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La Tía

en Amor filial

LA TÍA

Tremola mi cabello azotado por el viento. La lluvia, dulce, se sala con mis lágrimas. Un relámpago siniestro se refleja en mi mirada. Brama el trueno , cada vez más cercano.

La cornisa está cediendo. Abajo, muy abajo, esperan las baldosas del patio: quieren su tributo de sangre, como entonces, como siempre.

***

 

Tus pechos, tía, son generosos. Lo sabes y tratas de taparlos; pero ni tus lutos, ni tus sempiternos brazos cruzados, ni tus melindres de beata , son capaces de ocultar tal hermosura.

Solamente en el baño, a solas, cerrada con siete cerrojos, te atreves a desnudar tu cuerpo. Y nosotros te espiamos, si tía : te espiamos, deseosos de ver esas carnes blancas, todavía firmes y turgentes, sin la laxitud que deparan los embarazos.

Aguantamos la respiración al verte desperezar, al oír la cascada de tu espeso pelo golpeando tus espaldas, libre por fín de atosigantes horquillas. El vello de tus axilas atrae nuestra mirada : es el oscuro contrapunto de los pesados senos, abundantes y lechosos , con la insignificante mácula de los mínimos pezones. Tus amplias caderas circundan , montañosas, el hondo valle de tu vientre. La grieta de tu sexo apenas está cubierta por un tímido vello, agostado y rubianco, resaltando en distintos tonos de rosa conforme la abres tu misma. Sobre una pequeña banqueta has colocado la palangana de loza, llena a rebosar de tibia agua perfumada. Con los muslos flexionados, abierta de piernas todo lo que puedes, agachas tu cuerpo hasta que tus nalgas perciben la cálida humedad . Inclinas tu cabeza hacia delante . Tu cabello cuelga como una cortina, casi impidiéndonos ver tus abluciones; pero, una vez has remojado tu entrepierna, cuando la espuma brota por ensalmo, levantas el rostro, tenso el cuello de garganta divina, dejándonos ver los dos dedos que dejaste fuera de tu sexo. Y nuestras juveniles mentes quedan deslumbradas por el halo de luz que reverberas , por la sensualidad animal de tus gestos cuando acaricias tus pechos de matrona, cuando introduces la espuma muy dentro de tu tí, haciendo explotar las pequeñas burbujas jabonosas.

Te deseamos, tía, te deseamos. Todos y cada uno de nosotros.

***

Cuando mamá se suicidó todo quedó de puertas para dentro. La versión oficial fue un accidente. Y eso había sido : un accidente. El accidente, el error, que la llevó a volver a casa antes de tiempo, encontrando, viendo, lo que jamás debió de ver.

Nosotros, pequeños duendes adolescentes, si que lo sabíamos. Y lo gozábamos día a día, cada vez que mamá no estaba en casa.

Apenas salía con su cesto, o con su velo y su misal, o con cualquier otro signo exterior de que estaría suficientemente tiempo alejada, dejábamos nuestros juegos y corríamos desesperados, de puntillas, con el corazón retumbante, enfilando hacia la habitación de nuestra tía. Aguardábamos en el rincón, nuestro rincón bajo la escalera. En nuestro sitio secreto, esperando lo que se avecinaba. Y oíamos el tímido carraspeo, los pesados pasos de nuestro padre, el cuchicheo en el umbral de la alcoba y el chasquido del primer beso. Luego el rechinar de la puerta al cerrarse y los gemidos lascivos de los adúlteros.

Admirábamos la gruesa verga de padre , brillante con la saliva de su cuñada, empalando una y otra vez el sexo de la solterona. Lo hacían de mil maneras, siempre con premura, con el oído atento a cualquier ruido, solazándose por partida doble con el morbo de lo prohibido. Y la tía se enroscaba en su cuñado, lo abrazaba , lo deglutía con su sexo hambriento, comiendo el bocado arrebatado a la mesa de su propia hermana.

Cuando vimos a mamá avanzar por el pasillo, con el rictus de la sospecha afeando su bello rostro, nos fuimos a trompicones, apartándonos con gesto culpable de nuestro mirador privilegiado. Desde el rincón, arrodillada ante la puerta, nuestra madre comenzó a agonizar al apretar su ojo contra la cerradura. Solo unos segundos, los suficientes para que su amor, su vida, su familia, desaparecieran de su alma.

Oímos el golpe desde el rincón. La tía lavó las baldosas del patio tras el accidente. Papá marchó con rumbo desconocido : jamás le volvimos a ver.

***

Un trueno, más horrísono, más ronco que los anteriores, hace que vuelva a mi ser. Mi cuerpo está chorreando. Mi mente está llena con la imagen del cuerpo de mi tía, desnuda en el baño, acariciándose a sí misma, gozándose sin ningún pudor. Luego rememoro los cuerpos ceñidos, el pene hundiéndose en la carne abierta , las bocas sorbiendo los alientos anhelantes… Me acerco por el pasillo. Ante la alcoba de mi tía, mis hijos pequeños montan guardia, huyendo despavoridos al verme llegar.

Con mi fuerte empujón , los viejos goznes saltan en añicos. Hace un rato, cuando descubrí el engaño , dudé entrar como una furia, como un basilisco. Luego sentí un peso en el alma, una tristeza tan similar a la que debió sentir mi madre, que recorrí los mismos pasos que dio ella hasta la cornisa…

Pero he pensado distinto. La historia no debe repetirse. Debe acabar como sea. Y , la mejor forma de acabar con una cosa, es empezar otra, a ser posible mejor : y esta lo será.

Desde el lecho, sorprendidas , las dos mujeres levantan sus cabezas para mirarme. De sus labios penden los hilos finísimos de sus salivas, mezcladas con los flujos de sus sexos estremecidos. Entre los labios de mi tía brilla un pelo rizoso, pelirrojo, casi humeante. Los dedos de mi esposa entreabren la vagina canosa de la mujer madura, metidos sus pulgares lo más hondo posible, abriendo la vulva palpitante como si quisiera leer en su interior. Están enroscadas como serpientes, con la vista nublada por el deseo, con los resbaladizos y sudorosos cuerpos exhalando perfumes almizcleños.

Me desnudo con gesto serio, señalándolas, acusándolas, con la encabritada dureza de mi sexo rígido. Deshacen sus nudos serpentinos para acogerme, para acunarme, para recibirme conjuntamente desde hoy y para siempre.

Y penetro a mi tía una y otra vez, una vez más, y otra , y otra. Como siempre desde aquella noche, la primera tras la muerte de mi madre. Ya no tenemos impedimento para seguir gozándonos, ahora que mi esposa es nuestra cómplice.

Aplacados, con los cuerpos enlazados en una maravillosa trenza, es el momento de las confidencias. Y nuestras risas se unen al bronco sonar del lejano trueno, mientras – en el patio- las baldosas esperan estérilmente su tributo de sangre.

Carletto.

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