Entre naranjos
La tormenta nos pilló buscando caracoles. Recuerdo que llevabas un vestidito corto, de tela muy ligera que, a las cuatro gotas, ya se adhería a tu cuerpo, transparentando la piel morena y cálida de muchachita apenas en sazón. Te lo había arreglado tu madre, aprovechando el traje de tu Primera Comunión. Chillando como dos histéricos, buscamos cobijo bajo un frondoso naranjo . Guarecidos bajo la cúpula de hojas verdes, seguimos riendo durante unos minutos. Mientras, fuera, arreciaba la tormenta. Tú, paraste de reir, mirándome en silencio. Yo, zanquilargo adolescente, ajeno a tu mirada , me reía de tu aspecto de gatito mojado. De la tierra ardiente, subía el vaho producido por la lluvia.
Recuerdo el instante en que te empinaste sobre tus pies y, sorprendiéndome, depositaste en mis labios un casto beso, interrumpiendo mi carcajada. Nos descubrimos , por primera vez, reflejados en los ojos del otro. En tu mirada verde, los reflejos de las hojas del naranjo, titilaban con las humedades de las gotas de lluvia. Miré fugazmente tus pezones, apenas intuidos, sintiéndome pecaminoso. En mi bajo vientre se encendió una antorcha que me sofocó por entero. Repetimos el beso, esta vez compartido. Por nuestros brazos desnudos, una fila de caracoles dejaba su rastro brillante. Pegaste tu cuerpo al mío, buscando el calor que tú misma habías prendido. Te rodeé con mis brazos, primero titubeante, luego enardecido Unas voces se oyeron a lo lejos. Nos buscaban. Chupabas mi labio inferior, como si en ello te fuese la vida. "Eres mío" dijiste con el aliento- casi sin saber ni tu misma lo que decías.
***
Pasaron los años. Pocos, pero los suficientes para que madurásemos algo más. La hoguera que habías prendido entre mis piernas, era avivada cada noche por mí. Con tu recuerdo. Mis miembros zanquilargos seguían siendo algo torpones, aunque las redondeles de la infancia habían sido dejadas por el camino, transmutadas en músculos cada vez más fuertes. El vello , quizás demasiado temprano, comenzaba a cubrir mi cuerpo, abundando en ciertas partes, como remansándose , como señalando mis zonas más sensibles.
Nos encontramos en el mismo sitio de la otra vez. Nuestra edad era otra, la estación era otra pero nuestros deseos estaban en el mismo punto en que los habíamos dejado.
El naranjo había crecido. Como nosotros. Ahora estaba cuajado de flores de azahar, que cayeron sobre tu pelo apenas nos metimos bajo el árbol.
Nuestras manos titubearon unos instantes. No por vergüenza, sino por deseo : como quienes están ante un festín y no saben por qué plato comenzar primero.
Como siempre, te adelantaste tú. Con una mano me agachaste la cabeza, para ponerme a la altura de tus labios. La otra, la apoyaste sobre mi camisa, abriendo muy despacio los botones.
Nuestras lenguas hablaron en silencio. Adoré la carne de tu espalda, bajando , lentamente tu vestido. Al quitarme la camisa, tus pechos pequeños, duros como naranjas, oprimieron mis costillas. Dejé un rastro de baba, sintiéndome caracol, desde tu boca a tus pezones. Gemiste con voz rara. Asustado, levanté la mirada, ahogándome en tus pozos verdes. Tus manos , temblorosas, tiraban de mis pantalones, buscando el cálido rescoldo de unas brasas y encontrando feroces llamaradas. Te asiste con desespero al tronco en ignición. La sangre corría por nuestras barbillas, debido a los mordiscos que nos dábamos en los labios. Apreté mi dureza contra la tela de algodón, pugnando por perforar tus braguitas de blanco resplandeciente. Me detuviste con un siseo. Unos segundos, que me parecieron siglos. Con el movimiento de nuestros cuerpos, una nueva lluvia de flores del naranjo cayó sobre nosotros, nevando nuestros vellos púbicos. Me agaché ante ti, oliendo el perfume de tu cuerpo y de las flores. Lamí las gotas de rocío , buscando con mi lengua el manantial de la vida.
Temblaban tus nalgas, duras como piedras, bajo mis manos. Tiraste de mi pelo, elevándome ante ti. Ahora eras tú la postrada ante mí. Lamiste delicadamente lo que tanto admirabas. Paladeaste el ardiente falo, presionando ligeramente los petulantes testículos. Hasta te atreviste a juguetear entre mis nalgas apretadas, buscando no se qué.
Aprovechando una fuerte rama, te senté con tus piernas rodeando mi cintura. Tus brazos fueron collar enrollado en mi cuello tenso. El balano, tan virgen como tú, encontró el camino con inusitada rapidez. Yo te sujetaba con las manos bajo tus nalgas, intentando que no te cayeses. Pero no te caiste ¡ qué va! . Te apuntalé en dos acometidas, ayudado por el espoleo de tus talones en mis muslos. El satén de tu sangre , goteó sobre el suelo. Las flores de azahar cayeron sobre él, formando bordados.
La luna tiñó de plata las hojas de los naranjos. Nosotros seguíamos moviéndonos, sin prisas y sin descanso. Apenas se apagaba un fuego, y ya había prendido otro, con llamaradas aún más intensas. Tus pechos maduraron aquella tarde. Nuestras pieles rezumaban flujos, amor y semen.
Fue nuestra primera vez. Allí, entre los naranjos.
Carletto