LA TURISTA
Te estas alejando demasiado Anna. Estas callejas recónditas están fuera de lo que tienes marcado en el plano turístico. El Zoco ya hace un rato que quedó atrás. Esta ciudad de El Cairo es peligrosa para una mujer como tú. Lo sabes. Te lo han dicho hasta la saciedad.
El muchacho adolescente va delante de ti. Varios pasos. Los suficientes para que no llegues a alcanzarlo. Los imprescindibles para no perder el contacto visual.
El corazón te galopa bajo los duros senos. ¿Miedo ?. ¿Deseo?. ¿Ansia incontrolada por algo que no te atreves ni a pensar ?. La sonrisa del muchacho brilla de cuando en cuando. En sus ojos, tan negros como tus pensamientos, estalla toda la hermosura de la raza árabe. El aire caliginoso del desierto se cuela por las calles encaladas, ciñendo la blanca túnica a los muslos largos y musculosos.
Te cruzas con una mujer egipcia. Una sombra negra en el blanco luminoso, casi azulado, de la calle. Notas sus ojos despreciativos, insultantes. Eres demasiado rubia, demasiado blanca, demasiado inglesa. La minifalda tan corta y la blusa semitransparente tampoco ayuda mucho. Recuerdas el balbuceo del guía oriundo cuando te vio esta mañana. Sus consejos sobre ser más prudente. ¡ Qué sabrá él sobre lo que quieres tú realmente !.
Las losas de la calle han cambiado por un empedrado incomodísimo, sobre todo para el calzado que llevas. Uno de tus tacones queda atorado y tropiezas. Te agachas frotándote el tobillo dolorido. El muchacho asoma tras la esquina, espiando con ojos de fuego todo lo que se puede atisbar entre tus muslos desnudos. Te levantas de inmediato. El chico te ha ofrecido droga, pero tú quieres algo más.
Doblas un último recodo. Un callejón sin salida con una única puerta herméticamente cerrada. El morito te llama hasta su rincón. Está bajo las ramas de un inmensa higuera que asoma sobre una tapia semiderruida. Sombra fresca en la canícula de mediodía. Te acercas lentamente, sinuosamente. El chico muestra en su palma abierta un puñado de papelinas, pero tu mirada no se detiene sobre la droga, sino sobre la evidente erección que abulta la chilaba de tela ligera.
Miras sus hermosos ojos. Casi tan hermosos como los de Sean. Sus labios mórbidos, sombreados con una pelusilla incipiente. Estás muy cerca de él. Muy cerca. Su mirada recorre tu rostro y se cuela por tu escote. Con la mano libre sujeta una de las tuyas y la acerca hasta su sexo erguido. Lo atenazas palpando su dureza, reconociendo su longitud. Te arrodillas ante él, levantándole lentamente la túnica. Sus tobillos fuertes, sus pantorrillas livianas, las rodillas ligeramente huesudas, los muslos musculosos y largos El olfato se llena con aroma a macho joven, mientras la boca segrega saliva para acoger- como se merece-el enhiesto falo.
Apenas notas el pinchazo en el cuello. Luego, la negrura más absoluta.
***
Antes de abrir los ojos ya sabes que tienes los pechos desnudos. Estás atada con los brazos en cruz, totalmente ofrecida sobre una alfombra persa. El chico adolescente no está por ningún sitio. No sabes ni siquiera donde estás tú, ni el tiempo que has estado inconsciente.
Te escuece el sexo. Seguramente han usado de ti largamente, como si fueses una muñeca, sin voluntad y sin oponerte a nada.
Vuelves a dormirte. Un súbito frescor te despierta de golpe : te están rasurando el sexo. Y , tras eso, ya no dejan que vuelvas a dormirte. Tienes que estar despierta para gruñir, para insultar, para forcejear. Usan y abusan de ti. Un árabe, y otro , y otro. Pierdes la cuenta. No les miras la cara : solamente las vergas. Penes de 15, 17 , 20 cms. Algunos inusualmente gruesos, aunque cortos. Tus pensamientos vuelan de allí. Mientras horadan tu vagina, mientras penetran tu ano, tu mente está ajena a todo. Solo te importa una cosa : que has caído en las manos de la mafia egipcia de la trata de blancas. Justamente de lo que te habían advertido , de lo que te habían prevenido hasta la saciedad.
***
Una semana en un sitio. Otra semana en otro. Violada cientos de veces. Masacrada tu carne blanca, tu boca carnosa. Vergas que han arrojado su semen dentro de ti. Miembros que te han dejado en carne viva. Cada vez cerrándose más y más el círculo. Poco a poco alejando tus servicios de las zonas urbanas y pasándote hasta los puntos más lejanos del desierto, los más escondidos, los más inaccesibles.
Tu vagina es capaz de tragar lo que le echen. Casi todo. Anoche te enfureciste, negándote a albergar el enorme miembro de un negro senegalés. Prácticamente treinta centímetros de carne color ébano. Cerraste los muslos y no te aviniste a razones : por la vagina no. Por vía anal podía probar. Y probó. Y entró. Y le gustó. Mucho. Muchísimo. El semen te salía a borbotones por el esfínter destrozado, pero tú habías conseguido lo que te proponías.
***
Habéis viajado toda la noche. El campamento está escavado en la roca, totalmente invisible desde el aire. Todos son hombres. Han dejado que te refresques, que te prepares para lo que te espera. Te guste o no .
Son todos jóvenes. Barbudos la mayoría. Hoy están alegres porque te tienen a ti. Podrán saciarse de ti, de la perra extranjera occidental. Hacen bromas entre ellos. Hablan de proezas logradas, de planes llevados a cabo con perfección inaudita. Tienen un recuerdo para los que ya no están, pero que sin dudar están en un sitio mejor, disfrutando de los favores de las hurís del Edén. Ellos, sin embargo, solo te tienen a ti, y se resarcirán en tu carne lo que las malditas potencias occidentales están haciéndoles a sus pueblos.
En total son trece. Entre ellos solamente hay uno que es mesurado en su forma de hablar y de mirarte. Casi te mira con dulzura. Con admiración quizá. Y a ti A ti te recuerda a Daniel. A tu esposo querido, deseado, añorado. Tu Daniel, que no tienes a tu lado por una tontería, por un absurdo.
Con los ojos húmedos observas desvestirse a los hombres. Doce hombres, doce vergas erectas esperando turno. Pero tú solo miras al número trece. A ÉL . El que sigue vestido. El que te mira directamente a los ojos. El que se parece tanto a tu Daniel.
Uno, otro, otro Tu sexo se comprime lo más posible, se adapta con sus músculos vaginales a cada verga, para exprimirlas, para que acaben lo antes posible. Y mientras, tu mirada está enhebrada con la del número 13. Quieres que el deseo se plasme en tus ojos, que se trasmita por el hilo invisible a los de él. Ya solamente quedan dos. Temes que no se decida. Que pase de ti. Que no lo atraigas lo suficiente, o que se haya masturbado, o que no le gusten las mujeres.
No. No debes temer. Cuando acaba el último, cuando el definitivo salivazo de semen cae sobre tu encharcado pubis, con mucha parsimonia, el guerrero número 13 avanza hacia ti. En su mano lleva un ánfora de barro. No muy grande, pero sí suficiente para lavar tu sexo con agua fresca y perfumada. Su mano, grande, acaricia tu vientre exhausto. Comprime tu monte de Venus. Se regodea en tu clítoris. Luego, lentamente, se desnuda ante ti. Os rodean los otros doce, pero no os importa. Ni siquiera el hecho de que algunos estén comenzando a masturbarse.
Miras , ansiosa, entre sus muslos. ¡ Sí, , sí, si. !. La verga, el príapo, la mole, no mide menos de treinta centímetros. Una salvajada. Una enormidad que coloca entre los labios de tu grieta y comienza a empujar sin dejar de mirarte a los ojos. Y tú sabes que él es ÉL. Y que no te habían engañado cuando te hablaron de su peculiaridad física. Ese especial tamaño sobre el que planificaste toda tu venganza.
***
Daniel ¡ Mi Daniel !. ¡ Qué gran parecido tiene contigo este hombre, este monstruo sin corazón !. Daniel, mi esposo. Daniel , arrebatado una mañana en pleno centro de Londres, por una explosión criminal. Una explosión que me dejó sin esposo y sin hijos. Mi querido Sean, mi dulce y pequeña Lisa Simplemente por subir al autobús equivocado en el día equivocado
¡¡Sí, animal!! ¡¡ Métemela bien honda, lo más dentro posible, que me llene totalmente, que me llegue hasta el útero!!.
***
Al útero te ha llegado. Y lo ha rebasado y seguido más allá, traspasándote, rasgando tu carne, empujando hasta el hueso , comprimiéndolo y haciendo estallar el artilugio instalado en tu interior, la potentísima bomba que, mediante tu sacrificio, ha hecho saltar por los aires al jefe de la organización terrorista, a su cuartel general y a todos los que maquinaron aquel atentado en el que murieron todos los tuyos. El Servicio Secreto inglés hizo bien en confiar en ti.
Y la muerte sigue.
Carletto.