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Historias de una aldea (1)

en Grandes Relatos

HISTORIAS DE UNA ALDEA – I -

 

Sobre la piedra del hogar se consume un tocón de leña. El resplandor de las brasas ilumina tenuemente el interior de la vieja cabaña. Ramiro se masturba lentamente bajo la yacija, simulando que duerme, mientras no quita ojo de las figuras que se revuelcan a dos pasos de él. Admira la verga de su padre, potente y enorme, hundiéndose una y otra vez entre los muslos de su madre. Los gestos crispados de los cónyuges , sus ansias , remueven la libido del hijo mayor, que acelera en los movimientos de sube y baja sobre su miembro viril, casi tan grande – ya – como la del adulto. Desde el rincón oscuro , Ramiro observa los borbotones de semen desparramados sobre el vientre materno. Con un último apretón a su falo , él hace lo propio , manchando – una vez más – las ásperas sábanas.

***

Amanece sobre la pequeña aldea. Todavía está oscuro, y ya se oyen los esquilones de las vacas , montaña arriba, buscando los jugosos pastos verdes. El tañido cascado de la vieja campana llama a oración a cuatro viejucas. Pronto comienza , también, el martilleo de Tarsicio – el herrero – batiendo sobre su yunque los aperos de labranza que chisporrotean al rojo vivo . Junto a él, inflando y desinflando el fuelle de la fragua, está Ruanillo, su joven aprendiz, bostezando silenciosamente .

***

Maruxa, la lavandera, se aleja con paso garboso hacia el cercano río. En un rodete de trapo, sobre la cabeza, lleva en equilibrio un gran recipiente rebosando ropa sucia. Al pasar junto a la Casa Parroquial observa de reojo a Carmiña , la sobrina tonta de don Pascual , el Párroco , que ya ha comenzado con su eterno canturreo mientras salta a la comba usando una cuerda deshilachada. La madre de Carmiña , Rosario, trastea por la cocina mientras – de vez en cuando – queda en suspenso mirando por el ventanuco con aire soñador. Pasea la mirada por el interior de la cocina. En un rincón , medio escondido, aguarda el enorme caldero de cobre tiznado de hollín , el que antaño colgaba perennemente sobre el fuego del hogar, barboteando sin descanso – día y noche – para que nunca faltase un caldo caliente que llevarse al estómago. Ahora está maldito, y no se usa tras aquél fatídico día… Rosario ahuyenta los malos pensamientos, mientras su mirada vuelve a colarse por el ventanuco y sus pezones se yerguen bajo la camisa de dormir. Piensa en Ramona .

Ramona canturrea y resopla, resopla y canturrea, mientras baja por el resbaloso sendero de la montaña. Sobre la cabeza , en precario equilibrio, lleva un gran recipiente de latón con leche recién ordeñada. Bajo el brazo, un canasto de mimbre con quesos frescos envueltos en hojas de parra. Encaramada sobre zuecos de madera, chapotea en el barro mientras avanza penosamente. Rosario la espera. Pronto el suplicio del camino se transformará en inmenso placer…

***

Encerrado bajo siete llaves, el escuálido Narciso – el solterón propietario de la única mercería de la aldea - mira al espejo antes de comenzar a desmaquillarse. Fija su mirada en el rostro pintarrajeado, que anoche encontró hermoso , y ahora, a la fría luz de la madrugada , encuentra patético. Nota sobre su lengua el sabor pastoso del semen ajeno. Cierra los ojillos y rememora unos instantes el gozo tan intenso experimentado al amorrarse a aquellas braguetas tan temidas, el escalofrío que quemó su columna al desabrochar los uniformes verdes, el brillo frío y acharolado de los tricornios, el placer desmesurado de ver a los dos jóvenes de la Benemérita despatarrados ante él/ella , apoyados en el cruceiro del camino, ciegos a otra cosa que no fuera el sentir los labios de aquella extraña mujer sorbiéndoles la vida por el capullo.

Al darle el ¡ alto ! , le habían preguntado su nombre. " Ayelén" – inventó a la carrera-,. y allí estaba ella, bajo la noche estrellada, temblando de frío y de miedo. Luego les salió a ellos la juventud y las ganas de hembra y de cachondeo. La tomaron por mujer desde el primer momento, y no los desengañó ¡ claro que no !. Y les siguió el juego perdiendo el miedo sobre la marcha. El zorrón que llevaba dentro, el que solo salía de tarde en tarde y, como mucho, se atrevía a travestirse, hizo desaparecer las últimas pegas que ponía el pobre Narciso para dejarse llevar por el ancestral hambre de carallo que poseía a la Ayelén. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir.

El gallo ya hace rato que cantó. Tiene el tiempo justo de darse un baño, dormitar un poco y vestirse para abrir la mercería.

***

"Ite Misa Est" – se dirige Don Pascual a las viejucas que tosen envueltas en mantillas. Y, al mirarlas, le dan la sensación de negros cuervos que bisbisean malos augurios.

Hace varias horas que tiene el estómago revuelto. Justo desde que el Indiano le mostró el bebé.

Hoy, en principio, estaba invitado a comer en el Pazo. El Indiano era espléndido en su mesa, generoso con los invitados. Le encantaba hacer pública demostración de sus riquezas, aunque – como buen rico – fuese extremadamente tacaño con sus servidores. Anoche le avisaron que se suspendía el banquete. Lógico : no hay evento, no hay nada que celebrar. La mente de Don Pascual trota de un lado hacia otro mientras se despoja de las ropas talares. Por asociación de ideas, al pensar en el Pazo, ha recordado – como un fogonazo – unos tirabuzones rubios, una cara angelical, un cuerpecito de niña-adolescente , justo en la sazón que le gusta a él. Por eso, solo por eso, sabe que arderá en los infiernos. "Elvira" – piensa - , y ese nombre le produce una erección tan dolorosa, que cierra de un portazo el Sagrario y se pone de bruces sobre las losas de la Sacristía, sollozando inconsolablemente.

***

La negra calesa se aleja levantando una nube de polvo. Bajo la sombrilla de encaje y seda, la Señora aplica sobre su boca y nariz un diminuto pañuelo empapado en perfume. El aya cubre la cabecita del bebé con un pico de la blanquísima toca de organza, mientras lo acuna sobre sus exiguos senos de ama seca. En un canastillo , adornado con profusión de lazos y puntillas , espera el biberón - ¡ el primer biberón ¡ - que tomará el rorro. El Señor atusa su bigote engominado al recordar, de improviso, los opulentos pechos de Rosalía . Finge abanicarse con el sombrero , para dejarlo luego sobre la embravecida bragueta y disimular el ostentoso bulto que – como por ensalmo – ha brotado bajo el liviano pantalón.

Maldice "sotto voce" contra el cura de la aldea : por su culpa han tenido que emprender este viaje para acristianar – en la Parroquia más próxima – a su pequeño bebé.

***

 

El inmenso caserón del Pazo queda silencioso. En lo alto de un cerro, verde brillante recortado sobre azul purísimo, el vaquerillo hace llorar su gaita con aires de morriña , mientras no quita ojo de Generosa – la de las ubres ubérrimas – que rumia el pasto mansamente. El zagalón no tendrá más allá de quince años. Larguirucho y desmadejado , de cabello pelirrojo e hirsuto , adelgaza a ojos vistas desde hace unos meses. Muge la vaca mirando de reojo al pastor . El muchacho deja sobre el pasto la gaita desinflada y acude presto junto a su amada musitando cosas por lo bajini. Acaricia la testuz, el lomo y la inmensa barriga. El calor de las ubres , prende en el chico – una vez más – un ardor insoportable en su entrepierna. Guía a la res junto a una piedra. Sube el zagalón haciendo equilibrios y sujetándose en el huesudo trasero de Generosa. Sus raídos pantalones de pana pronto están en los tobillos. Salta al aire la vara de mando del vaquero. La vaca deja que el zagalón le aparte el rabo y que la penetre con su verga ínfima. Generosa no nota nada, ni siquiera una mínima rozadura en el interior de su vagina; sin embargo, el muchacho nota un gozo supremo al introducirse por entero en el sexo vacuno. Hasta los testículos quedan dentro del horno húmedo y acogedor de Generosa, que sigue rumiando como si la cosa no fuese con ella. El vaquerillo se licua en un orgasmo brutal.

***

Carmiña salta la comba y canta con voz atiplada : ¡" Al pasar la barca, me dijo el barquero …. "! , y con cada salto brincan a la par sus pechos de mujer hecha, y tiemblan sus carnes que ya saben lo que es parir. Canta, ríe, se queda seria, brinca y rebrinca, ríe como una niña. La calesa pasa junto al jardín. Un llanto de bebé deja en suspenso la risa que brota de la garganta de la muchacha. Sus ojos, verde esmeralda, se anegan en lágrimas. Algo hiere su pensamiento eternamente infantil y echa a correr tras la calesa, que ya se pierde por el camino polvoriento. El gesto de niña ha desaparecido. Ahora solo es una madre en busca de su bebé. Carmiña sigue corriendo, gritando, hasta que cae vencida a la orilla del camino, con ambas manos engarfiadas sobre su vientre, llorando amargamente por su juguete desaparecido.

***

Allá abajo, junto a la vereda musgosa del lento río, Maruxa frota con sus manos enrojecidas ,e njabonando la ropa ajena. Ya hace calor. Solo lleva puesta una camisa muy liviana, que las salpicaduras de agua han dejado transparente en algunas partes. Los pechos le brincan alegremente con el movimiento incesante de los brazos. Ya se le han salido varias veces por el amplio escote, y los lleva chorreantes con la espuma de jabón . Un viento de poniente está dejando el día caliginoso. Las ráfagas ardientes se cuelan entre sus muslos sudorosos. La camisola revolotea al viento, dejándole el trasero totalmente al aire. Si la viese alguien ahora … Su sexo se humedece . Recuerda el trasiego nocturno de sus vecinos. Los gemidos, los ruidos rítmicos del cabezal de la cama contra la pared. Y ella, sola, viuda … y caliente. Imaginando a los hermosos recién casados, revolcándose sobre la cama …

Apenas siente a alguien tras ella. Cuando las manos callosas restallan sobre sus blanquísimas nalgas, cuando le abren el sexo goteante, cuando el carajo nervudo y larguísimo la penetra… no tiene tiempo de gritar. Le han envuelto la cabeza con un paño húmedo – de los que ella tiene puestos a secar sobre los romeros – y casi no puede respirar. La verga la taladra de una forma inclemente, mientras la azotan una y otra vez sobre las nalgas en carne viva. Otras manos – presumiblemente femeninas – le amasan los pechos, le retuercen los pezones… Nota una boca que busca sus labios a través del tejido mojado que la envuelve. Y ella simula que devuelve el beso, mientras hinca los dientes en los labios ajenos. Grita la desconocida y la muerde a su vez, mientras la lavandera obtiene el orgasmo más intenso de su existencia.

Minutos después, abandonada sobre el musgo, Maruxa– casi en trance – se despoja del paño que envuelve su cabeza , recupera la prenda que estaba lavando y sigue en su postura de rodillas, con la grupa en alto, notando el esperma – ya frío – brotando del sexo y deslizándose por el muslo en un hilillo viscoso. No piensa, no quiere pensar en lo que acaba de ocurrirle.

***

Marina, la buhonera, prepara la mesa y canta. Su voz es tan hermosa como su rostro. Está contenta, muy contenta. Tras una vida de peregrinar de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, de villorrio en villorrio, por fin, ha encontrado lo que quería : un techo bajo el que cobijarse, un hombre al que amar. Y eso lo mantendrá pese a quien pese. Aunque le arranquen la piel a tiras, no conseguirán que deje la vida que apenas ha comenzado a saborear.

Abre la puerta y grita unos nombres : ¡ Tarsicio! ¡Ruanillo!. ¡ La comida está puesta!.

Sigue poniendo la mesa. A los pocos minutos aparece en el umbral "su" hombre. Su Tarsicio, el más fuerte, el más guapo, el más trabajador, el hombre más bueno de toda la aldea. Y, tras él, con los ojos sombríos de adolescente hambriento de cariño … Ruanillo. El pequeño mudo, ahijado de Tarsicio. Ayudante empecinado en aprender, única compañía del herrero durante varios años.

El corazón de Marina es enorme. Ella ha sido una chiquilla tan falta de cariño como intuye que le pasa a él. Para Ruanillo , Tarsicio es su Dios, su padre, su hermano, todo en una pieza. Bueno – piensa ella – pues si Tarsicio es como su padre, ella será como su madre, y formarán una gran familia.

La comida es alegre, aunque silenciosa. Ruanillo contempla – absorto – a la pareja. Se quitan el pan uno al otro de la boca, con la boca. Beben vino y comparten los buches entre risas. Las manos se les pierden bajo la mesa … Para ellos el muchacho no está, no existe, no es nadie. Ahora ya está solo, para siempre. Sin poder oir, sin poder hablar, sin tener a nadie que lo acaricie y a quien entregarse por entero…La vida será insoportable para él. Así no vale la pena vivir.

¿Dónde está Ruanillo? – pregunta , sofocada, Marina mientras aparta las manos de Tarsicio de su entrepierna.

Caen en la cuenta de que falta desde hace rato. El muchacho, discreto y silencioso, ha salido mientras se besaban. Sin embargo, Marina, medio meiga como es, tiene una sensación extraña, como de peligro, como de algo oscuro que pende sobre ellos.

¡ Vamos a buscarle !- implora a su marido mientras lo empuja hacia la calle. Es medio día. No hay un alma por los alrededores.

¡ En el hórreo! – chilla la buhonera corriendo, ya, hacia allí.

Está cerrado por dentro. La puerta, carcomida, no es ningún obstáculo para los músculos de Tarsicio. La pareja se empuja el uno al otro intentando entrar. Colgando del techo, con los rasgos ya azulencos, Ruanillo los mira entre estertores.

La montaña de músculos que es Tarsicio se transforma en mater amantísima acunando al chiquillo. Está desesperado. Besa la frente, las mejillas, la boca del muchacho. Sus lágrimas mojan el bello rostro del efebo. Vuelve a besar los labios azulados, tratando de insuflarle la vida que se le escapa. Hasta que nota un movimiento que le responde. Una lengua que busca la suya. Unos labios que se ciñen a los suyos, buscando los besos olvidados. Tarsicio mira los ojos de su aprendiz, de su amante de tiempo atrás. Y en ellos descubre el amor desbordante que antes no era capaz de ver. Y cae en la cuenta de que , él, ha significado muchísimo en la vida del pobre huérfano. Que lo que para él no fue sino calentura del momento, para Ruanillo llegó a ser la vida entera.

***

Declina la tarde. Unas risas infantiles alborotan la paz vespertina. También se oyen voces entreveradas, de las que informan que sus dueños ya pueden presumir de bosques en la entrepierna . ¡ Uno, dos, tres …! No hay duda : están jugando al escondite.

Gañán deja clavado el azadón en el oscuro surco. Distraido en sus pensamientos , desmenuza entre sus grandes manos – casi grotescas – un terrón reseco. Ya casi es la hora. Pronto recibirá la señal.

El jardinero escarba en su bragueta andrajosa y saca una verga de tamaño considerable. El chorro dorado surge en un arco humeante, que el hombre aprovecha para lavar sus manos encallecidas. Casi sin terminar de orinar, guarda el portentoso aparato entre sus harapos de pana. Las últimas gotas resbalan muslo abajo, dejando una mancha oscura en la pernera del pantalón.

Allá arriba, en los ventanales de la habitación principal, asoma fugazmente un rostro femenino enmarcado en una cofia de doncella. Mira directamente hacia donde Gañán simula ejercer de jardinero, y , tras hacer un gesto perentorio de llamada, retorna a ocultarse tras los visillos de encaje que la envuelven como una ola espumosa.

***

Rosalía desabrocha el ceñido corsé ante el espejo ovalado. Unos angelotes sin rostro, tallados entre una profusión agobiante de flores y hojas de parra, resaltan – dorados - del marco de madera. Mira, reflejados en el cristal, sus ojos pardos, ojerosos, orlados de tupidas pestañas que dan sombra a las pálidas mejillas. La ropa interior es de buena calidad aunque ya muy gastada : regalo de la Señora . Aparta los bordes de la fina camisa y aparecen los enormes senos, hinchados, monstruosos. Una red de venitas azulencas contrastan sobre la blancura inmaculada de la piel. Los pezones, supurantes, están cubiertos con redondeles de gasa, empapados , ya , de tibia leche.

Posa las palmas de sus manos sobre las cúspides de los senos. Nota su calor a través del entramado de las gasas. Le duelen. Mucho. Necesita urgentemente que le extraigan la leche, que le chupen, que le mamen …

Termina de desnudarse lentamente. Los ropajes, pesados, caen a sus pies. Emerge de ellos desperezándose, sensual , con movimientos de cobra. Aprovecha los alfileres que saca de las profundidades del moño para rascarse un ligera comenzón en el cogote Desprende la cofia almidonada , y el cabello, negrísimo, cae en ondas hasta la cintura. Finos hilos plateados resaltan entre la negrura, recordándole que ya no es tan joven. Sopesa, una vez más , sus mamas .Su mirada se desliza , morosa, sobre su cintura apenas afeada por un pliegue de grasa. Las caderas son anchas, muy anchas, y de ellas arrancan unas nalgas dignas de posar para Rubens.

Una gota perlada baja desde un pezón, dejando un sendero de humedad sobre la piel traslúcida. La contempla , absorta , y sigue su rastro con la yema del dedo, buscando su tibieza entre los vellos del pubis… y aún más allá. Acaricia los labios del sexo sin llegar a abrirlos. Simplemente, hunde el dedo hasta la primera falange, sacándolo de inmediato para llevarlo hasta su nariz. Aspira profundamente su olor a hembra , y , tras unos segundos de indecisión, asoma la punta de lengua – como un gatito – y lame el dedo con fruición, evocando el olor, el sabor a océano de su aldea natal.

Sentada a los pies de la inmensa cama bate los abanicos de sus pestañas. Palpa la colcha de seda, siguiendo los dibujos del bordado con la palma de la mano. Tropieza con un almohadón, tan mullido y tibio como la panza de un gato viejo. Lo arrastra hacia sí , bajo de sí, y deja caer su cuerpo sobre él. Ahora se encuentra ofrecida, con el pubis elevado voluptuosamente , como una ramera esperando al primer cliente.

***

Tras los cortinajes de brocado verde , Elvira aguanta la respiración . Los tirabuzones rubios , los enormes ojos azules, la nariz chatita y respingona … . Todo en ella es delicioso, angelical. Su cuerpo, menudo y nervioso, está cubierto por un salto de cama de seda rosa, muy infantil, demasiado infantil para su gusto. Ella se considera una mujercita hecha y derecha. Nadie sabe nada de "su" secreto, de sus recientes y rizosos signos de madurez; ni tampoco de las curvas que comienzan a definirse, de las simétricas protuberancias que adornan su torso, de las exquisitas y pecaminosas sensaciones que obtiene al acariciarse a sí misma … Y ahora, de improviso, está observando – totalmente sorprendida – a su ama de leche , Rosalía , tocándose en los mismos sitios que lo hace ella.

Elvira no sabe qué hacer. Siente una dulce, una loca, una imparable comezón en su entrepierna. Con su larga mano ( dedos de pianista dice su madre ) aplasta el salto de cama entre sus muslos, tratando de apaciguar el picor insoportable. No lo consigue y busca encontrar – a través de la seda – el botón minúsculo que transformará la molestia en placer. Olvida durante unos instantes que no está sola. Frota delicadamente la montañita de carne, y , al hacerlo, cambia su peso de una pierna a otra . Su nalga perfecta, dura como el pedernal, roza el bajo vientre de su primo Pedro que está atisbando – como ella – entre las cortinas.

Pedro traga saliva. ¡ Solo le faltaba esto! . ¡ No era suficiente con encalabrinarse mirando a la mujer desnuda , como para que – ahora – su prima le restregue el trasero por su verga enhiesta!. Está tentado de echarse hacia atrás, evitando a toda costa el contacto de su cuerpo con el de Elvira . No llega a hacerlo, pues – en ese momento – alguien más acaba de entrar en la alcoba.

***

La mujer , despatarrada sobre la cama, no percibe la figura masculina que la observa con un brillo salvaje en la mirada. El cuerpo de Gañán, seco y fibroso, se refleja unos instantes en el espejo ovalado . Sus ropas mugrientas quedan sobre la alfombra de tupida lana turca. La verga del viudo se cimbrea ante él como la vara de un zahorí. Su fino olfato percibe el olor a mar que desprende el sexo húmedo de la criada.

El jardinero se agacha hasta ponerse en cuclillas. Los testículos cuelgan libres y bamboleantes; el miembro erecto roza el cubrecama de seda, manchándolo con el líquido pre-seminal que fluye del ojo de su glande. La larga nariz del hombre husmea la hendidura femenina, entreabriéndola con la punta del apéndice nasal. Se remueve la hembra al notar la presencia del macho. El se incorpora ágilmente y, apoyando las manos a ambos lados del cuerpo de Rosalía, la embiste con su falo hasta lo más profundo de la vulva. Menea las caderas la ensartada pidiendo más ración de lo que está tragando . Gañán, tras unos rápidos chapoteos, saca la verga churretosa y, con una rapidez impropia de su edad, trepa sobre el cuerpo femenino y se esparranca de rodillas sobre la cama, con los recios muslos aprisionando la caja torácica del ama de cría. La mujer lo mira con delirios de bacante. Sus manos retornan a los senos doloridos y , haciendo presión sobre los costados, hace que surja la leche en dos fuentes tibias que derraman el blanco líquido por el inmenso canal de los pechos. El hombre coloca sus manazas sobre las de ella. Juntos aprietan un seno contra el otro, formando una vagina artificial en cuya entrada apoya la verga el jardinero. Desaparece el falo, engullido por los senos portentosos. Los pezones ya son manantiales que brotan sin cesar, que empapan todo a su paso. Asoma una porción de glande por allá, desaparece y vuelve a aparecer… El ritmo del hombre se hace más enérgico. Aprieta los dedos , hundiéndolos en los senos, buscando el tibio lubricante. La verga , brillante , simula un cuchillo sajando la carne incruentamente. El coito cubanero sigue y sigue … hasta que el ojo ciego escupe su carga sobre el cuello, barbilla y boca de Rosalía.

No tiene suficiente Gañán. Dando sonoras palmadas sobre las carnes trémulas del ama de cría, la hace ponerse a cuatro patas sobre la alfombra. El cabello de la mujer semeja crines de yegua. El jardinero se transforma en jinete y deja caer su peso sobre los riñones de la criada. Casi se derrumba la improvisada montura, más el jinete tira del cabello transmutado en crines haciéndole que se levante. Por el suelo chorrea la leche y el semen desde los pechos grávidos. Con la palma callosa , Gañán azota las opulentas nalgas una y otra vez. Arrastra las manos y las rodillas la pobre infeliz intentando ser – mínimamente – la montura deseada. Una vez consigue dar unos pasos, sigue con más seguridad , casi olvidándose del peso de su desnudo jinete. El jardinero premia sus esfuerzos dirigiendo la manaza por su rabadilla, hasta llega a insertar dos gruesos dedos en la cavidad vaginal de la yegua humana, y un tercer dedo en lo más profundo del ano.

La actividad deportiva acelera la libido del macho dominante. Sin mucha ceremonia desmonta de Rosalía y, casi sin darle tiempo a prepararse, la empuja contra el espejo mientras remoja la punta de su verga con un gargajo de su propia cosecha. Rosalía aguanta la embestida. Su carne se desgarra con la verga descomunal. Un dolor insoportable asciende desde su ano violado. Aplastada con la cara contra el espejo, la mujer se mira a los ojos, y entre las brumas de la suciedad, del dolor, de la vergüenza… aparece – una vez más – el brillo innegable del placer total. Los senos escupen sobre el cristal blancas oleadas lácteas.

***

La lengua de Rosario está paladeando su manjar favorito. Lame con fruición , aspira el aroma… está en la gloria. Ramona la observa desde su atalaya. No llega a comprender a esta mujer, a su amante, que se derrite de gusto … ante sus pies. Sí. Ante los pies de Ramona, pobre caminante de dedos encallecidos. Y no existe paño mejor que la lengua de Rosario. No deja ni un atisbo de suciedad. Se arrastra, se introduce, repasa y moja, chupa y sorbe, besa y mordisquea … Cada dedo es un dios para ella. Adora todos y cada uno de sus callos, de sus juanetes, de sus heridas. Y las cura con su saliva. Y las seca con su aliento.

Cuando llega el turno a Ramona , ya casi todo está hecho. El sexo de Rosario es ya un volcán a punto de erupción. Y las amantes se acoplan perfectamente : boca – vagina , vagina – boca. Y las lenguas cumplen su cometido. Y los dedos. Y los dientes. Y los orgasmos llegan puntuales, y, tras ellos, la paz.

En la calle, Carmiña ha dejado de cantar. Nunca se cansa esta niña. Niña que no es tan niña, pues ya dejó atrás los diecisiete; pero que quedó anclada en los trece. Como le podía haber pasado a Rosario. Simplemente ella fue más fuerte. Carmiña no lo fue. Y luego estuvo lo otro …Todo se complicó.

***

Maruxa recorre el camino hacia el pueblo andando cansinamente. El peso sobre su cabeza es enorme. Algunos momentos cree que su cuello no aguantará. Desde lejos distingue a sus vecinos. Están en el jardín. El, sin camiseta, está subido a una silla, intentando llegar a un higo que pende al alcance de la mano. En la postura, el pantalón se le bajó hasta debajo de la cintura , mostrando el inicio del vello púbico. El torso le brilla de sudor. Junto a él, agachada, su joven esposa arregla unos higos en una pequeña cesta de mimbre. Cuando pasa Maruxa responden a su saludo. Ella entra en casa totalmente agotada.

La viuda se refresca en la jofaina. Al pasar las manos por el rostro nota un pequeño dolor en los labios. Se mira en el espejo. Tiene una pequeña herida, como un mordisco difuminado. Con el recuerdo de lo pasado en el río, su cuerpo se enciende como una antorcha. Y algo que no puede definir le queda parpadeando en la mente. Añade agua en la jofaina y la coloca en el suelo. En cuclillas, se lava el sexo lanzando pequeños manotazos de agua. Está más fresca, pero el ardor interno no se va. Sale al jardín. Derrumbada sobre la vieja mecedora cierra los ojos. Le llegan los efluvios de la higuera. Siempre le gustó ese perfume. Tiene calor. Abre los muslos en un intento inútil de refrescarse. Se nota observada. Abre los ojos asustada, encontrándose la mirada de sus vecinos . El se está acariciando – lentamente – el bulto de la entrepierna. La muchacha aparta una greña de pelo que le tapa la cara, y entonces, Maruxa, comprende lo que antes no entendió : su vecina lleva sobre los labios un mordisco idéntico al suyo.

***

Ramiro está erecto. Como siempre. Obsesionado perennemente con el sexo sin tapujos que ve cada día, cada madrugada, en su casa. Los cuerpos de sus padres en una eterna búsqueda del placer, enredados en nudos imposibles, agonizantes de deseo, gimiendo como animales en celo. Y él allí. Aguantando mecha. Viendo la cara de su madre con el éxtasis del orgasmo. Sin perder detalle de todos y cada uno de los abrazos ofrendados en el lecho conyugal…

En la pequeña ermita , apenas alejada de la aldea, vive su tía Casta. La beata de la familia. La que nunca se quiso casar. La que quedó "para vestir Santos". Y vistiendo santos está en esos momentos. Encaramada en lo alto de una añosa escalera, Casta está colocando unas hermosas galas a la Patrona de la aldea. Aprovecha unas telas cedidas por una antigua habitante de la comarca – ahora famosa cupletista parisina – para cambiar los ropajes apolillados de la antiquísima imagen. Al verla , Ramiro, se admira – como siempre que la ve – del extraordinario parecido que tienen su tía y su madre. Sabe que son gemelas, aunque Casta – al no haber tenido hijos – se conserva bastante mejor que su hermana Susana.

Al oír el tímido saludo de su sobrino, Casta mira hacia él. Deslumbrada por la luz que entra por la puerta y por las pequeñas cristaleras laterales , la mujer apenas distingue la silueta del mozo. Unos rasgos viriles que le detienen el corazón: ¡ Ramiro! , ¡ Es Ramiro !. Y se le desboca la alegría por las venas. Y se le humedecen los lagrimales, a la par que se le seca la boca y le chorrea la entrepierna.

Sí, tía, soy yo .

El muchacho no entiende el desencanto que aparece en los ojos de la mujer. Desconoce que el Ramiro deseado por ella … no es él, sino su padre.

La mujer suspira hondo y baja dos peldaños. Desde sus manos cuelga un bellísima tela, forrada con gasa azul cuajada de pedrería. Casi sin saber lo que hace, pisa el borde del tejido y – dando un chillido – pierde el equilibrio. Cae la mujer y el muchacho la caza al vuelo. Sujeta, en el aire, por los fuertes brazos de Ramiro , a Casta la envuelve una oleada de rabia salvaje: ¡ No hay derecho !. ¡ Ramiro era para ella !. ¡ Casta era la elegida de su corazón … pero Susana le ofreció algo más. La muy zorra se valió de su parecido con ella , y de sus dudas morales, para darle al novio de su hermana lo que él quería !. Y se lo arrebató ante sus propias narices , quedando embarazada en un pis-pas y enviando a la novia legítima al destino insípido de las solteronas. Pero ahora es el momento. Ahora ya no puede más, y, ya que no pudo disfrutar del árbol … saboreará la cosecha.

***

Maruxa está adormilada. Sus nalgas semejan una pura ampolla tras los zurriagazos recibidos por su vecino. Tendida sobre la mesa de la cocina , apenas consciente, abre los labios para albergar la verga enhiesta del recién casado. Atrás, en su desnuda grupa, la joven vecina restriega los jugos de su sexo, utilizando la brocha de su negro pubis. Agarra una fruta de un cestito y la aplasta sobe la expuesta vulva de la mujer madura : higo sobre higo, dulce con salado. Se agacha y comienza a comer de las dos frutas, paladeando la exquisitez culinaria. La tarde ha sido larga, muy larga. Y la noche lo será todavía más …

***

Sobre el techo del hórreo el sol pega de plano. Su interior es un horno en el que el aire caliginoso casi se puede cortar. Marina observa, tranquila, a los dos hombres. Una sonrisa bondadosa, maternal, se dibuja en sus labios. Con mano experta introduce en su vulva una mazorca desnuda de hojas, con granos gruesos semejando pepitas de oro. Sobre un montón de hojas , la buhonera ha preparado un mullido lecho usando una de las sábanas impolutas de su dote. El cuerpo del herrero chorrea sudor. Sus músculos envuelven el cuerpo lampiño de Ruanillo, que se arquea para recibir en su interior la verga prodigiosa de Tarsicio. Marina saca de su vagina la marzorca goteante y , despojándose de la última prenda, se acerca a la pareja. Sus manos recorren la espléndida espalda de su marido, acarician su cuello de toro… Tarsicio levanta la cabeza para juntar los labios con los de su amada. El miembro del herrero semeja uno de los hierros al rojo con los que trabaja diariamente. El interior de Ruanillo es como una fragua humeante, que calienta el vergajo de su amor. Palpando aquí y allá, frotando su cuerpo con los otros cuerpos, Marina se desliza bajo Ruanillo, abrazando su cuello y sus caderas. El muchacho se introduce en el sexo ardiente de su contrincante en el amor de Tarsicio, haciendo las paces en ese mismo instante. Ahora no son tres, ni dos, sino un solo cuerpo . El muchachito y la moza se besan con pasión. El adolescente hinca hasta lo más hondo su joven miembro en la vulva experimentada, mientras se siente desfallecer con el masaje prostático que le proporciona la inmensa verga de Tarsicio.

Los tres cuerpos, acoplados en uno solo, gozan sin prisas. Tienen todo el tiempo del mundo : todo el futuro por delante. Marina consiguió lo que quería.

***

Don Pascual ha quedado dormido en el suelo de la Sacristía. El demonio de la culpa clava su tridente de tarde en tarde. Hoy es uno de esos días. Y el sacerdote tiembla pensando en el Juicio Final. En todos sus pecados de la carne. Horrendos pecados. Su pasión irrefrenable por las niñitas entre doce y trece años. Esa época fatídica y maravillosa, en que la mujer todavía no es mujer … pero que está dejando de ser niña. No le gustan menores de doce años, ni mayores de trece. ¡ Cuántos disgustos le ha proporcionado en su vida tamaña afición!. ¡¡ Pecado abominable!! – había dicho su Obispo. Pero su opinión no le interesaba : no lo veía con peso moral suficiente, puesto que al otro le pasaba lo mismo … pero con niños. Sin embargo Pascual sabía que lo que él hacía no estaba bien. Esa locura, esa ceguera que le entraba cuando estaba a solas con una niña de esa edad …

Recién ordenado, siendo muy joven, ya le pasó con su propia hermana, con Rosario. Pero todo quedaba en casa. Y cuando quedó embarazada de Carmiña , Pascual solicitó cambio de Parroquia. Desde entonces él fue un hermano ejemplar. Jamás volvió a tocarla , ni a mirarla con concupiscencia. Claro que , entonces, Rosario ya no tenía trece años. Ahora tenía catorce … y un bebé de meses. Pasaron los años. Carmiña creció sana y bonita. Siempre cantando, siempre riendo, siempre saltando a la comba. Cuando tomó la primera comunión era un ángel entre los ángeles. Y cumplió diez años. Y once . Y doce.

Rosario pidió permiso para ir unos dias junto a su amiga Ramona. Necesitaba ayuda porque se había machacado un pie con una piedra. Pascual no puso ninguna objeción a la solicitud, casi ni la oyó puesto que estaba mirando por la ventana, mirando a Carmiña saltar en el patio…

Solo él y su sobrina supieron lo que pasó durante aquella semana. El estaba como loco, con una rijosidad fuera de todo control. La niña sufrió un duro golpe ( puesto que mentalmente ya no estaba muy equilibrada ) y el desatino sexual de su tío le abrió las puertas a un mundo desconocido . Se hicieron amantes y no escatimaron en locuras. Cuando volvió Rosario de visitar a Ramona, Carmiña ya estaba embarazada.

Pascual cerró los ojos a la realidad, solo atento a seguir con su placer. Ese placer infrahumano que le licuaba la columna y le salía a borbotones en el interior de su sobrina. Rosario solo estaba pendiente de su amiga Ramona … y de sus pies. Pasaron los meses y las cosas llegaron a un punto del todo insostenible.

Aquella noche, al amor de la lumbre y con el ruido de fondo del borboteo del gran caldero, Rosario pareció darse cuenta – por fín – del abultamiento del vientre de su hija. Ya no sirvieron las ropas holgadas ni los otros subterfugios ideados : la niña estaba preñada, y más que preñada : preñadísima.

En la noche lluviosa nadie fue testigo de Rosario danzando de un lugar para otro. Volvió con una viejuca desdentada , armada con un hatillo sospechoso de hierbas y punzones…

De nada sirvieron los alaridos de Carmiña. El bebé ya estaba muy formado y el aborto fue costoso. Cuando volvió en sí, la niña miró alrededor con cara simple. De pronto, dando un grito de inmensa alegría, bajó de la mesa en la que – todavía – estaba acostada , y se lanzó hacia un montón de harapos ensangrentados abandonado en un rincón : había visto la carita cerúlea de un muñeco. Su muñeco.

Tuvieron que sedarla con hierbas y mejunjes para poder arrebatarle el feto. Lo enterraron en el jardín , junto a una mata de margaritas. Y pasó el tiempo.

Cuando recuerda esto, Pascual nota el hormigueo del vómito revolviéndole el estómago.

Las noches de invierno siguieron silenciosas. El eterno borboteo de la sopa. Rosario sacando y sirviendo caldo , añadiendo más agua al caldero y algo más de verdura y carne, atizando el fuego. Pascual bisbiseado con su breviario. Carmiña con la mirada fija en un punto…

Acabado el invierno, llegó el tiempo de vaciar definitivamente el caldero y de limpiarlo para la próxima vez. Y el cura ayudó a su hermana a volcar los restos depositados en el interior. Y el horror del esqueleto de un bebé ( apenas unos huesos descarnados ) mezclado con los huesos de vaca que sirvieron para cocinar el sabroso caldito bebido, noche tras noche, por el glotón de Don Pascual.

Naturalmente, en la tumba del bebé de Carmiña no encontraron nada.

Desde entonces, para Don Pascual era del todo insoportable tener cerca de él a un bebé.

***

Tras la cortina de brocado los primos han quedado mudos. Elvira no ha dado crédito a lo que han visto sus ojos. Pedro siente latir el corazón en la punta de la verga. La escena que han visto, el acto sublime y aberrante del ama de leche con el jardinero… han desprendido los últimos velos de niñez que cubrían los ojos de los tiernos adolescentes. Pedro inhala el perfume a niña y a hembra que fluye por el escote de Elvira. Siente las carnes de su prima presionando su miembro, la respiración anhelante de la muchachita. Elvira tiende una mano hacia atrás, buscando el duro objeto que maltrata su nalga. Aprisiona con mano cándida la verga endurecida de su primo, sin saber cómo seguir . Pedro enlaza la diminuta cintura , extendiendo las palmas y abarcando el cálido vientre. Una mano sube hacia los pechos – pequeños pajarillos asustados – y la otra desciende hasta el nido, apenas cubierto de tímido plumón. La boca del muchacho se hunde en el esbelto cuello , mordisqueando desde la clavícula hasta la mandíbula. Gime la niña , ya casi mujer. Entre la seda del camisón, Pedro encuentra la entrada hacia la carne, y sigue el sendero hasta llegar a los virginales labios. Los bucles dorados se apoyan sobre su hombro, prácticamente desfallecidos. El chico adelanta su pelvis y renuncia – unos instantes – al deleite de los pechos para guiar a la neófita en el arte de la masturbación masculina. Aprende prontísimo la chiquilla, y la deja manejando el manubrio para poder volver él a las andadas. Aprisiona con mano suave los pechos chiquitines, pellizcando – en apenas un atisbo – los pezoncitos en flor. Suspiran placenteramente los adolescentes : él se siente muy hombre, apenas cumplidos los dieciséis. Ella no llega a los trece. Sus cuerpos envían señales de gozo. Los orgasmos trepan por sus vientres y riñones. El muchacho , más sabio en estos menesteres, ahoga el sollozo de gusto de la muchacha con un apasionado beso.

Elvira queda relajada. Y , tras ello, llega el sentido de culpa. Se siente sucia. Debe confesarse. Esta noche irá a ver a Don Pascual.

***

En el cuartelillo , los dos números se están preparando para la ronda nocturna. Hablan de sus novias – tan lejos de allí – y luego, bajando la voz, recuerdan a la rubia de la noche anterior , la que los miró despavorida cuando le echaron el alto … y terminó haciéndoles una mamada. Los civiles ríen con voz bronca y elucubran sobre si esta noche tendrán la misma suerte. Solo de pensarlo ya se ponen duros. Uno de ellos , por quitarle hierro al asunto, se queja :

Y , pensándolo bien … ¡ lo fea que es la puñetera !.

Y su compañero de fatigas filosofa :

- ¡ Nadie es perfecto ! .

 

Carletto.

Mas de Carletto

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Pum, pum, pum

La virgen

Tras los visillos

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Madame Zelle (07: El licor de la vida)

Madame Zelle (06: Adios a la Concubina)

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Madame Zelle (04: El Largo Viaje)

Madame Zelle (02: El Burdel Flotante)

Madame Zelle (03: Bajo los cerezos en flor)

Madame Zelle (01: La aldea de yunnan)

La Piedad

Don Juan, Don Juan...

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La Sed

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