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Caricias

en Amor filial

CARICIAS

Un sol de justicia recalienta las tejas de la pequeña habitación. Son las cuatro de la tarde de un domingo cualquiera de verano. En la calle , el silencio solo es roto por algún lejano trueno. Dentro de la casa, allá al fondo del pasillo, rechinan los muelles de un viejo somier de matrimonio. Después, nada.

El niño ,abre los ojos al oir un sordo jadeo. Está acostado en el suelo, sobre un colchón que su madre, pobre y hacendosa, confeccionó con hojas de espigas de maiz. Al menor movimiento que realiza, cruje el improvisado colchón y alerta a quien producía el jadeo, con lo que éste para de golpe. Queda inmóvil el muchacho , con el oido agudizado, cayendo una gotita de sudor por el crespo flequillo…

No tiene que esperar mucho. Vuelven los jadeos a romper la silenciosa calina, y él, como una centella, se pone en pie para mirar a quien reposa sobre la cama. Y allí están, con los muslos entrelazados, rozando sus cuerpos como el pedernal y la yesca, saliendo invisibles chispas que amenazan con prenderlo todo en una ardiente hoguera.

Las muchachas, varios años mayores que él, se llevan entre ellas un par de años. La mayor – hermana del niño – ya casi está al término de la adolescencia. Los vellos de sus axilas y pubis así lo dicen claramente. La más joven, rubia y delgadísima, es prima de ambos y está pasando unas semanas de vacaciones con ellos. El niño – sin saber con mucha seguridad lo que están haciendo – sospecha que la inductora ha sido su prima, mucho más espabilada que su hermana ( de la que no tiene muy buena opinión, aunque la quiere mucho ) . Al oir el ruido hecho por el niño al levantarse, ambas abren los ojos espantadas, como cogidas en falta, y hacen el signo del silencio con el índice sobre los labios, para que él no diga nada. El, les susurra que quiere ver lo que hacían, y ellas, tras arrancarle la promesa que guardará silencio – bajo pena de muerte – siguen con sus tocamientos, con el añadido morboso de tener un espectador.

Se agrandan los ojos del niño – que ya de por sí los tiene grandes – al ver los cuerpos entrelazados, los labios juntos, las manos deslizantes. Nota como su pene se yergue poco a poco. Casi no sabe lo que siente. Pero le gusta.

Solicita participar en el juego. Ellas se hacen las difíciles, hasta que le hacen un hueco sobre el colchón de borra. La mayor está en el medio. El niño mira el cuerpo de su hermana ( es la primera vez que la ve desnuda desde que dejó de ser niña, y él prácticamente un bebé ). Nunca le había visto los pechitos altivos, ni la oscura vellosidad en su bajo vientre. Los pelos de los sobacos sí que se los había visto muchas veces. Su hermana, con voz caliente, le dice que puede tocarla de medio cuerpo para arriba. El , obedece con presteza y , pronto, sus labios maman de uno de los pezones. Cierra los ojos y piensa que es la teta de su madre, que tuvo que quitarle el pecho antes de lo previsto porque se quedó seca. Y a él, le quedó una insatisfacción mamaria que aún le perdura. Que le perdurará toda la vida.

La prima trastea por los bajos de la mayor, que gime de cuando en cuando con voz bronca. El niño se cansa de la teta y quiere ampliar sus conocimientos. Se arrodilla sobre la cama, con su pene tiesecito asomando por un lateral del holgado calzoncillo. Mira el cuerpo andrógino de la rubita, sin tetas, sin vello, sin nada. Los huesos de las caderas amenazan con romperle la piel. Los labios de su vagina ( que él no sabe que se llama así ) destacan enrojecidos por la fricción. El morbo de las chicas las convence para dar una vuelta de tuerca más en el novedoso juego. Hacen que el muchacho se tienda sobre la cama, con el rostro a la altura del pubis fraterno. Al principio no le apetece mucho, le extraña el fuerte olor que detecta con su respingona nariz. Pero obedece cuando le indican el botón que debe tocar. Saca la punta de la lengua, como un gatito que prueba su plato de leche, y la pasa suavemente por el perfumado clítoris ( tampoco sabe que se llama así ) . Nota las manos de su hermana sobre su cabeza, indicándole el ritmo de su lamida. Como es un chico muy espabilado, pronto le coge el tranquillo y, en unos minutos, le dejan solo con su faena. No necesita indicaciones. Allá arriba , oye los chasquidos de las bocas de ellas, que siguen con su propia fiesta.

Ya tiene la lengua áspera de tanto lamer. Su saliva corre por la hendidura inexplorada. Se incorpora nuevamente pidiendo más juego. Su pene, algo crecido para su edad, sigue con su dureza recién estrenada. Se miran las féminas y le miran su miembro. Le hacen bajarse el calzoncillo para mostrar el esplendor de su sexo lampiño. Quiere ser la prima – directora del juego – la que estrene a su querido primo. Se tiende boca arriba y lo atrae sobre su cuerpo, colocando el pene del muchacho horizontal a su propio sexo. Le dice que frote su vientre con el de ella, arriba y abajo, arriba y abajo. El niño nota sobre su glande – totalmente descubierto – el roce del botón de su prima. Es muy placentero este juego.

Su hermana es el plato fuerte. Allí es él quien quiere llevar la iniciativa. Ella lo deja – pasiva – que se coloque entre sus piernas, y que dirija su pequeña lanza contra su bosque genital. Los velludos labios están húmedos. Será por la generosa porción de saliva dejada por el hermanito y por otras misteriosas secreciones que ninguno sabría nombrar. El empuja entre los labios. Ella baja rápidamente su mano y la interpone entre ambos vientres, haciendo de tope a la fraternal embestida. Si le preguntaran al niño cómo se le ocurrió empujar, no lo sabría decir. Es algo que sabía, pura lógica, ciencia infusa.

Los juegos tocan a su fín. En la cocina se oye el trasteo de las cazuelas preparando la cena. Ellos recomponen sus figuras, vistiendo livianos atuendos veraniegos.

Las caricias sólo han sido eso, caricias.

Carletto.

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