LOCURA (4)
Patinan las gotas de lluvia sobre los biselados cristales de la biblioteca. El fuego, lame los troncos recién prendidos en la chimenea. Todo es silencio.
La anciana figura apoltronada en el sillón de orejeras, cubre sus piernas con una suave manta escocesa. Sus ojos , de un apagado color violeta, están enrojecidos por el llanto. Realmente no es muy viejo, pues ronda casi los 60 años; pero su salud es muy quebradiza y su ánimo, depresivo, no ayuda para nada. Sobre sus piernas, ocultas por la manta, está abierto un tomo de poesías, uno de los miles que se apiñan en sus bien surtidas estanterías. Una mano blanca, de venas azuladas, con dedos largos y aristocráticos, languidece sobre los versos, impidiendo que se pase la página. Sus pies, permanentemente fríos, están apoyados sobre un almohadón forrado de antiguo terciopelo azul, en uno de cuyos extremos, bordado con hilo de oro, resalta un escudo de armas : MARQUESADO DE VALENZUELA.
En una de las paredes enteladas, enmarcado sobriamente, un cuadro al óleo preside la estancia. Representa a un bellísimo joven, de rasgos eslavos. Su cuerpo, totalmente desnudo, se ajusta a las proporciones de belleza masculina enaltecidas en la Grecia clásica. En sus ojos , de un límpido color azul, se refleja una chispa de bondad, que el artista supo reflejar, dándole ese toque de humanidad que les falta a muchos cuadros, aunque sean bellos.
En el resto de la estancia, con sus suelos enmoquetados, sus cortinajes de pesados rasos y diáfanos visillos, sus artesonados techos, su mobiliario de regios muebles clásicos desentona clamorosamente un ordenador de última generación. En el modernísimo aparato, parpadea una conexión a Internet, en la que destaca la noticia de unos asesinatos en serie.
***
La vulva de la Rusa parpadea de ansia ante el brillante glande de su Jefe. No tiene que esperar mucho. Los veintidós centímetros de longitud, entran lentamente , morosamente, con delectación. Ella nota cada rugosidad del órgano viril, las venas prominentes, el reborde del glande frotando delicadamente su callejón sin salida.
Pita el tren en una curva. La Rusa abre los ojos . Ante su vista, como una exhalación, pasa el paisaje castellano-leonés. Tiene las manos apoyadas en el cristal de la ventanilla. Sus senos bailan al son del cha-ca-chá del tren. El Inspector Ramírez también la traquetea, agarrándole con un cuidadoso puñado casi todo el vello de su rubio pubis.
El musculoso policía llega al tope de la vagina. Sus testículos piden paso, pero se tienen que quedar fuera por cuestiones de servicio. Alguien tiene que vigilar el exterior. La leona rubia , ruge su gozo. Su desmelenado macho intenta calmarla con caricias digitales. No puede con la bravura de la leona, que abre más sus patas traseras, mientras sus zarpas arañan el cristal, produciendo dentera en el ambidiestro policía.
Pita otra vez el tren. Están pasando el Puerto de Pajares. Ya están en suelo asturiano. Los verdes prados, la lluvia intermitente, la belleza del Norte.
El callejón de la fémina , está anegado. El Inspector está fuera de servicio temporalmente. La leona transmuta en linda gatita, y lame golosa las gotas condensadas.
***
Horas más tarde, casi anochecido, llegan al enorme caserón del Señor de Langreo, Marqués de Valenzuela. El viejo criado rezonga mientras los hace pasar. Sí, sí. El Señor Marqués los está esperando. Pasen , pasen.
La discreta llamada del fámulo debe haber sido contestada desde el interior de la biblioteca ; pero ni el Inspector Ramírez , ni la Sargento Catalina lo han percibido. El criado , se aparta a un lado para dejarles paso. Se adivina el desdén cuando mira la ropa , arrugada y sucia, de los dos policías.
El Inspector Ramirez carraspea tras varios minutos de espera. La figura inmóvil, parece despertar de una ensoñación. Los hace pasar con una breve invitación. Señala dos incómodas sillas de recto respaldo de madera. Seguramente han sido elegidas a propósito, para que la visita sea breve.
El Inspector enseña sus credenciales al Marqués, pero éste las rechaza con un gesto entre altivo y desmadejado. Algo azorado, el Inspector observa, con ojo clínico de entendedor, que tras ese deshecho de persona, tras ese pajarillo agonizante de piel traslúcida, hubo en tiempos un hermoso ejemplar de hombre. Temiendo ser interrumpido, no intenta hablar. Su mirada recorre la estancia en semipenumbra, tan sólo iluminada por los leños que chisporrotean en la majestuosa chimenea. La Sargento Catalina, curiosa como mujer que es, mira de hito en hito al Marqués, como si quisiera reconocerle. Parece divisar un elemento decorativo que le llama la atención. Se acerca al cuadro del hermoso efebo y, su mirada, se hace más concentrada, como si tuviese un recuerdo en la punta del pensamiento. El Marqués , desde su sillón, medio sonríe en silencio. Tan sólo, con un lánguido gesto, señala una minúscula foto , enmarcada en plata, que reposa sobre una estantería. La mujer , en dos zancadas, se pone junto al mueble y agarra la foto con manos temblorosas. En aquel momento, percatándose de que es casi noche cerrada, el Marqués pulsa un pequeño interruptor , encendiéndose una lámpara de pie , junto a ellos. El Inspector, que por la oscuridad reinante no había distinguido antes la lámpara con todo detalle, ve ahora que , en realidad, el objeto es una pura expresión del más bello arte homoerótico: dos jóvenes faunos, entrelazan sus cuerpos broncíneos , de tal forma , que cada uno atrapa entre sus labios el falo del otro. Es tal la belleza representada, que el Inspector, que no entiende de Arte, pero entiende, nota un hormigueo en su alma y en su entrepierna.
La Sargento, mientras tanto, rebusca en su bolso hasta que encuentra algo. Lo mira de cerca, comparándolo con la foto enmarcada. Luego, con mil preguntas bailándole en la mirada, se desploma en la incomodísima silla.
El Inspector, que ya está tomando complejo de tonto, coge las dos fotos, la enmarcada y la otra, mirándolas a la luz de la lámpara. En los retratos, idénticos, están fotografiados dos jóvenes varones. Uno de ellos, el mayor, representa unos 20 años, y es , sin lugar a dudas, el Marqués . En la foto, tomada por sorpresa, el Marqués muy guapo mira con ojos desbordantes de amor a otro muchacho, casi un adolescente, que rie a carcajadas, con el liso pelo rubio cayendo en un gracioso mechón sobre su frente. Ambos llevan en la mano sendas manzanas. El rostro del rubito, con acentuados rasgos eslavos, es idéntico al del cuadro que preside la estancia.
La voz de la Sargento , suena seca, intentando no denotar emoción :
Señor Marqués : Le pediría, por favor, que me informase de su amistad con mi abuelo.
"Señorita dice el anciano con voz rasposa si ustedes están aquí, es precisamente, por el hecho de mi antigüa amistad con su abuelo. Nos conocimos en París, hace muchos años. Yo había ido a la Ciudad Luz para perfeccionarme en al arte que me hacía salir de mi apatía de niño rico. A mis dieciocho años , recién cumplidos, parecía que era ya un adulto, por mi seriedad extrema, por mi contínua pesadumbre al llevar sobre mis espaldas el peso de unas inclinaciones que no deseaba, que aborrecía, que representaban para mi alma el más bajo de los instintos. Todo ésto era yo hasta que conocí a su abuelo, Vladimir, mi Vladimir. Fue una mañana luminosa de primavera. Yo acudí, como todos los días, al estudio de una artista exiliada rusa que se autodenominaba Princesa. Aquél día, me presentó a un "sobrino" recién llegado de la Madrecita Rusia. No me explicó nada más, tan solo que , si me parecía bien, el jovencito podría posar para mí. Yo, casi no la oía. Me había quedado sin oidos, sin palabras, sin alma. Solo tenía ojos. Ojos para mirar al muchacho. Ojos para adorarle. Ojos para desearle. De un plumazo, todas mis ideas sobre las relaciones entre hombres, se habían esfumado. Todos mis ascos, todas mis repelencias. Ahora estaba prendado de un angel. Sin duda, de un ser bajado del Cielo para ser amado por mí, para ser protegido por mí, para ser alabado por mí. Y él, me miraba con los ojos más bellos, más buenos, más tiernos, con que jamás un hombre ha mirado a otro. Y yo lo desee. Y él era muy joven. No quise atosigarlo. Respeté sus deseos, sus dudas. Pasó el tiempo. El me quería a su manera. Jamás le puse una mano encima. Me conformaba con mirarle, con tenerle junto a mí. Le propuse venir conmigo a España. Accedió. Fui el hombre más feliz del mundo. En Madrid le presenté a mi familia. En mala hora. Mi hermana gemela Rosaura, representó para él la parte que le faltaba en mí. Vladimir a mí me quería. A Rosaura la adoró. Ella le pudo dar como mujer, todo lo que yo no le podía dar. Mi hermana y yo somos muy parecidos físicamente. Antes, todavía más. Ella era de una hermosura deslumbrante, casi inhumana. Como su carácter, sádico y retorcido. El bebió los vientos por ella. Ella se dejó querer y , por fastidiarme a mí, accedió a ser suya. De aquellos amores nació una niña, Marga, que fue enviada, discretamente, a criarse con unos guardeses de una de nuestras fincas. Meses después, mi hermana casó con otro aristócrata , que necesitaba sacar brillo a sus blasones, el Conde de Cabra. Con diecinueve años, la nueva Condesa de Cabra parió a su segundo hijo
(éste legítimo ) y que, con el tiempo, llegaría a ser el Cardenal Adolfo Requejo, Conde de Cabra. Asesinado este último fin de semana en Córdoba, y uno de los motivos por los que están ustedes ahora aquí. Cuando me avisaron de su pretensión de visitarme, yo ya sabía de la existencia de la Señorita Catalina Yukov, alias la Rusa, porque mi cariño por su abuelo no terminó, y nunca terminará. Mi bienamado Vladimir fue alejado como un apestado por mi familia. Yo, por aquel entonces, estaba despechado por los amores que él había mantenido con mi hermana. Me escribió y yo rompí la carta. (¡ Cuanto lloré después esa decisión ¡). Años después, supe que se había casado con una española, hija de un policía nacional. Tuvieron un hijo ( si, su padre, Catalina ) y, poco después, Vladimir, mi Vladimir, mi angel intocable al que jamás le rocé ni un ápice de su deseable piel apareció en un descampado , muerto, despellejado. Tan muerto y despellejado como el Cardenal Adolfo Requejo, Conde de Cabra y como su hermano , el Canónigo de la Catedral de León D. Justo Requejo . También ha sufrido el mismo destino la medio hermana de ambos, Marga, primera hija de mi hermana Rosaura y que, desde su niñez montaraz, tenía un cariño desmedido por los perros. "
***
Un gran ojo, de color violeta, se refleja en el espejo con macizo marco de plata. Decenas de patas de gallo rodean el globo ocular, amortiguando la belleza espléndida de su dueña. La Condesa de Cabra arroja el espejo contra el suelo, donde se estrella partiéndose en mil pedazos. Cada trozo refleja los ojos violetas, desmesurados, de loca, de la bella aristócrata. No quiere verse. No quiere acordarse. Quiere borrar todos sus recuerdos. Ya llorará esta tarde, en el entierro de su hijo Adolfo. Al de su hijo Justo no quiso ir. No se hablaban. Al de su hija Marga Esa zorra no existía. No la había querido de pequeña, y mucho menos después, cuando pasó aquello con Adolfo, con su preferido. Los tres, muertos en pocas semanas. Y de esa forma. Esa forma de morir que le traía tan horribles recuerdos
Suena el teléfono interior. Es la doncella. Comunica que "la visita" ya está allí, que si la hace subir. La Condesa se recompone y contesta afirmativamente. También le dice a la doncella que se tome la tarde libre.
Entra la visita. Son dos muchachos casi andróginos. Pelo muy corto. Antes de decirles nada, los observa de pies a cabeza. Los ojos son castaños, al igual que su pelo. Son gemelos idénticos. Los rostros muy pálidos, los labios sensuales. Bajo las ropas, informales, se adivinan los esbeltos cuerpos de los jóvenes. No han de tener más de veinte años. Como le gustan a ella. Palpa sus entrepiernas, constatando, gozosa, que ambos están empalmados, con los penes hacia arriba, inclinados sobre la ingle izquierda. Hasta en eso se parecen. Se excita salvajemente. Sabe que, por el precio que pagará, puede hacer con ellos bastantes cosas. Llegar hasta un sadismo ligero. Incluso con algo de sangre
***
El móvil suena en el traqueteante vagón con destino a Madrid. Catalina, en cuclillas , engulle en su sabia boca el trozo de carne de Ramírez, intentando olvidar, por unos minutos, lo que les contó el Marqués de Valenzuela. Intenta acompasar sus lamidas a los envites que el joven revisor da al Inspector Ramirez. El tren pita en túnel. El pito del empleado de RENFE empitona el túnel del policía que jadea en la gloria. Sus testículos golpetean la barbilla de su colega, que se agarra a los muslos de él para no caerse. Ramírez contesta al teléfono.Empitonado y lamido ; pero contesta. Y, mientras eyacula y lo eyaculan, dice con voz fría a su amiga Catalina :
Encontraron a la Condesa de Cabra muerta. Ya te puedes imaginar cómo. Además, habían orinado en su boca, mientras agonizaba.
***
El Marqués de Valenzuela tiene las piernas al descubierto. La manta escocesa está a sus pies. En la mano izquierda, sujeta la foto, su foto. Con la derecha , termina de masturbarse , sin apartar los ojos del rostro de su amado. Sobre las mejillas, unas gotas de semen se mezclan con sus lágrimas, cayendo sobre el cristal de la foto, cien mil veces besado.