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La Casa de la Seda

en Fantasías Eróticas

La Casa de la Seda

Ahoga Laura un gesto de dolor: este muchacho, al igual que todos, no piensa en nada que no sea su propio placer. Debe imaginar que con tener un miembro grande – que lo tiene – es suficiente para que ella obtenga el mismo gusto que él está disfrutando. Muy equivocado está el mozuelo, ya que ella sigue tan seca que teme irritarse internamente. El lucero matutino apenas si refulge todavía. Sobre la línea del horizonte, allá en la lejanía, ya se vislumbra el primer claror. La verga encabritada fricciona la vagina, hundiéndose entre espasmos agónicos en la carne poco receptiva, eyaculando- en el último instante - sobre el vientre terso de la muchacha.

Cantó el gallo hace rato. La muchacha limpia su vientre y su entrepierna. El triángulo de vello púbico , corto y tupido, semeja un tapiz de musgo sedoso en el que quedan prendidas un sinfín de gotas de agua que sacó del pozo. Le duelen los pezones. Está cansada de tanto pellizco, tanto metisaca, tanto dejar su cuerpo para uso y disfrute de los jóvenes mozos… sin percibir ella nada a cambio. Nunca siente el más mínimo placer, como si su cuerpo y su mente perteneciesen a personas distintas.

Cruje la escalera del corral al trepar Laura entre bostezos. La ventana sigue entornada, tal y como la dejó. La cama aún está tibia. El colchón se hunde bajo su peso. Nota los pulsos latir en los pezones. Una gota de agua se desprende del pubis remojado y resbala por la ingle. Le escuece el sexo. Un bruto más que la ha tomado, que la ha clavado contra el heno del pajar. Para nada. Siempre es para nada.

Quiere dormir. No puede. Tampoco puede. ¿ Podrá descansar alguna vez ?. Piensa en los ojos negros de Pablo, en los verdes de Juan, en los azules de Santiago. Quiere soñar con sus ojos, solo con sus ojos. Con su mirada agónica, en el momento de eyacular. En el brillo terminal, en el chispazo definitivo, en el momento sublime, único, del primer estertor, del principio del fin, de la apertura de la esclusa que volcará – a borbotones – su líquido seminal. Ese es su momento de gloria. El único placer que obtiene ella. La posesión sin límite de la hembra sobre el macho. Unos segundos durante los cuales es la que manda, la que absorbe, la dueña del cetro viril al que deglute hasta lo más profundo de su garganta uterina.

Pesan los párpados. Losas, son losas de mármol que le impiden abrir los ojos. El cuerpo se relaja lentamente. Apenas oye el griterío de los gañanes azuzando a los perros, silbando al ganado, hiriendo inmisericordes los lomos tozudos de los pollinos. Piensa en Santiago, el de los ojos pálidos, el de la verga enorme y urgente, el de los testículos rebosantes. Tiene el pequeño placer, casi sádico, de saber que el mocito estará muerto de sueño – como ella- pero que no se puede permitir permanecer en el lecho. Ella es la hija del dueño, y él un pobre, un ínfimo, un astroso jornalero, sin más bienes que sus manos encallecidas, sus ojos seráficos y su miembro de asno.

Siente un aburrimiento desesperante. El pueblo, la vida rústica, los gañanes encelados… Todo, absolutamente todo, la ahoga. La vida no puede reducirse exclusivamente a eso. Esta cutrez que la rodea, que la agobia, que la inunda. Sabe, intuye, desea con toda su alma que haya "algo más". Y, en ese momento, toma la decisión de huir de allí, de darle un nuevo rumbo a su vida.

Laura se encoge sobre sí misma. Su espalda se curva, sus muslos se elevan y sus manos – unidas como en oración – buscan el cobijo de la hendidura de su sexo. Una vez completa la posición fetal, su respiración se hace acompasada, profunda, tranquila: por fin se ha dormido.

***

 

Pedro sopla hacia arriba. El flequillo, rubio y liso, remolinea sobre su frente. La mujer está vencida, abierta ante él. Una vena azulada palpita en la garganta blanquísima. La cabeza cuelga hacia atrás, moviéndose a cada embate como si se tratase de una muñeca rota. En el silencio del aula, solamente se oye el rumor gorgoteante, parecido a un arrullo, que surge desde los labios femeninos. El chico, el alumno, la folla impávido. Las corvas de la mujer descansan en los hombros del jovencito. Sobre la mesa, manchando el examen recién entregado, su sexo velludo destila gotas de flujo traslúcido. La verga del muchacho se hunde inmisericorde, una y otra vez, una y otra vez, metiendo – íntegros – sus 23 cms. exactos desde la punta hasta la base. Los pechos de la "seño" asoman bajo la blusa rasgada. Se agitan como flanes, como gelatinas suculentas adornadas con fresones salados. Pezones oscuros resaltando de la piel nívea.

Pedro abrocha el jeans pausadamente. La mujer mira con admiración la verga marcada bajo la tela vaquera. Continúa, con las piernas abiertas, vencida, apoyada con los codos sobre la mesa, arrugando los folios desparramados. Su propio orgasmo ha emborronado uno de ellos: justamente el de Pedro. No hay problema. Estampa un "10" en la esquina superior derecha mientras observa alejarse a su mejor alumno, al que más la satisface. La espalda ancha, los andares cansinos. Antes de salir da media vuelta y mira hacia la profesora. El chico se está olfateando los dedos, esos dedos con los que acaba de palmear la vulva titilante de la hembra agradecida. Lanza un beso hacia ella mientras echa hacia atrás, en un gesto mecánico, su rubio flequillo.

En su casa, en su cama, Pedro comprueba el sabor que le dejó la profesora en el falo. Desnudo, contorsiona su cuerpo delgado hasta que la punta de la lengua puede lamer el sabroso glande. Hace muchísimo tiempo que no ha tenido un orgasmo. Nunca llega a gozar completamente cuando hace el amor con otra persona. Las mujeres se vuelven locas con él. Las lleva a puntos sin retorno, haciéndoles experimentar orgasmos encadenados. Su miembro, erecto, aguanta hasta límites insoportables para ellas. Siempre tienen que claudicar, sin haber conseguido que él llegue a derramar su esperma.

Lo que durante un tiempo fue gracioso, llegó a ser insoportable. Pedro incluso temió si no le "irían" los otros chicos. Probó. Con miedo, pero probó. Y no pasó absolutamente nada. Los hizo gozar como a locos, exactamente igual que le pasaba con las chicas, pero él, nada de nada. Ahora ya sabe que solamente existe una persona en el mundo capaz de darle placer: él mismo.

Con mano experimentada estira de su verga, la atrae hacia su boca, acerca los labios a su glande, lengüetea los bordes que exhalan – todavía – el perfume, el sabor salado que dejó en él la vagina de la profesora, agita pausadamente el tronco palpitante y recibe en su propia boca el semen que expulsa. Siempre lo mismo. Un círculo vicioso en el que él se encarna en Juan Palomo: "Yo me lo mato, yo me lo guiso , yo … me lo como ".

Dentro de nada cumplirá dieciocho años. Esa es la fecha límite que se autoimpuso para esperar, para aguantar este tipo de vida, vulgar y sin alicientes de ningún tipo. Una vez los cumpla, volará por su cuenta, a su libre albedrío, buscando esas nuevas sensaciones, esas aventuras, esas nuevas formas de vida que – él lo sabe – le están esperando fuera.

***

 

Claudia observa desde lejos. Su rostro, oculto a medias por unas enormes gafas oscuras, no deja traslucir ninguna emoción. Un hilo de humo asciende desde la larga boquilla y se pierde en la bóveda acristalada de la sala de espera. Viste de negro riguroso. La única nota de color la proporciona una sofisticada flor natural, rojo sangre, que adorna la solapa de su largo abrigo. Idéntico color sangriento al de sus labios finos, al de sus uñas felinas… También es roja la minúscula pluma de su discreto sombrero, nimbado por una nube de tules que resaltan el halo de misterio de la espléndida mujer.

A través de los cristales ahumados, está mirando – sin un parpadeo – la figura voluptuosa, estridente, chabacana, de una muchachita detenida ante un gran cartel. Sin lugar a dudas es una campesina endomingada. La belleza del rostro queda en entredicho por un corte de pelo francamente horroroso. Las ropas, a pesar de tener apariencia de caras, no le sientan nada bien. Incluso el maquillaje es excesivo y totalmente exento de gusto. Unos zapatones, de tacón grueso, son la guinda que termina de estropear el nefasto pastel.

La misteriosa dama se acerca a la jovencita. Su paso es ondulante , tranquilo, de porte señorial. En la mano lleva un maletín de cuero negro. A cada paso que da, se abre el largo abrigo y aparece una hermosa pierna enfundada en una finísima media de malla. Los altísimos tacones apenas resuenan en las grandes baldosas de mármol. Se detiene tras la muchacha. Ésta, absorta en descifrar un panel con el inmenso mapa de la ciudad, no se percata de su presencia. La mujer se permite un rictus de desagrado al comprobar, ahora a corta distancia, el mal gusto en el vestir de la adolescente. Pone los ojos en blanco al calibrar la tarea que le espera. Acto seguido, toca discretamente el hombro de la campesina. La chica, sorprendida, se vuelve demasiado rápida, con lo que su prominente busto queda pegado a los senos de la mujer. Da un paso atrás, azorada. La dama se quita las gafas pausadamente y , con voz sugerente, le habla unos instantes.

Laura asiente repetidas veces. No puede dejar de mirar los ojos bellísimos de la mujer. Mientras, la boca de la dama articula palabras, adivina cuestiones, inquiere preguntas de las que ya sabe la respuesta… Y propone cosas. Cosas extrañas, pero que suenan maravillosamente. Cosas que Laura conoce, porque ya las soñó, decenas de veces, cuando caía rendida en la cama en sus amaneceres insatisfechos. Sueños que la han asaltado cada noche, todas las noches desde que contestó al anuncio del periódico.

En el exterior la brisa es tibia. Todavía no calienta el sol, pero lo hará en pocas horas. Un gran automóvil, negro charolado, espera aparcado bajo un frondoso árbol. Cuando avanzan las mujeres sale a recibirlas un hombre de aspecto hindú. Sus ropas son de estilo europeo, pero el gran turbante negro y el color de su piel no dejan lugar a dudas. Hace una pequeña reverencia y toma de las manos de Laura su bolsa de viaje. La señora saca de uno de los bolsillos de su abrigo un vistoso pañuelo de seda roja, y con él cubre los ojos de Laura. Durante varias horas, la oscuridad más completa acompañará a la joven campesina.

***

Pedro sabe que está desnudo. Colgado de las muñecas, con las plantas de los pies apoyadas apenas sobre un suelo de mármol, siente el sudor correr por sus axilas, bajar por sus costados y su vientre, incluso gotear por sus largos muslos doloridos. La oscuridad es total. El calor agobiante. El silencio, sepulcral. Solamente oye su propia respiración y el latido ligeramente descontrolado que martillea sus sienes. Cae en un sopor tenso, agotado por las horas interminables de estar en la misma posición. En su duermevela es asaltado por dudas que cruzan por su mente embotada : ¿ Habrá hecho bien en contestar al anuncio del periódico?.

***

Laura está excitada. Lo que siente no tiene nada que ver con algo sexual… o quizá sí. Solo sabe que jamás sintió este hormigueo que recorre su piel, que explosiona tenuemente en las corolas de sus pezones, que se remansa en las cuevas marinas de su útero.

Junto a ella, a escasos centímetros, percibe una presencia masculina. Sí, sin duda es un hombre quien respira, quien masculla, quien protesta entre dientes.

Despertó la muchacha hace pocos minutos, quizá no llega ni a una hora. Sigue con los ojos cubiertos por el pañuelo de seda. De seda es también la atadura que ciñe sus muñecas y que la sostiene colgada en una postura harto incómoda.

***

Una puerta se abre. Ninguno de los dos podría decir en qué lado de la inmensa sala. Abierta, cerrada. Un suave soplo durante breves segundos. Pasos calmosos que se acercan resonando con tic-tacs de zapatos de aguja. Un aroma cálido los envuelve. Chanel número 5 , volutas de humo de tabaco egipcio, y un olor denso y profundo, como de hembra en celo.

A la vez, ambos jóvenes notan una caricia sutil sobre sus pezones. Tacto de yemas de dedos. Ligeros rasguños, enervantes, dolorosos, excitantes toqueteos con largas uñas de manos femeninas. Uñas que se deslizan sobre las calientes, sudadas, receptivas epidermis. Uñas que se hunden lo justo, solo lo justo, en las carnes palpitantes, casi rasgando las pieles ardientes. Delicioso dolor que relampaguea y se apaga. Simplemente unas milésimas de segundo iluminando sus centros nerviosos, con el colorido fugaz de fuegos de artificio… y luego nada. La oscuridad más completa hasta la próxima caricia.

Finas líneas sonrojadas aparecen en los torsos, las espaldas, los vientres de los cautivos. Ni una sola vez se acercaron las caricias hasta la zona genital. Solo la piel y algunos puntos elegidos con mano sabia. Los pezones de ambos jóvenes están al rojo vivo. La sangre, los nervios, burbujean y lanzan vaharadas de deseo hacia los sexos inactivos.

Jamás sintió Laura, hasta ahora, el pálpito de su sexo. Nunca tuvo la vulva tan húmeda, tan deseosa… de no sabe bien qué. De la misma forma que Pedro, con la verga enhiesta, chorrea sudor por todos sus poros, notando el latido de su corazón golpeando directamente en la punta de su glande. Misteriosos cosquilleos corretean bajo la piel de su escroto.

Levantando ecos misteriosos, surge una musiquilla en un rincón. Aguzan los oídos ambos prisioneros voluntarios. Un rumor sedoso, continuado, ondulante, se acerca hasta ellos. Se detiene la música unos instantes y queda el ruido en suspenso. Pedro nota un tacto frío, una piel musculosa que se enreda en sus pies, que se anilla en ellos a la par que nota el contacto de otros pies. Otros pies que quedan unidos a los suyos por la acción de ese "algo" que no quiere imaginar. Sube el contacto erizando la piel de sus pantorrillas, y poco a poco, nota la unión de otro cuerpo con el suyo. Otro cuerpo que está tan desnudo como él, tan colgante como el de él. Sin lugar a dudas, el cuerpo de una mujer.

***

Claudia, tumbada sobre una otomana observa el espectáculo. Pesados cortinajes rojos cubren los ventanales. En el suelo, de grandes placas de mármol negro, titilan las luces de varios candelabros. En el centro de la sala, dos cuerpos espléndidos cuelgan sujetos por largas tiras de seda roja. Dos cuerpos que se están transformando en uno solo conforme la enorme serpiente pitón los está anillando de abajo hacia arriba hasta la altura de sus cinturas.

***

Pedro nota contra su torso los duros pechos de una mujer. Una mujer que llora en silencio, tan asustada como puede estarlo él mismo. Quiere calmarla, animarla, darle fuerzas. Pero las palabras se niegan a salir de su garganta reseca. Por lo tanto hace la única cosa que puede en estos momentos: haciendo un esfuerzo estira el cuello hasta rozar con su mejilla la de la temblorosa muchacha. Se aparta – asustada en el primer momento- la mujer, pero luego constata que es un rostro humano el que tiene junto a sí, y se deja llevar por un histerismo silencioso de sollozos incontrolados. Intenta calmarla Pedro con chasquidos de lengua, con suaves susurros que – por fin – su garganta ha querido modular, consiguiéndolo a duras penas. El olor de la muchacha es muy intenso. Miedo, calor, reminiscencias de placer… Pedro se siente excitado. Busca con su lengua el lóbulo de la oreja femenino. Lo acaricia levemente y lo prende con sus labios. Ninguno de los dos quiere acordarse del horror que los une de cintura para abajo. Chupa el muchacho la delicada carne, deslizando la punta de la lengua por todo el pabellón auditivo hasta llegar a saborear el amargor cerúleo. No aguanta más Laura y pierde la pasividad que ha mantenido hasta este momento. Vuelve el rostro para atrapar en su boca la lengua febril que la está enloqueciendo. Juntan sus bocas ferozmente, con el ansia de los condenados a muerte. Temen que sean estas las últimas caricias que puedan prodigar a un ser humano. Se sumergen uno en el otro. Beben y dan a beber sus salivas, enroscando sus lenguas, chupando sus labios, repasando sus encías.

Casi no perciben que la pitón aflojó sus anillos, que ha dejado un hueco entre ambos cuerpos y que está maniobrando de la forma en la que fue entrenada. En la mente de Pedro, en la de Laura, se hace el vacío para no aceptar una realidad que les horripila, y se sumergen en el limbo fantástico de sus bocas unidas, y del deseo incontenible que este beso despierta en lo más recóndito de sus sexos. Por primera vez en sus vidas, desean ardientemente ofrendarse al otro y recibir recíprocamente tanto placer como son capaces de dar. El falo de Pedro, pétreo, sueña con introducirse en el sexo de su compañera, así como ella anhela albergar la verga del hombre en el interior candente de su vulva. Y así lo hacen, y así lo sienten. Aunque pasando por la intermediación de la gran serpiente, que acoge en su boca experta, que exprime, que acaricia, que acuna el miembro humano, a la par que el extremo de su cola, suficientemente gruesa, suficientemente musculosa y dura, penetra entre los labios vaginales de Laura con el sigilo, la delicadeza, el vaivén preciso para lograr el estallido final, el gozo supremo, el éxtasis jamás sentido. Y eyaculan ambos jóvenes a borbotones. Y sus cuerpos se retuercen con un placer tan puro, tan diáfano, tan virginal, que sobre sus rostros-sellados en un profundo beso-corren las lágrimas que ya empaparon los pañuelos de seda roja que cubren sus ojos.

***

 

Cantó el gallo por tercera vez. Pedro dormita derrengado. El fresco de la mañana se cuela por la ventana. Bajo el alero, cuatro minúsculas golondrinas pían llamando a sus padres. Bajo las sábanas, un bulto se desliza entre las piernas del muchacho – ya hombre – que musita entre sueños palabras sin sentido. Algo se mueve a la altura de su vientre. Abre los ojos de golpe, sin acordarse quién es ni donde está. Aparta las sábanas de un manotazo y cruza su mirada con otros ojos que miran absortos, fijos, mientras una lengua sabia lame su verga erecta. Acaricia el muchacho la cabeza que se inclina sobre su entrepierna, y aguanta un rato hasta que no puede más. Entonces, abrazando el cuerpo de la mujer, lo hace cabalgar sobre sí, introduciendo en su vagina la erección que ella ha sabido despertar.

Crujen las maderas de la cama. No escuchan el griterío de los gañanes azuzando a los perros. Comienza la última cabalgada, el último acto de amor antes de caer vencidos por el sueño, agotados de una larga noche de cópulas ininterrumpidas.

Laura se encoge sobre sí misma. Tras ella, pegado a su cuerpo, Pedro abraza sus senos pletóricos, hunde su rostro en el cuello de ella, embriagándose con su perfume adormilado y, en un último movimiento antes de de dormirse completamente, hinca hasta los testículos su portentosa verga en su vaina natural.

Ya están curados.

 

Carletto.

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