MEMORIAS DE UNA PUTILLA ARRASTRADA.-SEGUNDO CAPÍTULO
Aquella tarde de tormenta, significó un punto y aparte en mi corta vida. Los dos adolescentes , volcaron sobre mi pequeña persona toda la rijosidad, todas las fantasías, todos los numeritos sexuales que se les pudieron cruzar por sus mentes enfermas. Y lo hicieron de una forma tan natural, tan como si se tratase de un juego secreto entre los tres, que con mis escasos seis años me sentí tremendamente orgullosa de ser compinche de ellos.
A la luz de los relámpagos, me subieron al palomar , donde , entre granos de maiz , plumas y mierda de paloma, hicieron que me desnudase ante ellos. Y no me dio ninguna vergüenza, porque ellos ya lo estaban. Y mis ojos azules, límpidos hasta entonces, se empañaron con el vaho caliente que desprendían sus cuerpos viciosos. Yo, simplemente mostraba lo poco que tenía : una rajita pelona, unos costillares muy marcados , y una carita de angel de ojos asombrados. Ellos exhibieron su voluptuosa belleza, sin tapujos de ninguna clase. Y mancillaron sin ningún pudor mi pequeño cuerpo, acariciándome y enseñándome a acariciarlos. Entre mis dedos , trémulos de frío, pronto se enroscaron los brillantes zarcillos de sus pelos púbicos. La lengua de Ricarda mojó mi piel aterida, como la vaca que lame a su ternerillo. Su hermano, erecto como un poste, nos miraba acariciándose el sexo , y , pronto, insinuó a la incestuosa que me diese lecciones para que se la mamara. Con la cara a un palmo de ellos, vi desaparecer en las fauces de Ricarda la enormidad carnal que ostentaba Ricardo entre las piernas. Sin embargo, yo estaba tranquila. Aquel juego no me disgustaba, y , cuando me tocó el turno, cumplí lo mejor que pude. Tanto es así que, queriendo emular a la otra, introduje en exceso aquella barbaridad en mi boca, llegando a producirme unas fuertes náuseas que acabaron - ipso facto con el "juego" .
Desde aquella tarde, aparentemente, mi vida no cambió. Pero, internamente, yo ya no era la misma. Un permanente desasosiego me corría por las venas. Ya no tenía tiempo para "jueguecitos" en la conejera. Ahora, lo que me iba, era la colombicultura. Y, casi todos los días, tenía ocasión de satisfacer mis nuevas aficiones.
Semana tras semana, mes tras mes, los hermanos fueron corrompiéndome, haciéndome que viese, como cosa natural , lo que era una monstruosa aberración. No había límites para sus desmanes. Tan solo dejaron de momento incólume mi virginidad, por temor a dar la voz de alarma con un desgarro prematuro. Por lo demás, no quedó hueco ni prominencia en nuestros cuerpos, que no hubiese sido acariciado, ni lamido ni incluso en un arrebato de pasión mordido.
Transcurridos tres años en esta guisa, se acercaban dos momentos muy deseados por mí : el menos importante era el de mi Primera Comunión ; el otro, el fundamental, era la promesa de mis amigos adultos de que , Ricardo, haría conmigo todo lo que hacía con su hermana.
Para la Primera Comunión, nos preparaba una Catequista llamada Señorita Putet, una solterona vieja y desabrida , que nos hacía recitar los Mandamientos como si fuesen la tabla del cinco. En la monotonía de sus enseñanzas, jamás caí en la cuenta de que lo que yo hacía con Ricardo y Ricarda estuviese mal. Pero, cuando llegó el momento de mi primera Confesión, fue otro cantar.
El Cura era perro viejo, de los de la antigua escuela. De esos que hacían sonrojar a los novios , arrancándoles la confesión de todos sus desmanes contra el sexto mandamiento. Y , naturalmente, si podía manejar a su antojo las almas de aquellos mozarrones ( algunos de los cuales eran exlegionarios ) ¿ cómo no iba a darme la vuelta a mí, como un calcetín?.
No recuerdo como llegamos al "tema". Pero, el caso, es que llegamos. Y, una vez encontró el filón, el buen hombre tiró de la manta. Y yo, con toda la candidez de quien no tiene asomo de culpa, canté y canté.
Y, allí me dejó de rodillas. Salió del confesionario tambaleándose blanco como la cal, y casi sin saber lo que hacía se dirigió hacia la Señorita Putet que se entretenía pegándoles capones a los que esperaban su turno. Cuchichearon un buen rato. El secreto de confesión se evaporó por el cimborrio de la iglesia y , con mis rodillas doloridas, aguanté asombrada- tan inusual conciliábulo. Porque, a la pareja chismorreante, se le añadieron dos beatas que rezaban por allí. Y, a éstas, las solteronas que entraban para implorarle a San Antonio un novio en condiciones. Total que , cansada de aguantar postura tan incómoda, me levanté dando por terminada mi confesión- y me escurrí entre los bancos hacia la calle. Antes de alejarme del todo, escuché por primera vez el mote que desde entonces- me ha acompañado durante toda mi vida.
¡¡ Putilla!!
Y, a estas alturas de mi mierda de vida, sigo sin saber a cual de aquellas santas mujeres le debo tan gracioso sobrenombre.
Carletto