SENSUALIDAD
Josefina Scarabaglia, o la Hermana Teresa de la Cruz, como Vds. prefieran, llegó a Valencia en tren, desde Madrid, tras un largo viaje, que , a ella , le había parecido un suspiro. Dos días antes, procedente de un vuelo directo desde Argentina, había aterrizado en el Aeropuerto de Barajas junto con su compañera, la Madre Suplicio de Jesús. La Madre Suplicio, tenía la misión de gestionar urgentemente unos papeleos allí, en su Casa de Valencia, y le habían adjudicado como acompañante a la Hermana Teresa, a última hora, por indisposición repentina de la Madre que debía acompañarla inicialmente.
Ambas estaban en un Convento de Clausura, en las afueras de la ciudad de Mar del Plata. La Hermana Teresa, era la primera vez que veia la calle desde hacía diez años ( el mundo pecador, como mascullaba la renegona Madre Suplicio cuyo nombre de monja le venía como anillo al dedo - ) desde que hiciera sus primeros votos con 18 años recién cumplidos. Hasta su ingreso en el Convento, la Hermana Teresa ( entonces Josefina ) había vivido en un pequeño pueblo de menos de 10.000 habitantes, al sur de la Provincia de Buenos Aires, cerca de Bahía Blanca. Por parte de su padre era de ascendencia italiana. Su madre , procedía de una familia de emigrantes valencianos ( republicanos de pura cepa ) que habían recalado en Argentina cuando el Alzamiento de Franco. A su madre , aunque liberal, no le apetecían mucho los temas religiosos ; pero su abuela paterna, muy religiosa, había imbuido en Josefina un misticismo un tanto "sui generis", que había desembocado en que la rebelde Josefina, por llevar la contraria a su madre, con la que estuvo enemistada durante toda su adolescencia, quiso abrazar la Fe Católica, internándose en el Convento durante un cierto tiempo. El "cierto tiempo" se transformó en los diez años que llevaba con sus votos, y que había de renovar en cuanto volviesen a Argentina.
Josefina tenía, pues, 28 años. No era muy alta, pero tenía un rostro muy hermoso ( de Madonna, le había dicho su abuela cuando la vio por primera vez con su hábito blanco de novicia ). Para el viaje, el hábito se había reducido en su parte externa lo más posible, para no llamar mucho la atención : un discreto velo, un austero traje sastre gris, unos zapatos de medio tacón y un pequeño crucifijo dorado sobre el pecho. Para no tentar al diablo, sus senos, opulentos, los llevaba fajados con unas vendas, y en la tierna carne de su cintura, se clavaba un pequeño cilicio de minúsculos y afilados dientes.
Valencia preparaba sus fiestas de primavera , y se vestía con sus mejores galas para celebrar las Fallas. A la salida de la Estación de Ferrocarril del Norte, la Madre Suplicio ordenó a Josefina que la esperase durante unos minutos, mientras ella llamaba a la Casa Madre para que las recogiesen. Josefina, obediente, se mantuvo cabizbaja durante cinco minutos. Luego, un olor delicioso le hizo abrir al máximo sus fosas nasales, aspirando intensamente. Miró alrededor, intrigada , y vió un pequeño puesto de buñuelos, donde esperaba, de espaldas, un joven, de alrededor de treinta años, vestido con uno de los trajes típicos de la zona de Valencia, el de Torrentí ( parecido , en alguna forma, al de majo de goyescas ). Sus poderosas espaldas estaban cubiertas con una chaquetilla corta, de la misma tela que los ceñidos calzones, que resaltaban sus nalgas y muslos de deportista . En las pantorrilas, unas medias tupidas de color blanco. En las breves caderas, una faja roja, cuyos largos flecos caian sobre el muslo del fallero. En aquel momento, se dio la vuelta el hombre, con un cucurucho lleno de buñuelos en una mano. En la otra, ya medio comido, chorreaba azúcar un dorado buñuelo de calabaza. Josefina quedó pasmada. El joven tenía cara de ángel y cuerpo de demonio. La camisa, entreabierta, mostraba el inicio de unos magníficos pectorales, con un ligero vello alrededor de los pezones , y abajo, en la parte delantera del pantalón Josefina se obligó a apartar la vista de aquella visión. La posó otra vez en el rostro del treintañero que, habiéndose percatado de su mirada, le sonreía ampliamente ofreciéndole uno de los buñuelos.
Josefina negó varias veces con la cabeza, sin poder pronunciar palabra. Dio unos pasos, huyendo de la tentación : la gula, la lujuria Entró en un establecimiento contiguo, sin saber ni donde entraba.
Era una antiquísima tienda , especializada en ropas y aderezos para los trajes típicos de valenciana. Josefina , medio se escondió en una punta de un gastado mostrador de madera. Allí dentro , parecía que el tiempo se había detenido. Tanto los empleados como los clientes hablaban entre susurros, como en un templo, matizadas sus voces por los cientos, miles, de rollos de tela que había por doquier.
La novicia, con el corazón encogido, posó su mirada sobre las maravillas que estaban desparramadas sobre el ancho mostrador. Riquísimas telas de seda y brocado, de casulla, bordadas en oro, plata y seda, con motivos florales, de pájaros exóticos, de cenefas moriscas, de
Josefina notaba el golpeteo de su corazón bajo las vendas. Sus ojos se abrían más y más, navegando en aquel mar de azules, de verdes, de rojos, de dorados Rodaron sobre el mostrador un sinfín de arcoiris de cintas de raso. De unas cajas, forradas por dentro con crujiente papel cebolla, cayeron ante su mirada, delicadísimas mantillas de blonda, unas blancas como la espuma del mar, otras , negras como la noche mediterránea
Un tenue rayo de sol entró por un ventanuco, dando de lleno en unas peinetas de oro y de plata, repujadas por orfebres de manos celestiales. El mostrador se nimbó con la luz dorada que reflejaban aquellas maravillas. La novicia, sin darse cuenta, estaba frotando su pubis contra la punta del mostrador, mezclando las sensaciones que le producían en su austero espíritu el placer casi espiritual de lo que veía, de lo que palpaba con sus blancas manos, recorriendo aquellas sedas, aquellos encajes, con el goce carnal que se estaba produciendo sin percatarse de ello. La dura madera del mostrador se incrustaba en su clítoris, en aquella parte de su cuerpo desconocida totalmente por ella hasta ese momento. Como en trance, siguió con el roce que la enervaba, que la enloquecía, a la par que sus manos, obedeciendo solamente a los impulsos que le salían de lo más hondo de su vagina, intentaban pellizcar inútilmente los pezones enterrados bajo las vendas. Con los ojos desorbitados, deslumbrados una vez más, miró los delantales y pañoletas de gasa y finísimas telas de hilo, bordadas con lentejuelas, con pedrería , con azabaches de cristal. El orgasmo llegó imparable, insuperable. Sus ojos se nublaron y cayó al suelo, arrastrando consigo bellas cajitas forradas de satén, en cuyo interior, casi obscenos, brillaban hermosísimos aderezos de perlas preciosas.
Abrió los ojos cuando ya la habían sentado en una silla, apoyado en sus labios el borde de una copa de cristal tallado , con un licor que tenían en el establecimiento en previsión de aquellos casos. Josefina balbuceó unas gracias imperceptibles. Se levantó tambaleándose, notando en la cara interna de sus muslos la humedad procedente de su sexo , mezclada con la sangre que brotaba en finos hilos, desde el cilicio de su cintura.
Salió a la calle. Un grupo de muchachas y muchachos, engalanados con los trajes típicos, desfilaban a los sones de pasodobles interpretados por una banda de música. La inundó el olor a pólvora de las tracas y fuegos de artificio, de los churros y buñuelos, del chocolate caliente, todo mezclado con el intenso perfume a claveles que , garbosamente, llevaban las falleras en hermosos ramos apoyados en las caderas. Entre los que desfilaban, descubrió al joven que le había ofrecido el buñuelo, que, reconociéndola, le guiñó un ojo mientras enseñaba su blanca dentadura y le hacía gestos para que los siguiera.
Josefina, con la mirada fija en la figura del hombre, caminó tras el alegre pasacalle, mientras se arrancaba de la cabeza el velo de novicia. Todo estaba perdido. La vida, la sensualidad, había ganado la partida.
Carletto.