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En la España profunda , tópica y racista, siempre se ha dicho que no hay cosas más dispares que un gitano y un guardia civil. Pero no siempre se cumplen los tópicos.

Manuel era un gitanillo que no se diferenciaba en apariencia de sus otros hermanos de raza : moreno de tez, ágil como una bestezuela, orgulloso en su porte de monarca venido a menos. Su familia era una de tantas por los caminos de España, con carretas de ejes rechinantes bajo el sol tórrido de la Andalucía agostina. En aquellos años de hambre de la posguerra no había diferencia entre gitanos y payos : todos tenían que llenar el estómago como fuese, y aunque la familia de Manuel intentaba ganarse la vida más o menos honradamente fabricando calderos de cobre, haciendo mil chapuzas y hasta cantando y bailando si se terciaba, lo cierto es que – cuando apretaba la gazuza – no se les encogía el ombligo al asaltar algún que otro corral de gallinas. Esto último no le gustaba mucho a Manuel ( lo que le gustaba a él era torear ); pero él obedecía a sus mayores con toda la devoción que imponen las costumbres de la raza calé.

Aquél mes de Agosto de mediados de los años cuarenta, Manuel tenía catorce años. Su fina estampa de gitano de pura raza apuntaba en el destello retador de sus ojos verdes, en los rizos negros de su alborotada cabellera, en los jóvenes músculos que apretaban su ropa estrecha que se deshacía en girones. El silencio de la calurosa noche solo era interrumpido por el ruido de los mil insectos noctámbulos que se citaban para aparearse. El grupo de gitanillos se acercó sigilosamente a la tapia de aquél cortijo cordobés. Manuel , como mayor de todos, los hizo esperar al pié del muro y agarrándose como lagartija a los salientes de piedra, brincó al otro lado buscando el gallinero en la oscuridad.

Fuera del cortijo, Malena notaba el corazón saliéndole por la boca por la angustia que tenía. De repente, un disparo reventó la noche y unas voces furiosas acabaron con la tranquilidad nocturna. Todos los gitanillos salieron como alma que lleva el diablo , excepto Malena que quedó esperando a su amado.

Ricardo despertó al ruido del disparo, al igual que el resto de los habitantes del cortijo . Cubrió de cualquier forma su cuerpo desnudo y salió en dirección a las voces que se oían por los corrales. En la cuadra, el capataz de la finca que había descubierto al gitanillo, lo había atado por las muñecas de una cuerda que pendía del techo, por lo que el chico , al que casi no llegaban los pies al suelo, se balanceaba con sus músculos estirados al máximo y con los ojos pugnando por no soltar ni una lágrima a pesar de tenerlos rebosantes de ellas. Un rubor intenso cubrió su rostro al percatarse de que su ropa había cedido por las costuras y que tanto su virilidad incipiente como su torso moreno y bien moldeado estaban a la vista de todos aquellos payos que lo azuzaban. El capataz , del que se decía a sus espaldas que gustaba de la carne joven ( ya fuese de pelo o de pluma ) sobaba morosamente el vientre del chicuelo acercando peligrosamente su manaza al colgante e indefenso miembro.

Los ojos azules de Ricardo, que a sus diecisiete años ostentaban una seriedad más propia de personas de más edad, brillaron un momento al cruzarse con los verdes y angustiados ojos de Manuel. El gitanillo recorrió durante unos segundos el cuerpo del joven payo que casi estaba tan desnudo como él. Sintió un pinchazo en el corazón al deslizar sus ojos por el rostro del chico rubio, en el que la barba comenzaba a despuntar tímidamente. Su torso desnudo brillaba en el calor de la noche y unos vellos rubios como el oro pugnaban por escapar por la bragueta del ancho calzoncillo blanco. En el cuello , destacaba el moretón que le había hecho aquella misma tarde su novia Blanca, chupando la gruesa vena que destacaba azulona en la piel del futuro guardia civil.

Ricardo se estremeció involuntariamente al ver cabecear el nabo del prisionero moreno. El capataz con sus lúbricas caricias estaba consiguiendo hacer despertar la virilidad dormida del virginal muchacho. Sintiendo un asco profundo, no exento de excitación, el joven dueño de la hacienda ordenó al capataz y a los otros que saliesen de allí inmediatamente. Obedecido a regañadientes, Ricardo se acercó al colgante cuerpo para desatarle. Pegado a él, levantó sus brazos para liberar las manos del gitanillo. Sintió contra su bajo vientre la dureza incipiente del falo adolescente por lo que, involuntariamente, respondió su propio miembro asomando por la portañuela del calzoncillo. Sus pezones , castigados por los dedos de su novia, rozaron las monedas de cobre que eran las tetillas de Manuel … y una descarga eléctrica recorrió ambos cuerpos que temblaron al unísono. Se miraron a los ojos en la cortísima distancia a que estaban sus cabezas e, irremediablemente, sus labios se buscaron para juntarse en el más casto beso que imaginarse pueda…

Malena vió salir por el portón del cortijo la silueta de su amado, que se sujetaba los pantalones para no perderlos. Bajo el brazo aleteaba una cacareante gallina. Manuel no le dijo nada. Sabiendo que algo había cambiado en su vida, la gitanilla comenzó a andar tras el polvo que levantaban los pies desnudos de su macho.

Cinco años después Manuel Montoya, la revelación taurina de la temporada, era aclamado en la plaza de las Ventas de Madrid. Su figura, ceñida de verde y oro, dio la vuelta al ruedo aclamada por un aleteo de miles de pañuelos blancos. Por la puerta grande y a hombros de la multitud que lo aclamaba, el torero gitano sonreía con los labios aunque los ojos tenían la tristeza que no le había abandonado desde aquella noche de Agosto cordobés. La masa vitoreante lo acosó peligrosamente, por lo que el bellísimo joven de bucles negros y piel canela casi fue derribado de los hombros que lo portaban. De repente, un jinete de la guardia civil se abrió paso entre la muchedumbre y, ofreciéndole su mano al torero, lo aupó para que montase el caballo sentado delante de él. Se cruzaron las miradas y ambos quedaron paralizados al reconocerse : Ricardo evocó de golpe la noche fatídica en la que su razón y su corazón quedaron desgajados para siempre. Olvidó su inminente boda con Blanca, su novia de toda la vida, que sabía arrancar de su cuerpo aquellos orgasmos salvajes frotando sus ampulosos senos a ambos lados de su miembro viril. Se lamió los labios rememorando el sabor del beso con Manuel a la par que su polla se irguió pujante bajo el ceñido pantalón blanco de su uniforme de gala.

Manuel saltó ágilmente a lomos del caballo. El brazo de Ricardo lo enlazó por la cintura y el gitano notó inmediatamente en sus riñones la dureza pétrea del nabo del guardia. La mano del caballista bajó imperceptiblemente desde la faja que ceñía la cintura breve del torero hasta reposar sobre el grueso paquete testicular que abultaba la taleguilla. Dejaron muy atrás la multitud. El caballo partió a galope con su carga de machos en celo y no pararon hasta llegar al chalet de la sierra de Madrid donde Ricardo estaba preparando su futuro hogar con Blanca. Al ir suavizándose el trote del caballo hasta terminar en un paso lento, Manuel se repantigó contra el cuerpo de su amado, agarrando sus muslos con el ansia de recuperar los años perdidos. Ladeó un poco la cabeza para encontrar los labios de Ricardo que, esta vez sí, los juntó a los suyos para saborear el regusto de la auténtica lujuria.

Ninguno de los dos se acordó durante horas de sus hembras respectivas. Malena quedó lejos del pensamiento de Manuel. Blanca quedó difuminada como un grato recuerdo muy distinto al volcánico AHORA.

La colcha de blanco satén los recibió con su frescor de luna de miel. El cuerpo moreno del torero emergió tras el verde y oro de su traje de luces. Sus músculos refulgían en la penumbra del dormitorio como bronce bruñido. Su enhiesto falo semejaba un alfanje curvo, preparado para batirse con el caballero cristiano. Las nalgas le temblaban intermitentemente como las ancas de un caballo de pura raza. El hermoso guardia civil, imponente con sus galas, fue desnudándose lentamente para que el chico gitano catase con sus ojos verdes el suculento manjar de su blanco cuerpo. Su príapo erecto redoblaba contra su vientre con sones militares. Se acercaron uno a otro, queriendo mentalmente poner el contador del tiempo en el mismo instante que, cinco años atrás, se habían despedido con el alma enamorada irremediablemente.

Ambos eran vírgenes en cuanto a sexo homosexual; pero se dejaron llevar por la llamada de la Naturaleza y suplieron con intuición lo que desconocían. Paso a paso, descubrieron lo que les gustaba. Sus labios encontraron el camino desde los labios hasta los pezones, de los ombligos hasta las enervadas pollas. Las titubeantes lamidas se transformaron en ardientes mamadas. Las caricias superficiales por sus sudorosas pieles se transformaron en ahondamientos de los dedos en los oscuros orificios de los placeres ocultos. Y, cuando ya estaban al borde de la explosión, supieron encajar sus nervudos miembros en los dilatados anos. Y, aunque dolidos en un principio, sus propias salivas y sus líquidos pre-seminales lubricaron los conductos rectales para acoplarse por turnos en una cópula de amor carnal y espiritual que los llevó a jurarse fidelidad eterna. El famoso antagonismo entre razas, entre guardias y gitanos y entre clases sociales quedó hecho añicos en aquella colcha de blanco satén empapada de espeso semen.

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