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Tras los visillos

en Sexo con maduras

TRAS LOS VISILLOS

La ventana siempre estuvo cerrada. Cegada a cal y canto. Tan hermética y sellada como la tumba de un Faraón. Así lo quisiste y así se mantuvo por años y años. Nunca la viste abierta, y las pinceladas de barniz iban conformando una costra de primavera en primavera, cubriendo grietas, impidiendo el paso al más ínfimo resquicio de luz. Necesitabas de la oscuridad para dormir. La más completa de las negruras.

Desde tu lecho, en los mínimos ratos en que estabas despierta, vegetabas bajo el resplandor amarillento de una lamparilla de mínima potencia, oyendo pasar la vida, tan lejana como la banda sonora de una película que nunca habías llegado a ver. Nada te importaba.

Tu ventana, ese ojo cegado que tan solo servía para ser adornado con finos visillos, daba a un pequeño solar. Un espacio mugriento, apenas guardado por una valla decrépita, en el que se acumulaban ingentes montones de basura, nido perfecto de ratas y otras alimañas a las que, de vez en cuando, asaltaban bandadas de gatos callejeros en una lucha feroz que tú percibías – inmutable – anotando mentalmente las bajas ratoniles según se iban oyendo los chillidos agónicos de los roedores. Así vivías. Así te entretenías… hasta que.

El estruendo te despertó del letargo matutino. Agitaste, frenética, la campanilla, esperando que te atendiesen, que te explicasen el motivo de tal fragor. Nadie acudió. Estabas aterrada. Temías que te hubiesen dejado sola, allí en tu alcoba semejante a una cripta, a merced de monstruos enormes y carnívoros, que tragarían de un bocado tu liviano cuerpo de enferma crónica. Esos monstruos de los que tus sueños estaban poblados y que te hacían gemir bajo tu enfermiza somnolencia.

El bramido se acercaba, arañaba la pared exterior y se retiraba, para volver con más fuerza, con más apetito.

Un barrote de hierro oxidado se quebró como un palillo. La madera, medio podrida, se astilló. Una uña, o quizás un colmillo de brillos acerados, había agujereado la ventana, permitiendo que un intenso rayo de luz, de polvo y de basura removida entrasen a raudales. Te encogiste entre las sábanas, chillando desaforada a la par que notabas la humedad del miedo calando hasta el colchón. Con los ojos cerrados, con la garganta lanzando un aullido infrahumano, estuviste largo rato. Hasta que te percataste de que nadie te mordía, de que ningún ser horrendo escarbaba por tu desvirgado ventanuco para arrastrarte hacia el odiado exterior. Incluso, al callarte tú, todo era silencio.

Tardaste varios minutos en decidirte. El camisón, empapado, se adhería a tus nalgas, a tus muslos y a tu pubis. La tibieza del orín había desaparecido, y un frescor – extraño y agradable – lamía tu carne. Bajaste titubeante de la cama articulada. Una hoja de la ventana pendía sobre sus goznes, permitiendo que la brisa veraniega hiciese ondear los visillos de gasa apolillada. La luz de mediodía se agolpaba, furiosa, luchando contra la añeja penumbra. Temblaban tus piernas gomosas y tu corazón, casi embalsamado, dio un latido curioso por primera vez en varios años. Atisbaste tras los visillos.

Una máquina grande, provista de una enorme pala, estaba a unos tres metros de tu ventana. La cazoleta, armada de unos dientes amenazadores, rebosaba de basura putrefacta, que goteaba hasta el suelo. En la encristalada cabina, se adivinaba la silueta de un hombre que masticaba un bocadillo. Aguzaste la mirada, intentando ganar de golpe la visión que habías perdido en años de semipenumbra. El hombre llevaba un casco rojo con unas letras que no llegabas a distinguir. No parecía viejo. Bebía de una botella de refresco y mordía, alternativamente, lo que quedaba del bocadillo.

Un extraño hormigueo recorría tus muslos. Un vahído te hizo cerrar los ojos. Al abrirlos, el hombre estaba cerca de ti, muy cerca de ti. Había bajado de la máquina y, despatarrándose, estaba abriendo los botones metálicos de sus jeans gastados. La camisa azul, desabrochada hasta el ombligo, mostraba sus sudados pectorales. No. No era viejo. Seguramente no tendría más de veinte años. Prácticamente la mitad que tú.

Al abrigo de miradas indiscretas, el muchacho se dispuso a orinar. El pantalón vaquero se deslizó caderas abajo, a la par que la mano callosa hurgaba bajo un slip curiosamente minúsculo y seguramente poco apropiado – pensaste – para un trabajador de su clase. Una abultada prominencia hizo que tu mirada quedase fija allí, justamente donde una ligera mancha amarillenta indicaba que el muchacho no era excesivamente escrupuloso con su ropa interior. Otro vahído. Tuviste que sujetarte con ambas manos a lo que tenías más cerca de ti: los visillos.

El arco dorado chisporroteó casi en ras a la ventana. El muchacho jugueteaba con su verga, dibujando formas caprichosas con el orín. Se hizo la oscuridad a tu alrededor, quedando solamente la figura musculosa, medio desnuda y trasteando en sus manos el sexo viril más audazmente indecente que - ¡pobre de ti! – habías visto en toda tu vida.

Un calor brutal ascendió desde tu vagina hasta tu corazón y tu mente. Durante unos instantes perdiste la noción del tiempo y del espacio. Una avidez inusitada se instaló en tu garganta, en tu lengua, en tus labios, con el deseo irrefrenable de acariciar, de saborear, de paladear…Enloquecida, arrancaste de un tirón los visillos, quedando frente a frente con el objeto de tu deseo. El chaval te miró sorprendido, ligeramente avergonzado de que alguien lo hubiese descubierto de tal guisa. Pero los gestos que le hacías eran inequívocos. Te estabas ofreciendo a él como una puta, como una zorra. Tus manos habían desgarrado el camisón, y elevabas los pechos hacia el chico. Tus pechos virginales y de pezones sonrosados. La lengua humedecía tus labios, y la hacías girar alrededor de la boca, en un gesto terriblemente obsceno y que te salía inconsciente desde lo más profundo de tu sabiduría femenina.

El chico dio un paso hacia ti, sujetándose de manera cómica los pantalones para no caer de bruces. El ojo de su glande te miraba como hipnotizado, mientras los tuyos quemaban su verga, su vientre y todo su cuerpo con rayos invisibles. Llegó junto a la ventana y cayó de rodillas ante ella, ante ti. Tomó tus senos de la bandeja de tus manos, acariciando lo que jamás nadie tocó. Entre sus pulgares y sus índices, os retorcisteis tú y tus pezones, a la par que tu boca babeaba con el ansia de albergar la verga que penetraba entre los rotos barrotes. Dejó la presa de tus pechos para poder acercar sus caderas a tu rostro. Abrazaste su cintura, lanzándote con la boca abierta para tomar lo que su juventud te ofrecía. Inhalaste el aroma de su pubis, de sus vellos ensortijados y ligeramente sudados. Te sentías, por fin, la más puta entre las putas. Sus manos se apoyaron en tu cabeza pelona, marcándote el ritmo de la singular, de la apoteósica mamada. Y chupaste de tal forma, lengüeteaste, lamiste, sorbiste, besaste de tal manera su polla gruesa y nervuda, que los ojos se le salían de las órbitas y sus quejidos de placer semejaban los gemidos de un agonizante. Tragaste su semen hasta dejar sus testículos vacíos, y tu orgasmo- al que llegaste sin tocarte apenas - mojó la hendidura de tu sexo, saliendo a borbotones en un hilillo viscoso y transparente que humedeció – por segunda vez – tus muslos.

Al perder el contacto con su carne, fue como si te hubiesen privado de la más elemental energía. Te lanzó un beso y una sonrisa, junto con un guiño que prometía futuros placeres. Lo comiste con la mirada mientras ajustaba sus ropas, montaba de un salto en su feroz monstruo metálico, y seguía con su trabajo de limpiar el solar inmundo.

Casi a gatas regresaste a tu lecho. En la boca, en la garganta, en el estómago, su esperma te recordaba lo ocurrido. Arrebujaste tu cuerpo en la basta sábana, mientras mirabas de refilón el crucifijo que te espiaba desde la mesita. Te embargaba una gran laxitud. Acercaste tus dedos hasta tu rostro, oliendo el perfume de su sexo joven, extendiendo tu mano para tomar la campanilla, que cayó al suelo con un escandaloso tintineo. Cuando acudieron las otras monjas, ya estabas dormida.

La luz entraba en catarata por la ventana desnuda de visillos, y tus sueños – finalmente- solamente estaban poblados de muchachos jóvenes a los que besabas el sexo. Y sonreías feliz.

 

Carletto.

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