LA FINCA IDÍLICA : 11.- Love Story
Carmelo , al principio , no oyó la llamada del timbre. Tenía puestos los auriculares , dirigiendo a una invisible orquesta y escuchando la voz inefable, inconmensurable, única , de Maria Callas. Lloraba la Traviata en sus oidos. Carmelo también tenía el rostro empapado en lágrimas, emocionado , como siempre que la escuchaba.
Su mirada vagaba, sin ver, el elegante salón en el que se encontraba. Muebles elegantes, aristocráticos, como él. Ligeramente vetustos, como él. Hermosos y solitarios, como él.
Sobre una repisa, enmarcado en plata maciza, el retrato de su amor, Hamed, fallecido hacía unos meses. Carmelo no había salido a la calle , desde entonces.
Al principio, porque no quería encontrarse nunca más con sus vecinos en el ascensor. Eso sería insoportable. Le traería viejos recuerdos de humillaciones y desaires, en los que su homófobo vecino era todo un especialista. Luego, se enteró que el vecino también había fallecido, tras un sonado escándalo de malos tratos y pedofilia. Pero Carmelo se buscó otra excusa. Y otra. Y otra. El caso es que no quería salir. Vivía regodeándose en su dolor, sin acordarse de que la vida sigue y hay que vivirla.
Las compras las encargaba por teléfono, al Super de la esquina. Se las subía el dueño, el señor Florencio, un hombre muy atareado que siempre se quejaba de falta de tiempo. Por cierto, debía ser ya la hora de que le trajesen la de hoy.
Se quitó los auriculares, poniendo el sistema para que la música se oyese suave por toda la vivienda. Justo en ese momento, se dejó oir el último timbrazo. Carmelo acudió al interfono. En cuanto oyó : "Super", apretó el botón para abrir. Dejó la puerta del piso entornada, mientras él se ponía un batín de seda sobre el pijama. Oyó el ruido de alguien que entraba y se volvió, con la frase preparada para saludar al señor Florencio.
Quedó con la boca abierta, con la mandíbula descolgada, con los ojos casi desorbitados. Ante él, con una bolsa de papel bajo cada brazo, con una sonrisa de oreja a oreja, se encontraba Hamed. Pero no el Hamed de los últimos años, viejo y enfermo, marchito y triste. No . Era el Hamed que el había conocido hacía no se cuantos años. Siendo los dos jóvenes y espléndidos. El amor de toda su vida. El que lo había encandilado con sus ojos árabes, su cabello ensortijado, su piel ligeramente tostada. El Hamed que había compartido con él su pasión por la música, por el arte, por la cultura. Su amante. Su pareja. Su mundo. Su Dios.
El chico seguía con su sonrisa, pugnando porque no se le cayese una naranja de la bolsa. Carmelo reaccionó, por fín, y , acercándose , le ayudó a llevar los trastos a la cocina. El hombre miraba al muchacho, sin saber que decir. El chico rompió el hielo pidiéndole, con un acento muy gracioso, un vaso de agua.
Nervioso, Carmelo sacó una botella de agua mineral del frigorífico y, colocando dos vasos sobre la mesa, sirvió uno hasta los bordes para el muchacho. El se llenó el vaso hasta la mitad. Se sentó en una banqueta, indicándole al chaval marroquí que hiciese lo propio. El chico le obedeció . Iba a decir algo , cuando, interrumpiéndose, se detuvo a escuchar la voz de La Callas. Carmelo se lo comía con los ojos. Lo veía allí, sentado ante él, y no se creia su presencia. Su mirada acariciaba el cabello, los ojos, la nariz, los labios del muchacho. Un grueso lagrimón se deslizó por el rostro del adulto. El chico, percatándose, se interesó por él, por si le ocurría algo. Carmelo, pillado de improviso, no pudo fingir, y le contó la verdad. Lo de su parecido con su amante. La expresión, idéntica a la de él, de cuando escuchaban La Traviata. ..
Y, sin darse cuenta, Carmelo se encontró silbando, abriendo las ventanas, preparando en la cocina una exquisitez marroquí que le encantaba a Hamed y que, seguro , seguro, le gustaría también a ¿ a quién ¿. ¡ no le había preguntado ni su nombre ¡. Una cosa había llevado a otra. Conversaron largo rato. De música, de arte. De la carrera recién finalizada por el muchacho en su país y que en España no le servía para nada. Al final, cuando el timbre del interfono los sobresaltó, recordando que el muchacho debía volver a sus quehaceres, Carmelo formuló la invitación a cenar. Si, aquella misma noche. No, no, el otro no tenía ningún compromiso. A las nueve. No traigas nada, por favor.
A las ocho y media, Carmelo ya estaba de punta en blanco. La comida en el horno, la mesa puesta. Los discos de La Callas expuestos sobre el aparador, para que el muchacho eligiese la música de fondo
Las nueve. El timbrazo sonó a Carmelo en los oidos como campanas de gloria. Esperó junto al ascensor. El chico, recién duchado, con sus mejores ropas arrugadas de la bolsa de viaje le ofrecía una rosa. Al aceptarla Carmelo, sus dedos se rozaron unas décimas de segundo. Se miraron con intensidad. Antes de darse cuenta, estaban fundidos en un abrazo, con los labios sellados por un apasionado beso. En ese momento, se abrió la otra puerta del rellano. Salió una familia. El padre los saludó con amabilidad. La madre , haciendo como que se le caia el pañuelo, se agachó a olisquearles los zapatos, la hija, de pechos rotundos, sonrió con la boca cerrada ( para no enseñar sus desdentadas encías ). Tras ellos, salió un chico adolescente, mirándolos con interés, evaluando posibles alternativas.
Entraron al piso agarrados de la cintura. Carmelo tenía el corazón en la garganta. Nada de lo que estaba ocurriendo lo tenía previsto. Quiso advertir sobre la comida en el horno ; pero el muchacho, empujándolo suavemente, lo dirigió a la puerta de lo que supuso- era el dormitorio.
Y el efebo del Edén premió a Carmelo por sus años de sufrimiento, por su amor, por su velar sin descanso el cuerpo agonizante de su compañero. Su historia de amor se revivió durante una noche, plenamente.
La cimitarra del morito dio placer al caballero cristiano. Y el caballero bebió de la fuente de la eterna sabiduría árabe. Y Carmelo lamió la piel del joven bellísimo. Y el joven hizo revivir las carnes aristocráticas con envites de danzas del vientre. Todo se complementaba, todo era perfecto.
Pararon unos minutos, desnudos, dichosos, a cenar sin parsimonia. Se dieron uno a otro los mejores bocados. Rieron de chistes que no se contaron. Lamieron la grasa de sus labios sonrientes.
Allí mismo, en la alfombra, acometieron la segunda parte de sus trabajos. Carmelo poseyó el cuerpo indómito del alazán árabe. Las manos hurgaban ocultos escondites. Los cuerpos formaban números lúbricos. Los labios mamaban erguidos espolones. Llegaron al clímax , incontables veces. Las lágrimas se mezclaron con el semen. Y por encima de todo, arropándolos en un mundo idílico, la inconmensurable, la maravillosa, la única : la voz de La Callas.
Carletto.