MEMORIAS DE UNA PUTILLA ARRASTRADA .- OCTAVO CAPÍTULO
Con mi pequeña maleta entre los pies, aguardo las dos estaciones que faltan para llegar. Junto a mí, se coloca un chaval algo mayor que yo. Me sonríe y me azoro, consciente de la espinilla que me acabo de reventar en la frente. El chico habla sin cesar. Resulta que vamos al mismo pueblo. No sé quién es. El, tampoco conoce a nadie ( ¡ aleluya ¡ ) pues sus padres se mudaron allí, mientras él estaba en un internado. Le cuento sobre mí lo más imprescindible. Callo , como una tumba, el resto de detalles.
Pita el tren en la última curva. A lo lejos, ya asoma la torre del campanario. Hablamos como dos cotorras, queriéndonos dar a entender mutuamente- que nos gustamos. El es un yogurcito, de grandes ojos castaños y cuerpo bastante trabajado. Yo, tampoco estoy mal, con mi pelo rubio rizoso, mi cara blanca y mis tetas incipientes. Procuro olvidar el nefasto grano que afea mi frente. El , dice llamarse Pedrito. Yo, mal que me pese, Angustias.
Cuando nos besamos en el andén, me susurra un atrevido : "Estás muy buena, Angustias. Ya nos veremos por ahí ".A mí, casi me dá un patatús : jamás en la vida me han dicho una cosa tan romántica.
Me quedo con la palabra en la boca, viéndolo como se aleja, cuando dos trombas zanquilargas me abrazan histéricas.
Lloramos a moco tendido, dando brinquitos, muy abrazados los tres. Son Rosa y Jenaro, naturalmente. Nadie más ha venido a recibirme.
Se atropellan, quitándose la palabra el uno al otro. Yo, los observo, mientras me limpio las lágrimas y la moquita ( hace un frío que pela ).
Rosa me pone al corriente de que, esa noche, la pasaré en su casa. Está sola, y nadie pondrá pegas. Me mira directamente a los ojos, con su incipiente bigotillo y su mandíbula cuadrada. En sus pupilas, me parece advertir como una sombra de desesperación. Como un frenesí. Como una llamada de auxilio. Me acuerdo de la Bernarda y de su coño. Y de los manchurrones de lágrimas que había en la carta de Rosa. "Ese tema ya lo tocaremos más tarde ", pienso sobre la marcha, y dirijo mi atención a Jenaro.
Jenaro está hecho una mujercita. Tiene un cutis bastante mejor cuidado que el mío. Sus ojos, verdes como el trigo verde, también brillan con el fuego de una pasión oculta. Sigue siendo algo nalgoncillo y, sus manos, parecen dos palomas con las alas rotas. Me confiesa entre hipidos- que sigue colado por los huesos de su cuñado. Que ya es cuñado oficial, pues se casó con su hermana va para año y medio. Y, sin poder aguantarse, mientras caminamos hacia la casa de Rosa, me va susurrando , cogido de mi bracete, sus últimas penurias amorosas :
" y se fueron los tres ( mi madre, mi hermana y mi cuñado ) a la capital, a que pariese mi hermana. Yo, aprovechando que estaba solo, después de cenar sentí la llamada de la selva. Abrí el armario ropero de mi madre y, en pelotas, busqué su combinación más sugestiva. Elegí una de seda negra, que me ceñía las caderas y resaltaba mi culo respingón. En el escote, metí dos calcetines de deporte ( que tenía ya preparados ). Me maquillé con polvos de arroz y con el pintalabios que no usaba mi madre desde que quedó viuda. En un rincón, encontré una peluca rubia, de melenita corta, que usaba una tía mía que murió de cáncer. En el espejo, de cuerpo entero, me encontré a mi mismo. ¡ Yo era esa, la que se reflejaba allí, y no la mariquita , triste y resentida, de quien todos se reian!.
Cuando me cansé de hacer pantomimas , se me ocurrió una idea : levanté la combinación hasta mis caderas y, abriendo un poco los muslos, oculté mi sexo dejando solo visible el vello del pubis. ¡ Ahora si que era una mujer de verdad!.
Y, la zarpa de mi cuñado, que volvía borracho, agarró mi entrepierna. Allí no había nada de nada. Solo vello. Pero pareció que le daba igual. Al notar su durísima verga, apretada contra la combinación, creí morir. Me tocaba todo el cuerpo, incluso apretaba como un poseso los calcetines que yo llevaba puestos de tetera. Cogió mi cabeza, echándomela hacia atrás sobre su hombro. Su aliento de alcohol y tabaco entró de golpe- hasta mi laringe. Mordió mis labios , mientras sus manos dejaban al aire mis nalgas. Y allí, apoyado contra el espejo, me penetró. Desgarró mi carne y rompió, todavía más, mi alma. Porque él, en su borrachera, no sabía con quién lo estaba haciendo. Simplemente estaba saciando sus deseos de macho imperativo. Y se le había puesto a tiro, en su propia casa, una rubita cachonda "
Ya sabía más del vía crucis de Jenaro. Se marchó a casa, dejándonos instaladas en la casa de Rosa.
Como tras lo acaecido en el tren, mi cuerpo hedía a perros muertos, me dí una ducha. Rosa se había duchado aquella misma tarde, y solo se dio unos zarpazos en el lavafrutas.
Aquella noche desvirgué a mi amiga Rosa. No le había visto el animalillo desde nuestros felices tiempos en la conejera. Pero aquella noche nos desquitamos, y nos los vimos bien vistos. Y, aunque ahora no los teníamos pelones, sino con más bigotes que un guardia civil, nos los reconocimos a primera vista.
Para calentar el ambiente, Rosa me describió una vez más las gloriosas maravillas del coño de la Bernarda. Y todo lo que le haría si pudiera. Como , en aquellos momentos, solo tenía el mío a mano, pues se tuvo que conformar. Me lo comió a mandíbula batiente, como si no hubiese comido en siglos. Su lengua, para ser virgen en aquellos menesteres, demostró una prosapia y un buen hacer, dignos de la mejor discípula de Lesbos.
A mí, recordando a la monjita fallecida entre mis fauces hacía apenas dos días, casi me dio un repelús. Pero me repuse, como buen amiga que era. Y nos marcamos un sesenta y nueve tortillero , que ríanse ustedes de los números primos. Rosa ladraba como una perra, y , lo único que sentía la pobre, era no tener un cipote como el As de Bastos, para dejarme bien arreglada. Aún así, buscamos algo consistente para meternos. Encontramos los palitroques del tambor del padre de Rosa ( que era músico de la Banda del pueblo ), y, en cuanto encontramos la postura adecuada, estuvimos haciéndolos redoblar hasta que cantó el gallo.
Carletto.