MEMORIAS DE UNA PUTILLA ARRASTRADA .- QUINTO CAPÍTULO
La nieve crujía bajo nuestros pasos camino del cementerio. Aquel día de Navidad se presentaba muy, pero que muy triste.
Yo iba algo encogida. Por un lado, debido al complejo de culpa ¡ la monja la había espichado mientras yo le hacía un cunnilingus! . Por otro, porque hacía un frío del carajo. Había cesado de nevar hacía muy poco rato, y corría un vientecillo que se las pelaba. Suerte que el camposanto estaba cerca.
Mientras el cura salmodiaba sus "tiruli terram", acompañados de aspergios de hisopo medio congelado, yo me escabullí entre las tumbas. A lo lejos, divisé tres figuras que limpiaban una lápida. Me acerqué silbando un villancico. Dos pares de ojos negros como el carbón me fulminaron . Callé de inmediato. Fingí que arreglaba un búcaro con crisantemos marchitos, mientras miraba de reojo. Debían ser un padre viudo con sus hijos , llorando sobre la tumba materna. Hasta ahí, nada especial. Salvo que los chicos que rondaban los veinte años eran ¡¡ gemelos!!. Mi líbido trepó con uñas y dientes sobre las paredes de mi vagina. Mis ojos se nublaron, recordando a mis añorados Ricardo y Ricarda, mis gemelos del alma.
Pasé lo más cerca que pude de ellos, sin apartar la mirada . Conforme me aproximaba, las miradas se tornaban más apreciativas. Haciendo uso de las enseñanzas de Ricarda, agité rapidísimamente- mi lengua entre los labios entreabiertos, con la misma procacidad de una puta vieja. Luego, como una gata que pasa ante los machos con el rabo bien levantado, seguí hacia delante , ocultándome en una cripta semiabandonada. No tardaron en llegar, Micifuz y Zapirón. Yo, ya los esperaba con el abrigo desabrochado y con las manos engarfiadas, ansiosas de ceñir carne palpitante. Sus rabos no eran gatunos, pero sus manos sí que parecían auténticos tentáculos de pulpo.
Los acogí en mi boca por turnos. Ellos, generosos, hacían ofrenda de su virilidad acunando su testículos y restregando sus brillantes glandes por las comisuras de mis labios. Incluso creo que mientras yo se las chupaba , ellos aprovechaban para darse un fraternal morreo.
No sé ni cómo ni cuándo. Pero se las arreglaron para meterse cada uno por un lado de mi anatomía. Se encontraron en mi interior ( apenas separados por una tenue pielecilla ) , se saludaron como buenos hermanos, y siguieron hacia arriba, levantándome de paso - a mí. Me sentí como un pincho moruno , allí , entre ángeles de mármol y cruces de bronce. Acostumbrados a repartirse todo, dividieron mi cuerpo en zonas. Una teta le tocó al de atrás, y me la amasaba y pellizcaba, hasta dejarme el pezón en carne viva. El de delante, mejor situado, me chuperreteaba la otra, que se me quedaba congelada en cuanto el chico apartaba los morros de ella. Uno me mordía el cogote. El otro me hacía sangrar los labios, con sus dientes casi adolescentes. Y, como los dos tenían los brazos inusitadamente largos, apoyaban sus manazas en las nalgas de su hermano, atrayendo sus cuerpos hacia mí, en un bocadillo exquisito de conejo con longanizas. Antes de derramarse, los dos gatazos me dieron un paseillo en volandas, demostrándome el poderío de sus palancas de carne. Cuando sacaron su carne de mi interior, las vergas les humeaban, y , a los pocos segundos, antes de guardarlas en sus tibias braguetas, en la punta les cristalizaron unas gotitas de semen .
No me preguntaron si yo había terminado. La verdad, es que no había ni comenzado. Pero, el morbo de verme entre aquellos sementales, había valido la pena. Fuera, en cuclillas, me limpié con unos zarpazos de nieve.
Nunca más los vi. Entre otras cosas porque, nada más llegar al Colegio, me informaron que mi padre, el Señor Juez, había pasado a mejor vida , y que debía volver, a marchas forzadas, a mi querido pueblo.
Carletto.