LOS CORTOS DE CARLETTO : "PAQUITA"
Al Creador , se le cruzaron los cables cuando dejó caer en el mundo a Francisco Ojosnegros. Su intención inicial, parece que debía ser la creación de un ángel perfecto; pero se quedó a mitad de camino. El alma de Francisco era, efectivamente, la de un arcángel, la de un querubín, el amor y la pureza de espíritu personificada en un cuerpo que rozaba la fealdad más absoluta. Quiso suplir, el Sumo Hacedor, tan poco agraciado cuerpo, con una inteligencia viva, chispeante, graciosa a más no poder, amén de una humildad rayana en el masoquismo. Luego, lo acabó de arreglar trastocando un poco las inclinaciones sexuales de Francisco y , en aquél cuerpo zafio, brutote, de grandes miembros deslabazados puso la personalidad y los ademanes de una señorita educada en colegio de pago. Para hacer más llevadero el asunto, al Buen Señor, no se le ocurrió otra cosa que hacerlo nacer en el seno de una familia muy católica, siendo su padre un guardia civil retirado, borrachín y con pocas luces, que hizo la vida de Francisco un infierno hasta que murió, siendo él un adolescente, de un cólico miserere.
Quedó, pues , Francisco huérfano e hijo único, con una madre de salud frágil, beata hasta la médula y que lloraba todas las noches sufriendo por el porvenir de su hijo.
Pero Francisco, sin el yugo de su padre atosigándolo, floreció como persona. Dejó de ser el muchachote tímido y apocado. Se apuntó a una academia de corte y confección, sacándose el título de costurera en un pis-pas. Estudió también de auxiliar clínico por correspondencia, a la vez que veterinario, redondeado sus horas muertas con las clases que le daba la peluquera del pueblo, a cambio de que le barriese los pelos del suelo.
Cuando cumplió 18 años Francisco, su madre enfermó gravemente. Al ser originaria de un pueblecito de Córdoba, en España, pidió a su hijo el que se trasladasen allí, para pasar en su terruño los últimos meses de vida que le quedasen. Todavía no había terminado su petición, cuando el hijo ya estaba haciendo un hatillo con sus pertenencias, avisando a una camioneta para que trasladase sus modestos muebles y enseres hasta la casa de los ancestros de su madre.
Y, en aquel pueblo andaluz, se sintió Francisco a sus anchas. Enseguida hizo amistad con toda la vecindad. Su madre, prácticamente, no salía de casa, cada vez más enferma. Pero Francisco, al que comenzaron a llamar Paco primeramente se hizo popular en toda la calle, incluso en el pequeño pueblo. Al ver sus ademanes, el Paco fue derivando en Paqui, y el Paqui, en Paquita. Lo aceptó él con una sonrisa. No le disgustaba ( siempre y cuando lo respetaran , claro ). Y ¡ cómo no lo iban a respetar ¡. Se sabía que cuidaba a su madre como una auténtica monja de leprosería. La lavaba, peinaba, alimentaba, cambiaba una y otra vez. Las sábanas de la enferma estaban siempre recién puestas, oliendo a manzanas maduras, blancas como las vestiduras de un altar. Las mañas aprendidas en sus cursillos acelerados, las utilizaba para ayudar a diestro y siniestro. Se decía en el pueblo , que había estado ayudando a una novia a terminar de bordar su ajuar, dia y noche, hasta la víspera de la boda. Unos padres jóvenes, besaban por donde pisaba, tras haberse salvado su hijo pequeño con los cuidados proporcionados por Paquita, gracias a sus conocimientos de auxiliar de clínica. Cuando había fiestas o algún evento especial en el pueblo, las vecinas pedían turno a Paquita para que les hiciese la permanente, cosa que él hacía sin apear la sonrisa de la boca, aunque hubiese estado toda la noche a su madre, cada vez más enferma. Y sus conocimientos de veterinaria ayudaron a más de un ternero a ver la luz del mundo.
Cuando murió , por fín , su madre, Paquita no quiso molestar a nadie, pues estaban en tiempo de cosechas y, casi todo el pueblo estaba repartido por los campos. Acudió el cura solo, con un triste monaguillo cojo ( por eso no estaba en el campo ) . Entre el cura y Paquita, cargaron el humilde ataúd en un carrito de mano, que luego empujaba el hijo de la difunta bajo el sol abrasador. Sobre el polvo del camino caian juntas las gotas de sudor de Paquita con sus ardientes lágrimas de triste huérfano solitario. De repente, unas fuertes manos lo apartaron de los varales del carro, mientras otras manos, callosas como las de él, le cogían las suyas. Miró sorprendido Paquita, quitando durante unos instantes su vista del humildísimo ramo de margaritas que había sujetado, con amor, sobre el féretro de su madre. Junto a él, sonriéndole, animándole, estaba el joven matrimonio a cuyo hijo había salvado. Detrás de ellos, el pueblo en pleno, ellas con sus negros pañuelos cubriendo las sudorosas cabezas, ellos con las gorras en la mano, en señal de sincero duelo Tras ellos, la polvareda que habían levantado al venir corriendo desde los campos, tras saber la noticia.
Paquita, al quedarse sin la ínfima pensión que le pasaban a su madre, se tiró a trabajar en lo que salía, sin encogérsele el ombligo , fuese cual fuese el trabajo para el que le contratasen. Poco a poco, fue requerido , cada vez más, para enjalbegar ( pintar ) con cal las blanquísimas paredes de las casas. Así que, a primerísima hora de la mañana, se ponía Paquita con su cubo lleno de cal, sus brochas y su perenne sonrisa, a pintar la pared de turno. Pasaba una vecina y charlaba con ella. Pasaba un campesino y se daban los buenos días, cruzando unas palabras graciosas, al más puro estilo andaluz. Poco a poco, Paquita se fue tomando con más tranquilidad el tema de su afeminamiento. Hasta la muerte de su madre ( por respeto a ella, pues la mujer no tenía muchas luces para entender tal cosa ), había pasado del tema, haciendo como si no existiera. Excepto lo de que le llamaban Paquita, por lo demás, nadie en el pueblo le hacía la más mínima insinuación. Pero todo llega en esta vida. Cierta mañana , que se había puesto el traje más elegante que tenía ( el único, bien cepillado ) para ir a un bautizo, acertó a pasar por una obra en la que , recientemente, habían contratado a un albañil forastero. El hombre, no muy mayor, pero zafio y brutote, de la antigüa escuela, vio pasar al afeminado, tan pulcro y con aquellos andares No se le ocurrió otra cosa , que tirarle por encima un cubo de agua, sucio de yeso, del utilizado para lavarse las manos. La afrenta no acabó ahí, sino que, a la vez, gritó a voz en cuello :
¡¡ Maricoooón ¡! ¡¡ Vete a tomar por culo ¡!.
Se limpió los ojos Paquita y, sin perder la sonrisa, le soltó :
¡¡ A eso iba ; pero con esta facha ¡!.
No pudo el albañil apreciar la gracia de la respuesta, pues en unos segundo, se encontró vapuleado por sus propios compañeros, con el dinero del jornal en el bolsillo y llevado a patadas hasta la estación del tren. Quiso bogar por él Paquita pero no lo consintieron.
Aquella anécdota, sirvió para romper un poco el tabú . A partir de entonces, Paquita bromeaba con mucha frecuencia sobre el tema de su homosexualidad, por otra parte, jamás llevada a la práctica . Pero se desahogaba intercambiando chispeantes frases con unos y con otros, siempre dentro del más estricto respeto. Así, por ejemplo, al pasar por delante de aquella obra, u otra, se oía un silbido y una voz simpática que le decía :
¡¡ Tío feo ¡!.
Contestaba Paquita, sabiendo de qué iba el tema :
¡¡ Albañil ¡!.
Rectificaba el otro :
¡¡ Tia buena ¡!
Recibiendo a cambio un :
¡¡ Arquitecto ¡!.
Se comentaban estas cosas en el pueblo, mondándose de risa la gente, contentos de la alegría que impregnaba ahora la vida de Paquita. Hasta que cierta noche, tomando el fresco con los vecinos, alumbrados con una espléndida luna llena, los geranios cayendo a borbotones por las rejas de las ventanas y las paredes azuleando por lo blancas, Paquita dijo entre risas y cuchicheos a su vecina Conchi, la más íntima :
Conchi : mañana voy ha perder, por fín , la virginidad.
Corrió la noticia como la pólvora. Todos especulaban con quién sería el agraciado. Paquita no soltaba ni prenda. A mitad de mañana, dejó sus quehaceres y partió hacia la tienda de comestibles. Allí esperó su turno, charlando con unas y con otras, haciendo reir a todos con su buen humor. Cuando le llegó la vez, tras hacer su pedido de varias fruslerías , pidió al dueño, un viudo añoso, algo cegato, que no le vió la chispa de picardía en los ojos :
Señor Alberto, ahora póngame medio Kg. De chorizo de Cantimpalo, del más gordo que tenga.
El buen hombre, sin percatarse de las sonrisas que bailaban bajo la nariz de todos sus parroquianos, preguntó profesionalmente :
¿ Lo quieres entero o a rodajas ¿.
Y , adelantándose a la carcajada general, Paquita dijo, fingiendo escandalizarse :
Pero señor Alberto ¿ Se cree que mi culo es una hucha ¿
Paquita fue sacada a hombros por los parroquianos.
Carletto