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La virgen

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La virgen

 

¿Debe ser fiel, una persona, a lo prometido en el lecho de muerte a sus mayores?. Creo que sí, y, por eso, yo cumplí a rajatabla lo que había asegurado a mi padre en su agonía.

Lloré amargamente cuando él murió. Por el dolor de perderlo… y por la ansiedad que me producía el haberle prometido que nunca, jamás, me acostaría con otro hombre que no fuese mi marido.

¿Porqué hizo que le prometiese tal cosa?. Imagino que por las costumbres imperantes en cada lugar. O quizás porque intuía mi natural voluptuosidad, que me impelía – con dieciséis años recién cumplidos – a girarme cada vez que pasaba junto a mí un joven de mi edad… o incluso para mirarles el trasero a los no tan jóvenes. El final de su enfermedad coincidió con mi despertar al sexo. El veía, impotente, como de día en día me ponía más lozana, más frescachona. Que mis senos eran un escándalo y -el resto de mis curvas- una llamada a rebato a la pecaminosidad. En mi rostro destacaban unos ojos que brillaban como ascuas, y que llegaban a su punto álgido de incandescencia cuando una bragueta masculina pasaba por las inmediaciones de donde estuviese. Algunas veces me reprendí a mí misma, al darme cuenta que tenía los labios entreabiertos ( más de lo decentemente permitido ) cuando oteaba a algún ejemplar masculino con el torso desnudo. Mi lengua – inconscientemente – asomaba para relamerme, quedando mi cuerpo inmovilizado como si unos clavos me sujetasen al suelo. Más de una vez, al ser descubierta, el machito en cuestión se manoseaba el paquete mirándome de forma obscena, hasta que la vergüenza me hacía reaccionar y salía de allí con cajas destempladas.

Sí, quizás fuese por eso. Papá quería que su honra se mantuviese intacta aunque fuese en el otro mundo, y aprovechó mi estado de ánimo más blando que un higo para arrancarme el juramento. Una vez lo hubo conseguido, expiró. Y yo casi morí a la vez que él, pues todas mis fantasías de lujuria desatada se desmoronaron en aquel momento.

Algo de pena, no obstante, le debí de dar a papá. Al cabo de unas semanas de haber fallecido él, mamá me hizo saber su decisión de mi compromiso de boda con un anónimo pretendiente. Era un noviazgo que habían planeado en mi familia ( sin mi conocimiento) antes del óbito paterno. Parece ser que papá aleccionó a mamá para que se apresurasen mis desposorios, porque temía que mi natural concupiscencia (todavía inédita), se desbocase de pronto y arrastrase la honra familiar por los suelos.

Mi futuro marido era muy guapo. Pero ¡ay de mí! : pertenecía a una familia donde el tema de la virginidad femenina era "tabú". ¡Qué digo tabú! : era una cosa sacratísima, de la que no se libraba ni el mismo prometido. Los novios no podían tocarse antes de la boda. Mirarse tú, fíjate tú por donde, pero rozarse… ni un pelo.

Con diecisiete años yo creía que iba a reventar. ¡ Y todavía me faltaba todo un año para poder probar las mieles de Príapo!.

Alfredo – así se llamaba mi futuro esposo – había venido a vivir con mamá y conmigo, junto con dos hermanas solteronas que eran dos víboras, dos gárgolas, dos búhos que me espiaban día y noche, impidiendo… hasta que me solazase conmigo misma.

Los pezones me dolían. El simple roce de la tela por mis pechos, por mi vientre, por mi trasero, despertaban fuegos que no eran fatuos, sino ardores infernales.

Cada pocos días, mis "cuñaditas" comprobaban el estado de mi "precinto", porque –de haber dejado de ser virgen- el compromiso se había roto "ipso-facto". Incluso si el desvirgador hubiese sido el futuro esposo. La verdad es que – al final – casi me daba gustirrinín abrirme de piernas ante ellas (para mí que – ambas – eran un poco tortilleras), porque con la excusa de meterme el dedito, el pañuelo y toda la parafernalia, notaba como se les iba la mano para un "ligero paseo por el Monte de Venus". Bueno, pues con eso – con ser tan poco- me ponía al cien. Mis futuros parientes políticos no estaban al tanto de la promesa que había realizado ante mi padre, y desconocían que –aunque muriese de ganas- nunca me acostaría con nadie… hasta que fuese mi marido.

Lloraba por las noches como una Magdalena. En la cama, junto a mí, mamá me chistaba, me imponía silencio y – creo – también liberaba alguna lagrimita por mí.

Hasta que, cierta noche, ocurrió.

Muy entrada la madrugada, sentí como mamá pegaba su cuerpo al mío, unía sus labios a mi oído y musitaba unas palabras. Me las repitió dos veces. Luego, se dio la vuelta y continuó roncando.

Quedé despierta el resto de la noche, con los ojos como platos, sin llegar a creerme lo que su amor de madre me había –finalmente-delatado.

***

El viaje fue largo, pero valió la pena. Llegamos el mismo día de Nochebuena, mediada ya la tarde. Las dos urracas de mis cuñadas, mamá, mi novio Alfredo y yo.

Habían venido familiares de muchos sitios. Un montón de chicas guapas… y de chicos. Alfredo me presentó a un amigo suyo – que iba de paso – y que lo habían invitado por haber sido compañero suyo de la milicia. Creo que se había reenganchado, terminando por ser legionario. Alto como un pino, fuerte como un roble, hermoso como una estatua… y guapo. Tenía una cara más bonita que un San Luis de plata. Rubio como un querubín. Nos presentaron. Lo miré, me miró… y bajé la mirada muy castamente. Muy castamente y porque –simplemente de verlo- el sudor había pegado la ropa a mi cuerpo. Notaba las bragas empapadas y los pezones como dos semáforo parpadeantes.

Comimos como cerdos, bebimos como cosacos, reímos, bailamos… y follamos.

Lo hicimos en unos pajares llenos de heno. La luna de Nochebuena nos alumbraba, mientras – a lo lejos – las panderetas y zambombas atronaban al vecindario.

Apoyada sobre unos aperos de labranza chillé como una cerda. El segundo alarido no llegué a darlo, porque el legionario me tapó la boca con su manaza con olor a pólvora.

Aquello no era una verga: era un hierro al rojo que penetraba en mi ano, que se abría paso en mi carne y me enloquecía de dolor. Mordí su mano hasta hacerle sangre. Pero por mucha sangre que le hiciese siempre, sería menos que la que me chorreaba muslos abajo. Lloré a lágrima viva. Me retorcí y busqué con mis manos… encontrando que todavía quedaba media verga por entrar. Supliqué mentalmente, mientras él – cruel y sabio – seguía con su avance, desflorando mi culo en una follada bestial.

***

Noche de San Silvestre. Fin de Año. Mis esponsales acababan de concluir. Se repetía la pitanza, la borrachera, el baile de la semana anterior. Incluso más, porque había que celebrar que la novia era pura. El pañuelo, una vez más, había salido inmaculado. Luego, Alfredo, me llevó en brazos hasta la alcoba. Nos revolcamos sobre la cama. Montó mi cuerpo serrano encarando su verga entre mis muslos abiertos y receptivos. Empujó locamente, totalmente ajeno a mi placer, Desgarró mi himen y puede que alguna cosa más. Volví a llorar y el me miró con cara de borracho complacido. Me folló como un animal, atento a su orgasmo que no tardó en llegar. Luego cayó como un saco sobre mí. Aplastada con su peso, asqueada con su aliento, esperé unos minutos. Quizás poco después llegaría mi turno. No llegaron. Un ramalazo de locura pasó por mi mente. Aquello no era lo soñado, lo deseado, lo anhelado por mí. ¿Dónde estaba el goce, el disfrute, el placer que me correspondía…?.

Estaba en un callejón sin salida. Atrapada. Mi marido no sabía complacerme… y yo le había prometido a mi padre que no me acostaría con otro hombre. Por otra parte, las palabras de mi madre no me habían servido de mucho. Recordé el pajar y una viga en la que podía atar una gruesa cuerda. No podía seguir así con mi vida, ya que me estaba consumiendo en un fuego que me devoraba por dentro. Aparté el cuerpo de mi marido, que resopló porcinamente y siguió roncando.

La barahúnda familiar era estrepitosa. Guitarras, palmas, golpeteo de cajones…Una voz aguardentosa entonaba una salmodia, seguida – de cuando en cuando – por un coro de voces avinadas.

La noche era raramente calurosa para la estación invernal. Anduve casi sonámbula, sintiendo el semen de mi esposo gotear desde mi vagina a cada paso que daba. Encontré la cuerda y preparé mi horca. Sujeté el nudo corredizo contra mi garganta y me acerqué a la boca del pajar. Un salto, solo un pequeño salto, y…

¿Qué cojones estás haciendo? …

***

La polla era la misma. Tan gruesa, tan larga, tan dura como la semana anterior. Sin embargo, ahora entró suave como si yo fuese manteca. Con el simple contacto de su glande en mi esfínter, mi culo se abrió como una rosa. Entró, entró y entró. Toda dentro. Notaba cada rugosidad, cada vena prominente que rozaba mi curtido intestino. Y tuvo que taparme la boca, otra vez. Porque si la semana anterior había chillado como una cerda (por el dolor), ahora estaba aullando como una manada de lobas, como una piara de gorrinas desencajadas por el placer. Noté un orgasmo violentísimo, que nacía de mis profundidades anales y me recorría como zurriagazos por todos mis puntos sensibles, hasta límites que jamás había sospechado.

Y entonces, allí en el pajar, sin tan siquiera haberme quitado la soga del cuello ( ya que la estaba utilizando yo para sujetarme mientras el legionario me enculaba), comenzamos a oír las doce campanadas. Medianoche de Año Viejo.

¡Tan, tan, tan, tan…!

Con cada tañido, el legionario sacaba toda la verga-excepto la punta-y la volvía a meter de golpe, aplastando sus testículos contra mis nalgas, volviendo a sacarla y a meterla otra vez, y otra, y otra… hasta doce veces. Y me corrí otra vez. Y él conmigo. Allí, de pie en el pajar, porque le había prometido a mi padre-en su lecho de muerte- que jamás me "acostaría" con otro hombre que no fuese mi marido.

***

De regreso a casa, ahíta de placer, crucé la mirada con mi madre. Me guiñó un ojo y le devolví una sonrisa. Recordaba su consejo de aquella noche en la que abrió, para mí, las puertas del cielo, a la par que me ayudaba a cumplir el juramento :

Lo de delante para tu marido. Lo de detrás… para los demás.

Y puedo asegurarlo: nunca, jamás, me acosté con ningún hombre que no fuese mi marido, ni fui infiel… por delante.

 

Carletto.

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