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Macarena

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Macarena

 

El chorro de dorado orín repiquetea humeante en el fondo de la blanca bacinilla adornada con motivos florales. Macarena flexiona sus muslos una, dos y tres veces para que las últimas gotas se desprendan de su rasurada vulva. Luego se acuclilla de nuevo, esta vez sobre una gran jofaina rebosante de agua tibia. Se enjabona con una gota de gel perfumado y extiende la espuma con la palma de su mano por todo su sexo hasta que llega a la entrada de su fruncido ano. Se demora allí más de la cuenta queriendo introducir el índice de su mano derecha hasta la primera falange. Es el único dedo en que su uña está cortada al ras. Las otras nueve uñas son largas y afiladas, rojas como la sangre. Tocan a la puerta del dormitorio . Es su doncella indicándole que queda poco tiempo. La espléndida mujer de piel canela se seca con un paño blanquísimo adornado con su escudo de armas. Luego le dá permiso a su doncella para que entre a prepararla.

Macarena acaba de cumplir treinta años. Es soltera por vocación. Descendiente de una riquísima familia de la nobleza cordobesa, con kilómetros y kilómetros de olivares de su propiedad en Córdoba y Jaén. Ella es hija ilegítima del Conde de Cabra ( repugnante crápula conocido en todos los antros de vicio de las capitales andaluzas ) y de una gitana bailaora que se las apañó para que el viejo chocho reconociese a su hija como heredera en su lecho de muerte. Los ojos negros, profundos y misteriosos de Macarena dan fé de su raza gitana. Hermosa como una divinidad antigüa, acata la religión cristiana como un mal menor impuesto por la sociedad y el rancio abolengo de su padre.

La doncella abrocha los ligueros de su ama tensando las medias de finísima seda negra para que las costuras traseras queden perfectas. Calza sus diminutos pies en altísimos zapatos de tacón. No llevará ninguna otra ropa interior. Sus pechos , duros como piedras, se mantienen erguidos sin que les afecten las leyes de la gravedad. La muchacha ayuda a su dueña a vestirse con el traje de seda negro, muy ajustado hasta la cintura y en forma de amplia capa hasta el suelo. El pronunciado escote muestra el canalillo de los opulentos senos. El peinado es un simple moño recogido en la nuca al estilo cordobés. Sobre él, clava la doncella una gran peineta de carey propiedad de las Condesas de Cabra desde tiempos inmemoriales. La mantilla negra de finísimo encaje antigüo cae sobre los hombros y espalda de Macarena en sinuosos pliegues que llegan hasta el suelo. En los lóbulos de las orejas le prende la muchachita unos racimos de perlas que bajan en cascada hasta sus finas clavículas. A lo lejos se oye ya el redoblar de tambores. Macarena se recoge el vestido y baja presurosa la amplísima escalera de caracol de mármol negro. En la puerta le espera su mayordomo que le cede el paso con una ligera reverencia.

Sale a la noche cordobesa que huele a azahar y claveles. El aire tibio de la recién estrenada primavera le eriza la piel endureciendo sus pezones. Camina a paso rápido. En la mano , cubierta por un guante de fino hilo, sujeta un grueso cirio adornado con un encaje de volutas de cera. Llega en dos pasos a la puerta del templo donde espera la procesión de Viernes Santo. Sabe que no saldrían sin ella, como Cofrade Mayor que es. Pero no se quiere hacer de notar ni imponer esa clase de prerrogativas. Prefiere imponerse en otras cosas.

El jefe de los costaleros dá la señal con dos golpes secos en el anda. Todo el paso religioso son tallas de Berruguete. Nadie sabe que la figura que representa a María en el desprendimiento de la Cruz fúe cambiada en vida del último Conde de Cabra. Macarena sí lo sabe . También sabe que para el rostro de esa Dolorosa fue su madre Dolores , la bailaora, la que posó para el desconocido artista. Nadie de la Cofradía sería capaz de negarle un capricho, cualquier capricho, a alguien perteneciente a la Casa de Cabra.

Majestuosamente, comienza a andar Macarena tras el paso que se balancea rítmicamente a un lado y otro de la calle, repleto de flores y de velas encendidas. El silencio es absoluto, solamente roto por el redoblar de un tambor. Están llegando a la primera parada. Dos nazarenos, cubiertos los rostros con los capirotes morados, se acercan a Macarena colocándose a ambos lados de ella. Un monaguillo adolescente pone a sus pies un almohadón cubierto de terciopelo rojo. La Condesa se arrodilla y, tras dejar la vela en manos del monaguillo, dirige sus manos al escote del vestido y de un rápido tirón lo desgarra dejando a la vista sus hermosos senos. Mira hacia arriba pues quiere ver los ojos de los nazarenos mientras levantan sus velas por encima de ella para que caigan sobre su pecho chorritos de cera ardiente. Los pezones quedan cubiertos por una pátina transparente que se solidifica rápidamente. Ella gime entre dolorida y excitada. Se fija en el tatuaje que llevan los nazarenos en sus manos derechas : una pequeña flor de lis.

Arranca otra vez la procesión. Los pechos de Macarena tiemblan con su paso firme.

El ardiente quemazón de los pezones ha bajado hasta su entrepierna. La procesión llega a una calle estrechísima por la que apenas se puede pasar. A ambos lados, los balcones cuajados de flores casi se tocan unos con otros. Se detienen otra vez. Macarena mira más hacia arriba. En los balcones de uno y otro lado se apretujan un montón de adolescentes que esperan con las braguetas abiertas y los erectos penes en la mano. A una silenciosa señal, que nadie sabe quién ha dado, comienzan a agitar sus pollas en la primera paja de sus vidas. Para acelerar la eyaculación , tras cada efebo está colocado su respectivo padre que, con el dedo índice convenientemente huntado en aceite de oliva, urga en la próstata de su hijo acariciándola con paternal afecto. Las jóvenes nalgas se aprietan en un primer espasmo y comienzan a caer sobre la Condesa chorros y más chorros de semen primerizo. Las mejillas de Macarena se tiñen de blanco. En sus clavículas se encharca la virginal lefa hasta que rebosa y cae lánguidamente, ya casi cuajada, hasta refrescar las monedas de cobre que son los pezones de la mujer.

Siguen los redobles . Macarena relame una gotita que pende como una perla de su labio superior. Paran los costaleros . Se oye un susurro de telas desprendidas. Macarena agacha su empeinetada cabeza para pasar debajo del anda. La esperan veinticuatro falos de todas clases , aunque todos de un tamaño mínimo de veinte centímetros ( ha sido la consigna para elegir costaleros ). La aristócrata va pasando de uno en uno, arrodillada en el suelo, succionándolos, lamiéndolos, acariciándolos, clavando sus afiladas uñas por bajo de los gruesos testículos para conseguir erecciones más potentes. Tras pasarlos a todos por la piedra, se levanta el faldón que cuelga desde el anda hasta el suelo y se cuelan por debajo los dos nazarenos de las flores de lis en la mano. Uno se tumba en en suelo, con el hábito arremangado hasta las caderas, la polla enarbolada como el palo mayor de una carabela. Macarena se ensarta con agónica alegría en tan tremendo rabo. Pero lo bueno está por llegar. El otro nazareno, cuyo pollón es mayor si cabe, se coloca tras la Condesa y , en seco , junta de golpe su vientre con las nalgas de ella metiendo hasta las pelotas su ardiente cirio. Aulla Macarena y su grito se confunde con el arranque de una saeta que le dedica a la Dolorosa un cantaor cordobés. Dura la cópula ana y vaginal lo que el canto del artista sacro. Se arrastra la joven fuera del anda, notando la sangre y el semen resbalar por sus muslos cubiertos de seda.

Avanza a trompicones . La peineta se le inclina peligrosamente y , al sujetársela, los senos se hacen más visibles, cubiertos de viscosidad seminal. Ya está cerca el fin de la procesión. La madrugada andaluza va clareando. Llegan al atrio del templo. Un tupido manto de pétalos de rosa esperan a Macarena. Termina de rasgar sus vestiduras , arroja a un lado la carísima peineta con la negra mantilla. Queda desnuda, solamente con medias y ligueros. Se cimbrea sobre sus zapatos de tacón. En la entrepierna negrea , mojado de semen y babas, su coño de gitana. Sólo tiene un último capricho. El monaguillo adolescente se acerca titubeante, sus inmensos ojos azules la miran pasando del deseo al temor. Bajo su ligero bozo nunca afeitado, sus labios rojos tiemblan de deseo. Pero junto a él está el Padre Juan, el sacerdote recién ordenado cuyos estudios pagó Macarena. Está bien aleccionado. El sabrá lo que hacer. Ayuda al monaguillo a despojarse de su casulla adornada de largas puntillas blancas. Luego, la sotana de seda roja. Después, nada. Está totalmente desnudo tal como le indicaron a sus padres. Su cuerpo lampiño brilla con luz marmórea bajo el temblor de las velas. Unos rosados pezones coronan un torso ligeramente musculoso que promete un cuerpo de Adonis. Su largo y flaccido miembro reposa sobre un almohadón de sedosos testículos. Los rizos de su pubis coronan tal maravilla. Macarena se abre para el chiquillo. El se tumba sobre ella, ambos en el lecho de rosas. Restriega su blanda polla contra el coño caliente de la mujer. Durante unos segundos ella baja una mano entre sus cuerpos, manipula sabiamente y mete la polla del chico en su vagina como si metiese un calcetín. Lo nota despertar. Siente desperezarse la pequeña bestezuela dentro de la cueva, dando pequeñas cabezadas hasta que se transforma en un rígido monstruo que la horada hasta lo más hondo. ( El niño también fue seleccionado, amén de por su belleza, por los veintisiete cms. De miembro en erección.)

Pero Macarena quiere rizar el rizo de la depravación. A una mirada suya, el sacerdote arranca sus ropas talares y , patiabierto ante ellos, agita su gran hisopo para ponerlo a punto. Se arrodilla delicadamente tras el efebo fornicante y sin decir "amén" le endilga la herramienta hasta sus profundidades abisales. Grita el chico y la Condesa lo acalla mordiendo sus carnosos labios. Follan los tres revolcándose entre los pétalos, cayendo el semen por los velludos muslos del cura, por las lampiñas piernas del monaguillo, por la vagina rezumante de la aristócrata…

Resollan los tres despatarrados en el atrio. Las caras de los angelotes de yeso los miran guiñando los ojos. Los penes, ya fláccidos, esperan el Domingo de Resurrección.

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