EL GAITERILLO
Tienes los pies fríos y las mejillas rojas. Finalmente no habéis podido llegar hasta arriba del todo, a lo más alto de los Picos de Europa, pero jugar con la nieve ha sido un aliciente para casi todos vosotros. Fotos, fotos y más fotos. El funicular no funcionaba, así que la guía- os ha dejado un ratito para disfrutar como mocosos, y tomar un cafelito en el Parador de Turismo. Siempre te gustaron mucho los paisajes nevados, el sentir el crujido de la nieve bajo los pies, saborear esa frialdad seca y extraña
El autobús rueda montaña abajo. Las laderas semejan un tapiz verde, ligeramente nebuloso bajo la lluvia fina y persistente. Aquí y allá, como bolas de blanco algodón, pastan unas ovejas gordas y tranquilas.
Las casas de Cantabria son preciosas. Sin excepción. Desde el palacio más rimbombante (seguramente de algún indiano) hasta la choza más humilde, todos los edificios que ves son perfectos exteriormente, como guardando escrupulosamente unos requisitos mínimos de belleza y buen gusto. De puertas para dentro ellos se lo sabrán.
Sigue lloviendo. Tu marido medio ronca a tu lado. Os habéis enfadado otra vez, una más. Lo observas de refilón. Ya le cuelga algo de papada, y sus rasgos de hombre guapo comienzan a desmoronarse. Imaginas que igual que tú. No, ya no eres la que eras. Intentas mirar tu reflejo en el cristal, pero solo atisbas una silueta de pelos rubios y despeinados. Intentas ahuecar los pelajos y ponerte algo más estirada en el asiento: no soportas verte los michelines marcados bajo tu fino jersey.
Juanjo se remenea a tu lado. Uno de sus muslos se pega al tuyo. Notas un agradable calorcillo. Con el pretexto de arreglar la mantita que cubre vuestras rodillas, posas tu mano derecha sobre su pierna. Abarcas el muslo y lo recorres hacia arriba, en busca de la ingle y de todo lo demás. Sientes la sangre correr por tus venas. Algo rebulle en la entrepierna de tu marido. Acaricias el contorno, aprietas y te sobresalta la voz de la guía hablando por el micrófono:
-¡Buenas noticias, señores! pausa- ¡Cómo no hemos podido utilizar el funicular, el tiempo sobrante lo utilizaremos haciendo una visita a Potes!- otra pausa y termina diciendo con voz que quiere ser alegre : ¡¡ Y hoy celebran la Fiesta del Orujo!!.
Pues nada (suspiras resignada) tendremos que aguantar la Fiesta del Orujo. ¡Con lo poco que te gusta a ti el alcohol! Esto son las jodiendas de los viajes organizados, que te llevan donde les da la gana, te guste o no te guste
En Potes diluvia. Casi le sacas un ojo a tu marido al abrir el paraguas, y se enfurruña otra vez. El autobús ha parado muy cerca de una enorme carpa. Los altavoces difunden los alegres sones de gaitas y otros instrumentos.
Bajo la carpa hay una multitud. Largas filas de gente esperan turno ante diversas casetas. Muchos de vuestros compañeros de viaje, se colocan inmediatamente a la cola, esperando que les den su vasito de orujo y unas rodajas de morcilla de arroz. Pero ¡si acabáis de almorzar! ¡No es posible que tengan ya hambre! Pues lo tienen.
Juanjo y tú, sin cruzar palabra, os acercáis a un gran escenario donde bailan unas parejas ataviadas con trajes típicos. Acaban. Aplausos. Se retiran a un lateral y avanza un grupito de cuatro gaiteros junto a dos chicas que hacen sonar una especie de castañuelas. Bostezas. Miras al escenario con gesto aburrido y te quedas de piedra.
El muchachín es un bombón. No tendrá todavía los veinte años, pero irradia una fuerza, una virilidad que hace que tu entrepierna se empape en un instante. Estás acalorada. Tanto que casi temes que tu marido se haya dado cuenta. No, parece que no se dio cuenta. El también mira al escenario con gesto aburrido.
Vuelves a deleitarte mirando al chaval. ¡Qué muslos, Dios mío! Y...¿ese paquetón? ¿está permitido ostentar- públicamente- tamaña maravilla?. Otra oleada te corre muslo abajo. Darías tu reino por poder tocarte la entrepierna en este instante. O mejor no. Lo darías por tocarle a él, al gaiterillo. Cierras los ojos, te relames con la idea. Solamente unos lengüetazos, unos poquitos para probarlo. Una mamadita rápida, para que el niño sepa lo que puede hacerle una madura con experiencia
Sonríes gatunamente. Abres los ojos y miras al chico a la cara. ¡Es guapo el condenado! Rizos castaños que le caen sobre la frente, piel pálida. Miras directamente a sus ojos. Desde tan lejos no le puedes ver el color, claro está, pero ¡un momento! ¡te ha guiñado un ojo! Otra vez el sofoco. No sabes si es la menopausia o que el orgasmo te galopa ya por la pradera. ¡No, no!. ¡Te mira directamente a ti, y te guiña con descaro!.
Quedas fría. Te acaloras. Miras de reojo a tu marido. ¿Se habrá dado cuenta? ¿Qué haces ahora?.
Los gaiteros acaban su tercera canción. Aplausos. Se retiran a un rincón. El muchacho te hace una seña imperceptible para los demás señalando un lugar apartado. Sí, allí hay una caseta con los toldos bajados.
Murmuras algo a Juanjo sobre que te ha dado hambre, y que vas a por un vasito de orujo y algo de morcilla. El, te mira con gesto aburrido, asintiendo con la cabeza. Casi parece que te está diciendo: ¡Qué te den morcilla, nena!
¡Pues a eso es a lo que vas! ¡A que te den morcilla de la tierra! ¡Y bien gorda y bien rica que debe de estar!
Como estás temblando (de miedo, de excitación ), eliges el camino más largo. Das un rodeo por toda la carpa, para despistar a tu marido por si se le ocurre seguirte con la mirada. Los del autobús siguen atiborrándose. La guía, como siempre, ligando con el conductor. Te deslizas por detrás de la caseta. El tanga te fricciona el agujerito del trasero, y por delante totalmente empapado- se adhiere a los labios vaginales.
La caseta está tenuemente iluminada por la luz que atraviesa la lona. Te da un pequeño mareo: tanta excitación, el profundo perfume a manzana, a alcohol, a morcilla. Todo lo ves de color verde, rosa y azulado.
¿Verde, rosa y azulado?
Sí. Los ojos del muchachín son definitivamente-de color verde. Y te está mirando de rodillas en el suelo, mientras su lengua rosada lame con fruición las venas azuladas de la verga de tu esposo.
Mala suerte chica.
Carletto.