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Los Cortos de Carletto: Luna de Pasión

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LOS CORTOS DE CARLETTO : LUNA DE PASIÓN

Bajo los pies diminutos, la gravilla susurra una canción. Está muy oscuro. El rostro de la luna , se ocultó hace unos minutos tras unos algodonosos nubarrones. La mujer camina despacito, intentando no enganchar su vaporoso camisón en los rosales del sendero. Asoma de nuevo la luminaria nocturna. Por un desgarro de las nubes, un rayo de luna ilumina el caminito, cayendo – como un foco – sobre una bellísima rosa color granate. Ya el rocío se posó sobre sus pétalos y , ahora, refulge bajo el rayo lunar, como si estuviese cuajada de diminutas joyas líquidas. Las manos femeninas se dejan tentar , una vez más , y cortan el fruto prohibido. Y, una vez más, son castigadas con el dolor : una espina traidora se clava en la yema del blanco dedo, haciendo brotar la gota roja del arrepentimiento tardío. Aferrando la rosa con su grácil mano, la mujer termina de andar el corto trayecto. Ahora, puede ir más ligera : Selene ha tenido a bien mostrarle su rostro en toda su plenitud, y el suelo, aparece nítido bajo los pies de la mujer.

Contra el fondo oscuro del jardín, brilla una lucecita intermitente. El corazón de la hembra golpea en su pecho, casi doliéndole. Esa minúscula brasita, le indica que El, su hombre, la está esperando. Comienza a subir los escalones que le llevarán al cenador; pero debe detenerse al tercer peldaño. Su respiración es entrecortada. La emoción, el susto, el deseo, las prisas, el temor… Aplasta la rosa contra su seno, queriendo detener el agudo dolor que siente allá abajo, en el corazón. Sin darse cuenta, una gota de sangre , del dedo herido, se restaña con la liviana gasa del camisón, quedando sobre él, justamente a la altura del pezón, una lágrima escarlata.

El hombre la ha oido llegar. Aplasta el cigarrillo contra las baldosas y mira hacia el camino. No la ve. Se asusta. Oye un ruido, como de animal herido, en la escalera, apenas unos pasos más abajo. Escuadriña las sombras , maldiciendo su mala vista. Sí, allí está, junto a la bungabilla. Baja, renqueante, ofreciendo los brazos abiertos a su enamorada. Le viene lo justo para llegar junto a ella, que se desploma sobre él, prácticamente sin fuerzas. La sujeta por la cintura, sacando fuerzas de flaqueza para conducirla hasta el asiento, bajo el cenador. Se dan unos minutos de respiro, casi dormitando uno en brazos del otro. El se rehace antes. Inhala el perfume a limón de los cabellos de su amada, le levanta el rostro para poder ver – a la luz de la luna - los ojos que lo han enloquecido. Le aparta unas greñas de la cara sudorosa, algo pegadas al ligero maquillaje que ella consiguió con tanta ilusión. Tantea él bajo el asiento, hasta que encuentra lo que busca. Le dice que cierre los ojos. Así lo hace ella y , coqueta, pone morritos para recibir el intuido beso. El hombre corona las sienes de la bella, con unas margaritas entretejidas con laureles. Ella abre los ojos, sorprendida. Se encuentra con la mirada de él , pícara y gozosa, ansiosa y exultante . Ahora sí. Ahora se besan, juntando primero – muy suavemente – sus bocas de dientes perfectos, blanquísimos. El primer paso está dado. El, atrevido, recorre los hombros y la espalda de su amada, notando la temblorosa piel femenina. Sus manos de macho rinden honores a los pequeños senos, hambrientos de ser acariciados. Baja, intrépido, hasta el femenino vientre, queriendo acariciar , ya, la entrepierna. Ella, lo detiene, sofocada. Es muy pronto. La segunda cita. ¡ Qué vas ha pensar ¡. Nunca he sido una mujer fácil. Mucho menos , ahora…

Se detienen las caricias del varón. Ahora están cogidos de las manos, mirando la luna entre el tupido techo de rosas. Ella, mujer al fin y al cabo, no es constante en sus decisiones. Baja los ojos hacia la entrepierna de él, donde un ligero bulto delata su virilidad contenida. Libera la mano que él le tiene cautiva y, posándosela sobre el muslo, acerca posiciones hasta que atrapa con su mano al tibio y estremecido animalillo. Acaricia el pequeño bulto, que agradece la deferencia hinchándose un poquito más. El, vanidoso, abre bien los muslos para que su amada se percate de tamaño vigor. La calentura va "in crescendo". La mano del hombre acaricia , ya , a pelo los muslos blanquísimos de la mujer. El sedoso vello púbico, apenas cubre la entrada del sexo. Los viriles dedos hacen rotar entre sus yemas los labios vaginales, tan sensibles. Introduce el meñique, muy poco, en el semivirginal orificio , mientras – con el pulgar – pulsa el timbre clitoridiano. Están respirando hondo los dos. Ahora no es de cansancio. La mujer empuña la verga, dándole ligeros apretones, sin saber muy bien qué hacer con ella. El, con la mano libre, le marca el ritmo. Atina ella a la primera, rememorando sus años de adolescencia – tan lejanos -, y a su primo Juanito – tan pícaro y sinvergonzón.

Levantan los dos las voces, al llegar al clímax, quedando exhaustos sobre el asiento. Un perro ladra en la lejanía. Se abre una puerta. Una linterna ilumina el camino. Los buscan. Los han encontrado.

Los amantes se sonríen silenciosos. Los llevan por caminos separados, a pabellones distintos. Las normas de la Residencia son muy estrictas : mujeres en un pabellón, hombres , en otro. Las parejas, formalizadas legalmente, en un tercero.

Dentro de poco, ambos cumplirán noventa años. El mismo día, se casarán. Hasta entonces, se conformarán con estas escapaditas bajo la luna. Bajo la luna, su pasión.

 

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