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La Finca Idílica (6: Clop, Clop, Clop)

en Dominación

LA FINCA IDÍLICA : ( 6.-"CLOP, CLOP, CLOP " )

 

Rufino Buitraguez, Inspector de Hacienda, bajó del taxi en la esquina de la calle Rue del Percebe. Portaba una larga gabardina negra, de alto cuello subido. Sobre su cabeza, un sombrero a lo Bogart. En la blanca mano, escuálida y afilada, como garra de ave de presa, un pesado portafolios. Caminó hacia el número 13, casi sin pisar el suelo, deslizándose como un robot de los dibujos animados. Estaba ya muy avanzada la tarde, casi anochecido. Las luces de las farolas callejeras, daban a su sombra un aspecto fantasmagórico, tipo Nosferatu. Una feliz madre de familia, con su pequeño rorro en el cochecito, tuvo la mala suerte de cruzarse con él. Rufino miró de refilón a la criaturita y , justo en ese momento, abrió los ojos el angelito. Los gritos desesperados del bebé se oyeron, como una sirena, como un alarido interminable , hasta varias horas después…

Entró en el portal el Inspector. Con un jadeo, apenas audible, contestó a la dura voz que se oyó por el telefonillo. Se oyó un chasquido y la puerta se entreabrió, lo suficiente, para que pasasen el Sr. Buitraguez y su portafolios. Tuvo la suerte de que no iba nadie en el ascensor. Bajó en la 3ª planta. Un letrero de : "Doctora Godiva.- Masajes y Otros", le informó de que no iba mal descaminado. Su corazón, siempre frio como el hielo, dio un latido de más. De su boca y de su glande, fluyeron sendos hilillos de gélida baba. Alguien debía estar mirando por la mirilla, pues – cuando iba a tocar el timbre – se abrió la puerta con un chirrido de goznes faltos de grasa. Entró el hombre con mirada de ave predadora. El criado, un vejete – antiguo defraudador del fisco – tembló al reconocerle. Le recogió el abrigo y el sombrero. La cartera no consiguió arrebatársela de la rígida garra. Le dijo que esperase y se marchó entre reverencias…

El recibidor, estaba decorado muy coquetonamente , para despistar. Desde allí, partían dos puertas paralelas. En una de ellas figuraba el letrero de "Privado", en la otra: "Consulta". En el silencio de la tarde, a Rufino Buitraguez , le pareció escuchar – procedente de la "Consulta"- los alegres aires de "Mi Jaca", cantados por Estrellita Castro.

No tuvo que esperar mucho. En su llamada de telefóno, hecha aquella misma mañana desde el Ministerio, ya había acordado los "servicios" que quería. Se abrió la puerta de la Consulta. Una voz en "off" le indicó que se pusiera en pelotas. Así, como suena. El, obedeció, sin rechistar. Desnudo totalmente, su cuerpo daba más asco que pena. Sobre la cabeza, pequeña como una alubia, campaban cuatro pelillos de rata de cloaca. Los ojos, hundidos , muy al fondo, en las órbitas. La nariz, ganchuda, de la que pendía – en invierno y en verano – una gotita, finísima y transparente , de moquillo. La boca, consumida, con un hueco entre diente y diente, que más parecía muralla que dentadura. La nuez , un prodigio prominente, en el centro de un gaznate interminable. Por un defecto genético, tanto los hombros, como el pecho y la espalda, justo donde terminaba el cuello, los llevaba adornados por unos pelos largos, abundantes y entrecanos, que le daban – más aún – aspecto de ave rapaz. El pecho estrecho, las caderas huesudas y sobresalientes. Entre los largos y escuálidos muslos, pendía un larguísimo miembro viril, adornado con dos penduleantes testículos, apenas cubiertos por un ralo vello púbico.

Cuando la voz en "off" le indicó que se pusiese a cuatro patas, él siguió obedeciendo. Tal era la longitud de su pene que, en esa postura, casi arrastraba por el suelo. Su columna vertebral era un poema : sobresaliente como una cordillera, junto con las paletillas, terminando en el hueso glorioso de la procaz rabadilla. Se abrió una puerta en un lateral. Apareció una virago, vestida de arriero. No le faltaba ni la boina. Llevaba chaleco, faja roja y pantalones de pana marrones. Los pies, calzados con unas abarcas de goma. En la mano llevaba un zurriago. Sin decir ni ¡ buenas tardes ¡, arreó en las ancas del cliente una buena somanta de palos , hasta que se le puso dura ( a Rufino ). Luego, desde un armario, tiró un par de sacos de harina sobre las costillas del cliente. Los ató con unas largas tiras de cuero, pasándolas bajo el vientre y por entre las piernas, aplastando lo más posible los testículos del nuevo "animal". Entre los dientes amurallados, enganchó un bocado de hierro, al que ató unas riendas de cuero flexible. Enjaezado de tal forma, el mulo , medio aplastado por los pesados sacos, se tiró un pedo al intentar adelantar una pata. Llovieron los zurriagazos del gañán. No se paró en mientes de donde pegaba : en el cuello, en las ancas, en los muslos, en la parte libre de la espalda ( poca, pues estaban los sacos ). El mulo, no sabía si reir o llorar. Al final, como dar un relincho le parecía demasiado fino, rebuznó como un borrico, agachando las orejas. Comenzaron a andar por un largo pasillo. El suelo, estaba cubierto de paja, como en una cuadra. Aquí y acullá humeaban boñigas recientes. Entre las pajas, traicioneros, aguardaban algunos cardos, que se clavaban en las palmas y en las rodillas del sufrido Rocinante. A todas éstas, él sin soltar la cartera. La llevaba con una cadena sujeta a su muñeca. Allí llevaba las vidas de varios empresarios de Madrid. Esperando ser pasados por las armas de Hacienda. De momento, se tendrían que conformar con ir arrastrados por un pasillo lleno de mierda de equinos. Al pasar por un pequeño saloncito, vio enganchado en una noria a un conocido diputado, venga dar vueltas , sin parar. No le faltaba ni el sombrero de paja, por el que le asomaban sus bien provistas orejas. En otro reservado, un cardenal – que no se había acordado de quitarse el bonete- llevaba montado a horcajadas al vejete de la recepción ; pero ahora, iba vestido de lagarterana. La bella de Lagartera, metía – de cuando en cuando- un salaz consolador, en el inconsolable trasero de tan augusto prelado.

Sudando como un borrico, llegó a un pequeño abrevador, donde sumergió el morro, sorbiendo el agua tibia. Enseguida lo apartaron de allí. Le quitaron los sacos del lomo y , con un cepillo de púas, le dieron una buena pasada , hasta que lo dejaron con más mataduras que al corcel de un gitano. Y él, con la pija cada vez más dura. Tanto era así, que se daba con ella golpes de pecho : como las beatas en misa.

La Doctora Godiva, aprovechó mientras lo estaban aseando, para cambiarse de atuendo. Bajo la boina garrulera, apareció una hermosa mata de pelo rubio-peluca. Se maquilló en un pis-pas, y quedó con una cara , que parecía un travestí imitando a Edith Piaf. No llegó a cantar "La vie en Rose", pero le pegó un fustazo en la cara al Inspector de Hacienda ( éste se lo dio de parte del abuelote, que lo había reconocido ), que le dejó una marca desde el cuello a la quijada. El no podía más : estaba a punto de eyacular. La fémina, ahora medio desnuda, estaba algo metidita en carnes. Las tetas le rebosaban por el escote del corsé de cuero. Las nalgas, dos lunas llenas, repletitas de celulitis de primera calidad, también asomaban sus carnosidades. La Doctora, vestida de amazona, se fue unos metros tras él y , dando una carrerilla – como si estuviese jugando a "Churro, media manga, mangotera", se apoyó en su rabadilla, saltó al aire y se dejó caer , con toda su fuerza – y su peso- sobre el frágil costillar de la cabalgadura. Rebuznó , otra vez, el Inspector. Ella le dijo por lo bajini : "Ahora relincha, zopenco, y no rebuznes". Se puso la mano en la cadera y , mientras con la otra le dejaba el muslo morado de verdugones, lo hizo trotar a los alegres sones de "Mi Jaca " ( no tenían otro disco ). Clavaba la dómina unas grandes espuelas en los hijares ensangrentados. Metió una mano bajo el vientre de la caballería y , de un zarpazo, agarró el rabo bajero, dándole dos o tres meneos ; no hizo falta más. Cayó, despatarrado, el rocinante sobre su propio charco de semen. Ella, fastidiada, le pegó con la puntera afilada de la bota donde más le pudiese doler. A trancas y a barrancas, se arrastró él los últimos metros que le quedaban por consumir El precio había valido la pena.

Bajando en el ascensor, limpió un poco de mierda de boñiga – pegada a su maletín – mientras mordisqueaba una algarroba, obsequio de la casa.

Carletto.

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Los Cortos de Carletto: La Insistencia

El hetero incorruptible o El perro del Hortelano

Morbo (3: Otoño I)

Los Cortos de Carletto: Disciplina fallida

Los Cortos de Carletto: Diagnóstico Precoz

Los Cortos de Carletto: Amantes en Jerusalem

Los Cortos de Carletto: Genética

Morbo (2: Verano)

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Morbo (1: Primavera)

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Don de Lenguas

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Locura (8)

Locura (7)

El ascensor

Locura (5)

Locura (6)

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Locura (4)

Locura (2)

Locura (3)

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