COSTRAS
Vicente era algo torpe. Corría como una flecha, se tropezaba, y caía de morros contra el suelo , una y otra vez. Sus rodillas estaban perpetuamente cubiertas de costras de diversos colores, señales inequívocas de que Vicente era una especie de Bambi que aún no hubiese aprendido a andar del todo. Sus largas piernas se enredaban una con otra y ¡zas!, ya estaba el adolescente con sus rodillas sangrando una vez más. Su madre, temerosa de que tanta costra purulenta derivase en algo peor, le fabricó una especie de rodilleras, como las de los futbolistas ; pero Vicente era muy vergonzoso y , en cuanto doblaba la esquina de su casa, se las quitaba rápidamente guardándolas en el bolsillo.
El muchacho se notaba zanquilargo, raro, con vellos que le habían aparecido a traición por partes vergonzosas de su cuerpo. Su hermano pequeño se carcajeaba cuando, por algún motivo, Vicente levantaba los brazos y mostraba la pelambrera de sus sobacos. Su secreto mejor guardado eran los pelitos rizosos que , un buen día, despuntaron por su pubis. Primero fue uno largo y solitario. Luego vino una avanzadilla. Hasta que ,de golpe, todo un ejército de hirsutos rizos negrísimos, rodearon su pubis, sus testículos y hasta tomaron posesión , más espaciados, por sus nalgas. Del ombligo comenzaron a bajarle una procesión de hormigueantes vellos, que él intentaba ocultar levantando todo lo posible la cinturilla de su calzoncillo y de su pantalón. En su cuello, apareció una nuez de tamaño más que mediano, que subía y bajaba con voluntad propia, haciendo que la voz de Vicente cambiase del timbre más chillón a la más profunda y viril entonación. Lo peor ( o lo mejor ) fueron los sueños. Sus sueños comenzaron a poblarse de seres desconocidos, de maestras con los senos al aire, de primitas que rozaban sus muslos, de vecinas que lo dejaban tocarlas. Las humedades matinales y viscosas eran su vergüenza perenne. Vicente rabiaba , enfadado por hacerse mayor. No le veía la gracia a todo aquello. Hasta que conoció a Lucía.
Lucía llegó con las golondrinas, y , como ellas , se posó en los alambres, alegrando al mundo con sus trinos. Vicente la vio, y un calor placentero recorrió todo su cuerpo, enroscándose en su bajo vientre y estallando como una fogata en su rostro lleno de acné. Lucía parecía una muñeca. Se comportaba como una muñeca. Era una muñeca. Vicente jamás había visto otro ser igual, con aquel pelo ( pelo no, cabello ) rubio, que bajaba liso y brillante, nimbado de luz, por su estrecha espalda, casi hasta la cintura. Aquellos ojos inmensos, azules como el manto de la Virgen, con pestañas largas, combadas como cimitarras. Su varicita era un pellizquito de carne. Su boca, grande y sensual, de labios carnosos ( que ella mantenía enrojecidos a fuerza de mordisqueárselos contínuamente ).Los pechos de Lucía eran pequeños y erguidos, algo menores de lo que correspondían a una muchachita de casi 16 años ; pero compensados con unas curvas en el resto de su cuerpo que anunciaban a gritos la real hembra que llegaría a ser. Por casualidades del destino, las primeras semanas que Lucía llegó a vivir al pueblo de Vicente, no había por los alrededores ningún machito que le pudiese hacer la competencia al recién nacido adolescente. O eran muchachos demasiado mayores , o excesivamente pequeños, por lo que Lucía hizo a Vicente objeto y destinatario de sus pérfidas sonrisas de hembrita en sazón.
La primera tarde que se conocieron, ella fue la primera en dirigirle la palabra. En atosigarlo a preguntas. A mirarlo con ojos lánguidos de lagartona. A retarlo para ver quién llegaba antes a la tapia del cementerio. Salieron los dos lanzados. Vicente, caballeroso, le dio cierta ventaja. Quería, además, poder observar con detenimiento, la retaguardia mórbida de la forastera. Corrió como un galgo tras ella, con cuidado infinito para no tropezar. Sus musculosos muslos daban tremendas zancadas, para ver a no más de medio metro de distancia como se cimbreaba el glorioso trasero de la moza. De repente, un fogonazo en su entrepierna. Quedó helado, frenado en seco. Con el pie en el aire, sin atreverse a apoyarlo en el suelo. Había sufrido ( ¿ sufrido ¿) de momento un orgasmo tan salvaje, que notaba el semen chorrear por la pernera de su pantalón corto de pana. Se tiró al suelo, queriendo morir. De todos los colores del arcoiris, uno le venía y otro se le iba. Su cara era el reflejo de su alma . Volvió sobre sus pasos Lucía y , como gata vieja, adivinó el motivo del revolcón. Por el muslo velludo del mozalbete, un hilillo seminal dejaba su marca, cual baba de caracol. Se hizo la longuis, aunque notó cierto cosquilleo placentero en su pecadora entrepierna. Lo ayudó a trasladarse a un arroyuelo cercano, a salvo de las campesinas miradas. Mirándolo a los ojos, le hizo confesar lo ocurrido. El chaval casi ni sabía lo que responder. Ella lo aleccionó y le habló sabiamente de los secretos de la vida. Luego, aprovechando el calor estival, le hizo que le entregase la ropa interior para lavotearla en el río. Titubeó él, rojo como la grana. Insistió ella, con sus ojazos prometiéndole nuevos secretos compartidos. El chico sintió renacer la temperatura en sus partes nobles y, tapándose como pudo, le alargó el calzón almidonado. Ella, muy hacendosa, lo lavó y dejó secándose sobre una piedra. Luego se premió a sí misma con el espectáculo del muchacho casi en cueros. Era muy guapo. Y muy tímido. Y muy hombre, por el tamaño que sobresalía bajo las manos puestas como pantalla
Lucía no tenía mucha experiencia. Pero era muy lista, y se había fijado en lo que pasaba a su alrededor. Tenía tres hermanas mayores. Con novio todas ellas. Y , bastante ligeritas de cascos. En fín, que la muchachita sabía para qué servía lo que tenía.
Se desabrochó la floreada batita veraniega. No llevaba ni sujetador. Las bragas las enrolló hasta sus tobillos, y las colgó de una mata de romero. Se sentó junto a Vicente, que casi sollozaba por los nervios contenidos. Apartó las manos del muchacho, que, a duras penas, consintió en destapar su monstruo babeante. Lucía era sabia, muy sabia. Acarició hasta el límite, sin derrochar el último cartucho. Lo enseñó a mamar de sus senos hasta que sus pezoncitos brillaron al sol de mediatarde. El , torpeó al principio, recorriendo sus muslos pasito a pasito, como si estuviese jugando al parchís. Cuando llegó a la Oca, la acarició entre las alas, buscando en el nido cosas ignotas y maravillosas, jamás imaginadas por él. Su monstruo se mecía en el aire, como una cobra bailando al son de una música desconocida.
Los azules ojos se clavaron en los de Vicente, y , mientras las casi infantiles bocas se juntaban por primera vez, el glande nuevecito se preparó a hacer sus deberes de educación sexual, presionando levemente el pórtico de la sabiduría. Entró titubeante el neófito. Los sedosos senos pasearon desafiantes su calor por el acné del chico, secándolo de inmediato. Vicente mordisqueó los pezones acaramelados, mientras su erecto estudiante se adentraba un poco más en el pozo de la sapiencia. Gimió la odalisca entre dolorida y enardecida. Vicente intentó olvidar una pequeña piedra que se le clavaba en su desnuda nalga. El adolescente nabo siguió buscando las entrañas de la tierra, encontrando solo carne virginal. Lucía, la de los ojos celestiales, encontró por fín su punto de apoyo y se apoyó en la polla de Vicente para lanzarse a una alocada cabalgada, sin moverse del sitio. Brincó , bufó, relinchó y casi dio coces. Se autoempaló en la rica verga, en la virginal verga, en la inmensa verga, del adolescente granujiento. Se desvirgaron mutuamente. Se amaron locamente.
A las dos semanas, el alma y el pene de Vicente quedaron vacios. Ella se marchó como había venido ( bueno, un poco más desvirgada ). El, quedó con sus granos y con sus costras. Costras en las rodillas. Costras en el alma.
El no sabía , entonces, que las costras caen, y otras ocupan su lugar.
Era muy joven. Casi un niño. ¡¡ Pero tenía un rabo ¡!.
Carletto.