LOS CORTOS DE CARLETTO : CONFESIÓN
Sí, esposo mío. Tienes razón. No digas nada. Te he sido infiel muchas veces. Y , lo que es peor, con tu mejor amigo.
Ya se que somos felices, que éramos felices. Que nunca me faltó de nada. Que , el sexo, siempre funcionó bien entre nosotros. Incluso me has hecho gozar, y mucho, a lo largo de nuestro matrimonio. Pero
Siempre hay un "pero". El nuestro, el mío, comenzó el mismo día en que me lo presentaste. Hubo un chispazo de reconocimiento en nuestras miradas. El latido intangible de dos seres que se saben destinados, condenados, a entenderse, a amarse más allá de toda lógica, por encima del bien y del mal. Pisoteando las amistades y los cariños de terceras personas. Aquí, la "tercera" persona fuiste tú. El que no se enteraba de nada. El que sonreía, contento, cuando nos veías marchar juntos de paseo.
Nada sabías tú de lo que yo gozaba con las caricias de EL. Con su lengua, cientos de veces más sabia que la tuya, que me hacía aullar como una loba en nuestros apasionados encuentros. EL, que lamía el flujo de mi entrepierna, saboreando como un gourmet el punto exacto de salsa de vieira. Y sus caricias a mis pechos desparramados, bamboleantes, ansiosos de la tibia gelatinosidad de su saliva.
Loca me volvía cuando a cuatro patas me penetraba con su estilo característico, ahondando su fino pene hasta lo más hondo de mi vagina. Me hacía resollar, mascullando obscenidades, que salían de mi boca en el silencio de nuestro dormitorio. Sí, porque, querido esposo mío : los cuernos te los poníamos sobre tu propia cama, haciendo temblar el lecho conyugal con nuestros embates traicioneros. Luego, un cepillado rápido sobre la colcha de brocado, eliminaba los restos de vellos y pelos.
Algunas veces, de paseo los tres, me entraba complejo de culpa. Os veía andar por delante de mí, tan erguidos, tan orgullosos. Al compás vuestros pasos de camaradas. Oyendo tu risa, tan franca, tan alegre, disfrutando de una tarde soleada con su mejor amigo. Pero luego, cuando desaparecías, cuando quedábamos otra vez él y yo solos, desaparecían mis complejos y mis buenas voluntades. Volvíamos a la carga, insaciables los dos.
Y hoy, querido mío, te lo quiero confesar todo. Hemos ido a verte, los dos, al ambulatorio donde trabajas. De común acuerdo, pues no podía ser de otra manera. Te hemos esperado en una salita privada, muy compungidos, intentando imaginar una historia plausible, para tratar de mitigar el golpe que a buen seguro te vamos a conferir.
Más, no ha hecho falta abrir la boca. Has entrado y , de una ojeada , te has hecho cargo de la situación. Sin , ni siquiera, mirarnos a los ojos.
Sobre la camilla, a cuatro patas, espero enganchada a tu mejor amigo, a Boby, a tu pastor alemán. Abro la boca balbuciendo una excusa, un " esto no es lo que parece ".
Tras de mí, con la saliva goteándole sobre mis riñones, tu amigo que ya no lo es te ladra alegre. Pero tú, incapaz de aceptar nuestra confesión, te alejas por el blanco pasillo, con el rostro pasando del verde limón a la roja grana, apartando a tus compañeros que se agolpan en la puerta.
Los hombres no sabéis aceptar un ligero desliz.
Carletto.