MEMORIAS DE UNA PUTILLA ARRASTRADA .- TERCER CAPITULO
Como una bandada de palomas, acudíamos hacia el templo. Nos mirábamos unos a otros, sin reconocernos bajo aquellas sedas y gasas, puntillas y trajes de marineritos. Ante las grandes puertas, nos hicieron formar en fila de a dos. Ante mí, La Relamida luchaba por no tropezar con los volantes de su vestido ( iba de prestado ). Junto a ella, con las costuras de sus pantalones amenazando reventar a la altura de las nalgas, Jenaro mascullaba su rabia por no poder ir de princesita. Yo, iba en una nube. Mi padre había echado la casa por la ventana, y había mercado el mejor traje de comulgadora que había encontrado en la Ciudad. No podía ser menos, la hija del Juez. Había que mantener el estatus, aunque a él, personalmente, le importaba una higa si yo tomaba la Primera Comunión, o si me ponía a jugar al Corro Chirimbolo. Tanto es así que , aquella mañana, había partido con rumbo desconocido, mucho antes de que la Tía Morena me pusiese aquél traje tan carísimo.
Se abrieron las puertas de la Casa de Dios. Las voces purísimas del coro , hacían tintinear los cristales de los búcaros. Avanzamos muy modosos, con las manos juntas, intentando canturrear la melodía sacra. Yo iba la última, cerrando la procesión. En el rostro, notaba los alfilerazos de las miradas hirientes. Los comulgantes eran colocados en semicírculo, ante el Altar Mayor, cada uno con un reclinatorio forrado con terciopelo rojo. Al llegar mi turno, no quedaba espacio, ni reclinatorio, ni nada de nada. Esperé aturdida, plantada en el centro del pasillo. Hasta el Coro fue bajando sus voces, hasta que se extinguieron. En el silencio tenso, se oyeron las típicas toses, el ruido de una silla al caer y un rumor que avanzó como una ola, con crestas de gargajos y brisas de maledicencia : Putilla, Putilla, Putilla
Una mano tiró de mí, arrastrándome hacia una capilla lateral. Allí tenía mi lugar, bien lejos de los pichones puros, para que no pudiese machar sus inmaculadas almitas. Aguardé en mi reclinatorio, oyendo la Santísima Misa de la que disfrutaban las Santísimas Buenas Gentes. Tras un pequeño altar, me pareció oir como un fru-frú . Agucé la vista y allí, con la sotana levantada, el Sacristán que era medio idiota se masturbaba sin quitarme la vista de encima. No le dí la menor importancia. A aquellas alturas, ver a un hombre haciéndose una paja , me parecía lo más natural del mundo.
Entraron el cura y un monaguillo. Comulgué y se marcharon en un visto y no visto. Como no tenía la menor gana de aguantar las miradas del público en general, me largué de allí con viento fresco.
Corrí calle abajo, el velo ondeando tras de mí y los tirabuzones dorados brincando sobre mis hombros. Todo el mundo estaba en la iglesia. Entré como una tromba en casa de mis vecinos. En la escalera del palomar, un clavo saliente enganchó el velo de mi traje, que quedó abandonado a su suerte, junto con la diadema de flores de cera.
Sobre un colchón de hojas de maiz, los dos hermanos esperaban relamiéndose. Por una vez, no quisieron que me desnudase. Simplemente, Ricarda me ayudó a desparrancarme sobre el vientre de su hermano, bien levantadas hasta mi cintura las enaguas y las sedas, Mi nuca descansaba sobre la clavícula de Ricardo, mientras mis nalgas se clavaban en los huesos de sus caderas. Su hermana, mirándome fijamente con sus ojos gatunos, entreabrió mis labios para que pudiese ir alojando la verga de Ricardo en mi interior. Creí morir , traspasada por el falo y el dolor tan lacerante. En mi oido, el loco destilaba sus obscenidades para que yo las siguiese al pié de la letra. Allí acabaron todos los restos de lo poco que quedaba. Fui completamente feliz durante aquellas horas, acunada por el sátiro y la ninfómana, dando por bueno el dolor insufrible de mis agujeros violados , a cambio de lo más parecido a cariño que me habían dado en mi solitaria vida.
Empalada por Ricardo, con sus manos aplastando mis inexistentes pechos, veía la cabeza de la hermana trastear por nuestros bajos, limpiando concienzudamente los goterones de sangre y esperma que rebosaban de mi sexo. Las campanas , allá a lo lejos, tocaban a Gloria.
Cerré los ojos unos instantes, arrullada por el zuroneo de las palomas. Cuando los abrí, un extraño me miraba con cara de odio y asco infinito : mi padre. Tras él, con los ojos despavoridos , lloriqueaba la Tia Morena.
Carletto.