LA PIEDAD
Marietta suspira. Florencia duerme.
El vetusto palaccio rezuma humedad por cada baldosa, por cada placa de mármol agrietado, por cada bajorelieve antaño esplendoroso y ahora desvahido. Sin embargo hace calor en la gran sala. Aquí y allá parpadean las lámparas de aceite, apenas dejando ver las siluetas de las yacijas alineadas en dos largas filas.
La mujer retira bacinillas, cubre cuerpos derrotados, seca sudores propios y ajenos. Alguien pide agua. Alguien maldice.Alguien reza. Todos sufren.
La figura de Marietta es esbelta. Cubre su cabeza con una toca blanca que ciñe sus sienes dándole aspecto monjil. Pero no es monja, ni siquiera religiosa. Simplemente es una buena mujer que ama al prójimo.
Sigue trabajando, sin cesar, en el improvisado hospital. Los heridos han estado llegando día tras día, ocupando todo el espacio disponible. Está agotada. Sus largos vestidos pesan sobre sus carnes frágiles, arrastrándola hacia un cansancio infinito. Su alma cándida, no comprende tanta barbarie, no soporta ver tanto dolor en sus semejantes.
Casi cincuenta años a sus espaldas y tiene pensamientos de niña. Le gustaría ayudar a todo el mundo, repartir felicidad a manos llenas, vivir en un mundo idílico y sin sufrimientos. ¡ Pobre Marietta !.
En el último rincón, alumbrado por el candil de aceite de oliva, delira un soldado. Apenas rebasa la treintena. Marietta sabe que tras sus párpados cerrados no existe visión alguna. Algo terrible debió ocurrirle, puesto que tampoco oye, además de tener los brazos amputados a la altura de los codos. Sin embargo es muy bello. Posee la hermosura de las estatuas derribadas, en las que prevalece ese sello que imprime el Arte y que aguanta imperecederamente, aunque la obra no esté completa.
La mujer se sienta a su lado. Sus huesos derrengados agradecen el momentáneo respiro. Desliza su mirada por el cuerpo desnudo, casi marmóreo, del joven yaciente. Palabras inconexas en los labios trémulos.Sudor que brota de los poros, deslizándose por el torso musculoso, por los muslos nervudos.
Un bicho repelente, un piojo inmundo recorre la carne torturada. Marietta da un gritito e intenta atraparlo inutilmente. El vello del pubis es una selva espléndida para el bichejo. La mujer no soporta que el pobre joven tenga que aguantar nada más con su pesada carga. Se inclina hacia él , y con un esfuerzo terrible lo aupa hasta su regazo, sentándolo sobre sus muslos y apoyando la cabeza del soldado sobre su brazo derecho. Con su mano izquierda rebusca por el cuerpo inerte, desliza la palma por la carne ardiente, por la piel húmeda, por los vellos ensortijados. Sus uñas se cierran sobre los piojos crueles, aplastando uno tras otro y volviendo a peinar con sus dedos el pubis del hermoso joven.
Nota sobre su seno la presión del rostro viril. Los labios sedientos buscan lo imposible. Sufre Marietta al no poder dar lo que se le pide. Pero el muchacho sigue buscando, buceando entre las ropas, olvidando que hace mucho que dejó de ser bebé.
Dejándose llevar por un impulso, la buena mujer rebusca y abre, sacando un seno blanquísimo, virginal a todas luces, cuyo pezón acerca a la boca del deseoso mamoncete. Un extraño escalofrío recorre el cuerpo de la mujer. Una sensación placentera, jamás imaginada, jamás sentida y que jamás olvidará. Un hormigueo que nace en el pezón succionado y que se desparrama por su interior, que la inunda, que la posee, que la deleita.
El soldado aparta un instante la boca para jadear. Abre sus muslos desnudos y eleva las angostas caderas. Marietta se percata que su mano izquierda hace rato que dejó de rastrear el pubis del muchacho... para empujar la verga implorante. El miembro ansioso, abandonado durante tanto tiempo. El falo hambriento de caricias, puesto que ni su propio dueño puede proporcionárselas. La mujer olvida sus rubores y torpea con la verga encabritada. Pronto aprende mañas jamás utilizadas, ni siquiera vistas, aunque - tal vez - soñadas.
Sigue cada cual con su quehacer. El mamón chupando del cálido seno. La mano de ella presionando, subiendo, bajando, deslizando caricias por la carne enrojecida. Cada uno con su misión, con su trabajo enervante y amoroso.
Un sofoco, un súbito calor que le adormece los sentidos, que se los despierta de golpe y que la nimba con la luz de su aura bellísima. Un placer intenso, un éxtasis, una experiencia única que lanza fogonazos desde su seno, desde sus entrañas, desde su corazón atravesado por el amor más puro que jamás sintió.Y su mano que recoge los últimos espasmos, que recibe el líquido derramado por el joven herido. Leche y miel brotando del glande agradecido, inmensamente feliz gracias a ella.
Oculto en las sombras, trazando febrilmente el boceto magnífico, Michelángelo sonríe sin ser visto, testigo mudo y privilegiado de la escena que luego plasmará en su obra perfecta.
Carletto.