mi ardor de macho ¿

Ella, sonriendo con su boca desdentada, le dijo – sin parar en sus meneos – brincando como ardilla de surco en surco :

No te preocupes mozo. Hacía tantos años que mi cuerpo no gozaba, tan de principio a fín, que estoy distribuyendo , por todos mis rincones, el sin par gustirrinín.

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