LOS CORTOS DE CARLETTO: " AMANTES EN JERUSALEM"
Avanza la cola de personas que esperan. Muy lentamente, de forma tan cansina bajo el sol de justicia, que la gente ya casi olvidó para qué quieren cruzar el control, camino de Jerusalem. En el puesto fronterizo, ante las barreras, Marta, revisa meticulosamente los documentos de identidad de los palestinos que quieren entrar en la ciudad. Tiene órdenes de hacerlo a conciencia, sin prisas, casi recreándose en la impaciencia de los que miran el reloj, esperando su turno.
Ella cumple órdenes. Es una soldado israelí, muy bien aleccionada. Fría. Tranquila. Eficiente. Con la seguridad total de quién hace lo que cree su deber. Su madre se lo repite cada noche, mostrándole las fotos color sepia de sus abuelos, de sus tíos, masacrados en Varsovia. Incluso le muestra, noche tras noche, el largo número grabado con tinta indeleble en su brazo. Y le cuenta, casi le canta, como en una interminable letanía, los horrores que oyó, los que vió, los que sintió en sus propias carnes. Y el olor horrendo de los hornos crematorios. Y la frialdad brutal, inhumana, de algunos soldados nazis. Y el éxodo vergonzoso, terminada la guerra, hasta que pudieron escarbar un nido en la tierra de sus ancestros
Noche tras noche, día tras día, año tras año. Las palabras calando, como ácido, en el cerebro, en el corazón, en el alma de la soldado Marta. Por eso está allí, orgullosa de defender los derechos de su pueblo, para erigir el castillo, el bunker del que jamás serán ya expulsados. Nunca más. Jamás.
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Nahim aguarda su turno. No tiene prisa. Su cuerpo está allí, aguantando el calor inclemente, el olor corporal de la gente con pocos accesos a la más mínima higiene. Pero su mente flota etérea, muy cercana al Paraíso prometido por Alá. Y su alma de poeta, teje y desteje poemas, versos, maravillas que compone durante el día, y que por la noche vuelca en el blanco papel. Canciones a la vida, al amor, al entendimiento entre los hombres. Y lo hace entre ruinas, entre los sollozos de las viudas y de los huérfanos, de los parias, de los sin tierra, expulsados de sus casas, de sus vergeles y de sus vidas. Casi sin saber como. Encontrándose , de repente, revolviendo en los vertederos, anidando entre escombros, clamando a un cielo hostil, que sólo hace caso a la fuerza de las armas, a la desesperación de otros La madre de Nahim viste de luto. Nada le queda sobre la tierra. Nada más que su hijo, al que alecciona, al que intenta destilar el veneno en el que naufraga su corazón. El, la mira cada noche, le sonríe absorto, con el pensamiento en otros mundos, en otras realidades. Y se inclina sobre el papel, cada vez mas escaso, dibujando sus versos, vertiendo sus emociones, construyendo sus plegarias de amor fraterno que Dios no quiere escuchar.
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Llega, por fín, el muchacho palestino ante la soldado de ceño adusto. El, le tiende sus documentos. Ella, siguiendo la rutina, mira primero la foto de identidad y levanta la vista hacia el rostro del potencial enemigo. El, la mira con candor, recreándose ya en la belleza sudorosa de la muchacha israelí. Se cruzan las miradas, se enganchan, se hilan en un cordón de seda que ya nunca se romperá. Marta queda sin aliento. La apostura del joven es inconmensurable. Pero sus ojos Sus ojos son el cielo, el alma, la negrura de la noche, la alborada matinal, el atardecer en el desierto, el pozo supremo de la dicha y la desdicha. El amor a la vida sale a borbotones por los ojos inmensos del poeta palestino. Y ella queda prendada de por vida. Y él , ya hace rato que nota su corazón sangrando por la muchacha judía. Alborozado y triste. Hambriento y saciado. Se han encontrado.
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Montescos y Capuletos. Israelitas y Palestinos. Todo da igual. Nada existe, nada se puede interponer entre el amor de dos jóvenes que se quieren. Huyen al desierto. En una cueva recóndita liban su amor uno del otro. Ella, rubia como el oro. El, moreno como el pan, como el azúcar, como la piel de tantos sufrientes en este perro mundo. Y se aman como ángeles. Y se disfrutan como demonios . Carnales y sublimes. Eternos y efímeros. Solo ellos dos. Sin razas . Sin políticas rastreras. Sin recuerdos que los subyuguen. Ellos, principio y final. Maravilla con maravilla.
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Los meses han pasado. Los amantes, de la mano, caminan por el desierto. Ella, grávida, casi salida de cuentas. Van hacia la ciudad, hacia la Jerusalem soñada. Solo existen el uno para el otro. El cordón de seda , es ahora un tapiz multicolor, de fuentes y pájaros, de razas enlazadas por las manos, de flores maravillosas que jamás existirán.
Llegan al puesto fronterizo. Muestran sus documentos, milagrosamente salvados , polvorientos y medio rotos. A Marta la hacen pasar rápidamente, casi a empellones, intentando apartarla lo antes posible de los insalubres palestinos. Quedan las manos tendidas de los dos, buscándose, manoteando en el aire. El debe esperar. Marta , tras la barrera, responde al breve, duro interrogatorio de un superior. Se acerca un muchachito palestino al grupo de soldados israelitas, ofreciendo unas humildes frutas. Marta le acaricia la cabeza. El niño la mira con ojos tristísimos, balbuciendo una disculpa. La explosión arroja a los soldados varios metros de distancia. Marta se desangra. El niño ya no existe. El soldado que estaba junto a la barrera, milagrosamente salvado, dispara ráfagas de terror contra la gente que espera. Cae el primero Nahim, con la boca muy abierta, aullando por Marta.
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Han muerto los dos. Tras largas horas de agonía. Uno en cada lado. Marta atendida en un hospital surtido de los mejores adelantos de la ciencia. Pudieron salvar a su hija, nonata. La muchacha habló con su madre, aguantando la vida que se le escapaba hasta decirle lo que quería. Y la madre asintió. Y juró. Y cerró los ojos azules de su hija . Y sus lágrimas cayeron sobre la larga cifra tatuada en su brazo, haciendo que desapareciese para siempre.
La madre de Nahim amortajó a su hijo con los paños blanquísimos guardadados como reliquia que eran los destinados al traje de novia de su hija, muerta meses antes, durante una represalia israelí. Antes escuchó la susurrante voz de su hijo, musitándole en el oido lo que quería, lo que pedía a su madre. Y la madre asintió. Y juró. Y cerró los ojos , negros como la noche, de su hijo. Y sus lágrimas cayeron sobre sus manos vacías, llenándolas de amor.
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En la cueva del desierto, las dos abuelas criaban juntas a la hija de sus hijos. Sin rencores. Con amor. Hablándole a la nieta, día tras día, noche tras noche, de lo mucho, de lo muchísimo que se querían sus padres. Y le hablaban de sus pueblos. Y de sus tradiciones. Y de la locura de los hombres. Y del horror de las guerras. Y la niña crecía en sabiduría y gracia.
Años después, tras enterrar a sus abuelas , se dirigió hacia la ciudad, hacia la Jerusalem celestial. Sonreía por el camino. Su cabello, rubio como el oro. Sus ojos, negros como la noche. En su pensamiento , una meta a conseguir : la unión entre los pueblos, llevar la buena nueva del amor entre los hombres. Como único bagaje, los poemas de su padre , la ilusión de su madre , el amor de los dos. Sin pensar en que podrían crucificarla.
Carletto.