LA PROMESA
Catalina abre los ojos . Parpadea deslumbrada por la luz que entra a raudales por el gran ventanal. Su mirada vaga por la habitación, decorada con el exquisito gusto de Marga, rememorando las horas y horas de amor que tuvieron, ambas, entre estas cuatro paredes. Han sido casi ocho años de pasión intensa, de delirium tremens, desde que se conocieron en la isla griega de Lesbos, aquél verano loco. Habían acudido cada una con sus respectivas parejas : Catalina, con su recién estrenado esposo, Miguel, un encantador ejecutivo, su novio de toda la vida. Marga, con Helena, una chica de Atenas a la que había conocido la semana anterior. Los cuatro estaban alojados en el mismo hotel y , más o menos, estaban haciendo la misma ruta turística. Por eso, a la tercera vez que se vieron en el microbús , cargados con sus bolsas de pic-nic, soltaron la carcajada y comenzaron a charlar animadamente, como si se conociesen de toda la vida. La que no soltaba ni prenda era la chica griega , Helena, que medio se comunicaba con Marga con un balbuceante inglés. Marga se reia de ella, y la besaba en la punta de la nariz, y la cogía de las manos Marga era Marga. Un encanto, un amor. Miguel y Marga simpatizaron inmediatamente. Ambos eran muy deportistas, muy eufóricos, muy parecidos . Tanto, que hasta eran forofos del mismo equipo de fútbol : El Valencia,C.F. . Y lo pasaban de maravilla, charlando hasta por los codos, mientras Helena se iba retrayendo más y más . Una mañana, apareció Marga sola en el microbús. Ni le preguntaron el por qué : la griega había volado, dejando solos a los tres escandalosos españoles.
Catalina, se puso celosa al observar la intimidad creciente entre Miguel y Marga. Se guiñaban, se retaban a pulsos, se reian a carcajadas por cualquier tontería. Hasta que un día, se dio cuenta que no tenía celos por él, sino por ella. No se cansaba de mirarla, de admirarla. Encontraba en ella casi todo lo que le gustaba del carácter de Miguel pero más sutil, más a su gusto. Cuando hacía el amor con Miguel, ya no disfrutaba tanto. Se imaginaba las manos de Marga acariciándola. Los labios de Marga sorbiendo su sexo. Los pechos de Marga frotándose con los suyos.
Una mañana, Miguel no pudo levantarse de la cama por una terrible jaqueca ( habían forzado las máquinas bebiendo en exceso la noche anterior ). Insistió en que ella acudiese a la cita con Marga. Y , eso fue su perdición.
Catalina, tras comprobar que Miguel se había amodorrado por efecto de la pastilla para la jaqueca, se cambió de ropa sigilosamente, cambiando los cómodos pantalones que se había puesto, por una sexi minifalda, junto con un top super-ajustado que llevaba un escote alucinante. Casi estuvo a punto de ponerse zapatos de tacón ; pero, al final, se convenció a sí misma que no era lo más apropiado para una excursión entre pedruscos. Se maquilló ligeramente y , con el corazón palpitante, corrió hacia el microbús.
La mirada que le dedicó Marga, la compensó por el cambio de ropa. Tras explicarle lo de la indisposición de Miguel, ambas se sentaron juntas, muy juntas, en la parte de atrás del microbús. Catalina se sentía como una colegiala en su primera cita. Cuando Marga le pasó el brazo por los hombros, y la atrajo hacia sí, sin dejarla de mirar profundamente a los ojos, sintió un escalofrio desde el cogote hasta la rabadilla. Cuando su mano se cerró aprisionándole un seno, un foco de intenso calor le abrasó la entrepierna. Los pezones le dolían de deseo y el clítoris clamaba por un poco de atención. Todos fueron escuchados. Marga se transmutó en pulpo y Catalina notó a la vez, en todo su cuerpo, las manos sabias de la decoradora, que le dejaron el cuerpo hecho un cuadro.
La excursión de aquél día era optativa. Quienes quisieron, siguieron al guía, que les iba a mostrar los frescos y esculturas de las antiguas sacerdotisas habitantes de aquella isla. Las mujeres que se complacían con el amor de otras mujeres. Las moradoras de la Isla de Lesbos. Catalina y Marga, optaron por verse la una a la otra, y alquilaron un pequeñísimo cuartucho a una lugareña, para que les diera la llave y no apareciese por allí en cinco horas.
Cerraron puertas y ventanas. En penumbra, se desvistieron la una a la otra, besándose, comiéndose la boca. Sus cuerpos de alabastro , bellísimos ambos, se fundieron , se enlazaron, se trenzaron como las dos partes de una misma cabellera. Catalina, más pasiva, se dejaba llevar por el terremoto de Marga, por su sabiduría de años en aquellas lides. Se pellizcaron los pezones, se abrieron y lamieron los labios de las vaginas, como dos comedoras de ostras vivas y palpitantes. Los dedos de Marga sabían recorrer el cuerpo de Catalina , encontrando sus puntos y sus comas, visitando lugares ignotos, saboreando jugos jamás catados. Miguel, a su lado, era de una torpeza inaudita.
Catalina aprendió a amar, además de ser amada. Participó en el combate. Usó sus propias armas, que también encantaron a Marga. Sus dedos chapotearon en el canal de su amiga, buscando en él , a tientas, lo mismo que buscaba en el suyo propio y , naturalmente, encontrándolo. Ya tenían los labios hinchados, las lenguas cansadas de lamerse por todos los orificios posibles. Los diez dedos de las manos, goteando de flujos y reflujos. Los ojos , locos de amor.
Marga se arrastró de la cama, pasando por encima del cuerpo de Catalina como una boa constrictor. Rebuscó en su bolso y sacó triunfante un objeto alargado, flexible y bastante grueso. Se lo mostró a su amante : era un consolador de látex, negro como la noche, con un falo en cada punta. Se colocaron una sobre la otra, haciéndose el hara-kiri entre gemidos de placer. Metido bien en las entrañas de cada una, el grueso miembro comenzó a vibrar, mientras ellas juntaban sus vulvas, sellaban sus bocas, aplastaban sus pechos. Cada una clavaba las uñas en las nalgas de la otra, atrayéndose hacia sí, prometiéndose amor eterno. Jurándose que jamás se separarían ya, nunca, ni en la vida ni en la muerte.
Catalina se secó una lágrima y volvió a parpadear varias veces. Sobre la mesita de noche, una foto de ambas , cogidas de la cintura en Lesbos. La foto se las había hecho Miguel. Meses después, ya separada de su esposo, Catalina terminó de llevar sus cosas al chalet que había alquilado con Marga, apenas volvieron de la Isla. Y los años transcurrieron veloces y felices. Catalina siguió trabajando en el Hospital, contando las horas, minutos y segundos que tardaba en estar con Marga, con su Marga. Cada una tenía una profesión, y las sabían compaginar maravillosamente. Marga se autocontrató para decorar el chalet de ambas, en los huecos que le dejaban sus otros compromisos. Y viajaron, y vivieron
Catalina subió en el ascensor para empleados del Hospital. Los compañeros con los que se cruzó, se extrañaron de verla tan maquillada, tan arreglada para un día de trabajo. Ellos no sabían. Llegó hasta la planta de los irrecuperables, de los vegetales, de los pobres sufrientes de comas eternos. Entró en la habitación. El zumbido de las máquinas que mantenían a Marga con vida era el único ruido que se oía en el blanco aposento. Catalina cerró la puerta. Se acercó al lecho donde una pálida Marga miraba sin ver. Catalina le limpió amorosa el hilillo de saliva de su comisura. Luego, procedió a maquillarla, a peinarla , a perfumarla. Apartó la sábana, dejando al descubierto el escuálido cuerpo. Luego, con delicadeza de madre, le quitó el camisón del Hospital, dejándola desnuda. Procedió a desnudarse ella también. La ropa de ambas la metió en un armarito. Apartó un poco el cuerpo inerte de Marga, haciéndose sitio para acostarse ella. Se tumbó de lado, mirando el perfil de su amada. Su mano , se posó como una paloma sobre el velludo pubis. Acercó sus labios a los cálidos labios de Marga
Cuando desenchufó las máquinas, el ruido monótono y burbujeante que producían se transformó en un agudo pitido. Catalina se inyectó el líquido casi sin mirar, con hábito de profesional. Luego, reposó la cabeza junto a la de su Romeo, incapaz de seguir viviendo si es que no vivía su amor también.
Diez minutos después, las encontraron muertas, abrazadas, como una escultura de alabastro.
La promesa se había cumplido.
Carletto.