LA FINCA IDÍLICA : ( 5.- QUESOS Y BESOS )
Los orificios nasales de doña Carmen, la madre de Lupita, se dilataron - en vano olisqueando los zapatos de su esposo. ¡ Nada ¡. Ni un solo rastro de olor. No sabía como se las arreglaba su cónyuge , para no tener el menor atisbo de "perfume" en su calzado. Y de sus pies, no digamos. Le olían a cualquier cosa, menos a lo que debían a olerle, a lo que huelen los de cualquier persona : a pies.
Y , eso, precisamente eso, iba a acabar con su matrimonio. Porque, doña Carmen, desde su pubertad, tenía conectados los centros sensoriales de su napia , directamente, con su vagina. A ella no la excitaban los piropos. Ni las miraditas lánguidas. Ni los besos robados. Ni los fugaces tocamientos de estas o aquellas partes blandas de su cuerpo ¡ No ¡. ¡ Donde hubiese un buen olor a pies, rico, apestoso, sensual que se quitase todo lo demás ¡. Pero ¡ ay ¡, su educación había sido muy fina. Demasiado fina. Jamás tuvo confianza con nadie, ni hasta con su mejor amiga, para confesarle su "vicio". Y, muchísimo menos, con quien luego fue su esposo. ¡ Antes muerta ¡.
Pero los años pasaban. Sus fingidos orgamos , cada vez eran más fingidos y menos orgasmos. A ella no le excitaba su marido, ni lo más mínimo. Desde antes de casarse. Engendró hijos. Cumplió , obediente, el débito conyugal. Su marido , jamás, tuvo una queja de su comportamiento en la cama. Pero todo era mentira. Una vil mentira. Ella no gozó nunca. Al principio, como tantas otras, creyó que, eso, era lo normal. Solamente el esposo podía disfrutar. Doña Carmen, en su noche de bodas, estaba inquieta, expectante. Se desnudó, rápidamente, metiéndose en la fría cama ( se casaron en pleno invierno ). El, muy machito, le mostraba la dureza de su falo. A ella ¡plim!. Lo que quería era que se descalzase. Que la inundara de olor a pies. Tuvo una tremenda decepción al no atisbar nada de nada.
Hay que reconocer que, su esposo, hizo todo lo que pudo para satisfacerla. La acarició entre las piernas. La lamió a más y mejor por el conejo y su guarida. La penetró suavemente, fuertemente, de todas las formas posibles. Finalmente, ella tuvo una idea. ¡ Que la cogiese estilo perrito ¡. Así lo hizo el buen esposo. Ella, ladina, con el culo en pompa, fue deslizándose por el lado de la cama, hasta casi tocar el suelo con la cabeza. Allí, mientras el marido le daba ¡ ñaca que ñaca ¡, ella, como un podenco, olisqueaba los zapatos, los calcetines Sollozó , inconsolable : su líbido no existía. Mientras, el esposo, ajeno a su drama, derramaba su simiente en el abierto surco. Nueve meses después, nació Lupita.
Y de eso , hacía ya 19 años. Después de Lupita, nació su hermano Manuel. Y , el tema, seguía igual.
Pero, cierto día, cuando Manuel ya era un muchachito en flor, con sus hormonas revueltas, su testosterona rebullendo en su cojoncillos, con sus granos pajeriles asomando a su rostro de adolescentario ( según Lezama Lima ) , algo pasó en la vida de doña Carmen.
Volvía de la calle, ya bastante tarde. La cena sin hacer. Todos esperándola en casa. Entró al salón, chillando nerviosa por los trastos que había tirados por medio. De repente, tropezó con un objeto que había junto al sofá. La imprecación murió en sus labios. Un inaudito perfume , glorioso, sensual, llenó sus fosas nasales. A la vez, su coño aleteó como una inmensa mariposa con pelos. Miró hacia abajo, se agachó, cogió el objeto : una zapatilla de deporte de su hijo. Era tal la excitación que sentía, tal el chapoteo de los jugos en su concha, que tirándola a lo lejos, como si quemase salió corriendo hacia su dormitorio. Se sintió sucia, incestuosa. ¡ Casi se había corrido oliendo una zapatilla de su hijo ¡. Lloró inconsolable y , argumentando una jaqueca, se acostó para no tener que aguantar las preguntas de su familia.
Por suerte, al día siguiente, Manuel se marchaba de intercambio de estudios a otro pais. A la vez, venía otro muchacho para hospedarse en su casa. Fueron a recogerlo al aeropuerto. Era un chico algo mayor que Manuel. Un "guiri" de pelo rubio y crespo, ya casi un hombre. Antes de mirarle la cara, doña Carmen, le miró los pies. Quedó alucinada : aquel muchacho podría , muy bien, muy bien, dormir de pie. ¡ Qué cacho pinreles ¡. También llevaba unas zapatillas de deporte, bastante baqueteadas por el uso. En cuanto llegaron a casa, la señora, muy amable, propuso al invitado que se pusiese cómodo. Que se quitase las zapatillas si quería- y las dejase en el suelo. El, algo tímido, rehusó.
De madrugada, una sombra vagó por la casa. Doña Carmen, como un alma en pena, fue a la cocina, se preparó un vaso de leche. Se lo bebió. Preparó la comida del día siguiente. Fregó la vajilla, el suelo y las paredes. Al final, se convenció a sí misma de lo que quería. Haciendo de tripas corazón, entró en la habitación del invitado. Dormía desnudo. Pero, eso, a ella , le importaba una higa. Nada más entrar al cuarto, se tuvo que apoyar en la pared, con las piernas temblando y el chocho chorreando : había tal pestazo, tal delicioso olor a queso putrefacto, que sintió que iba a hacer una locura. Se agachó junto a la cama y , golosa, agarró ambas zapatillas, hundiendo ora en una , ora en otra su prominente nariz en cada una de ellas. ¡ Gloria bendita ¡. Ni los cocainómanos aspiran con tal fuerza, al hacerse una raya. Dispuesta a todo por el todo, se ató una zapatilla sobre la cara, con los cordones haciendo un lazo sobre la nuca. Así, como si llevase puesta una mascarilla, levantó la vista para ver mejor al invitado. No estaba mal el muchacho. Pero lo mejor, sin duda, eran sus pies. ¡ Tan grandes ¡. Acercó su nariz a ellos, apartando momentáneamente la "mascarilla". Olisqueó como un gourmet. Delicioso. Queso camembert, con sus gusanitos y todo. Tuvo una idea atrevida. ¡ Un día es un día ¡ ¡ Pelillos a la mar ¡.
Volvió a ponerse la zapatilla sobre el rostro e, inhalando profundamente, se acercó al pie derecho del muchacho que sobresalía del final de la cama- y, subiéndose el camisón, restregó la entrada de su vulva , sobre el dedo gordo del "guiri". Los profundos aromas de la zapatilla, ofuscaron todavía más sus recalentados sentidos. Apretó su bajo vientre , haciendo fuerza hacia delante, hasta que entró en su totalidad- el dedo pulgar en la vagina. Un centelleo de lucecitas le nubló la mente. ¡ Aquél olor maravilloso, aquél dedo fálico, aquella aventura extramatrimonial en su propia casa, a un paso de su inodoro esposo ¡. Fue demasiado. Se corrió como una descosida. Tuvo un orgasmo brutal. El primero de su vida. Le titilaron todos los centros nerviosos y sexuales de su cuerpo. Con los ojos cerrados, siguió moviéndose contra los dígitos que quedaban. Los fue metiendo en su raja. Poco a poco. Unos, dos , tres hasta cinco. Todo el pie. Tenía suerte de ser tan flexible en sus partes bajas. Toda la líbido, dormida, de su cuerpo, comenzó a despertar. Notó sensación en los pezones ( cosa que, jamás, le había ocurrido ). El clítoris le avisó de su existencia. Hasta el ano le dijo algo, con su oscura voz. Subió sus manos hasta los pechos, retorciendo los pezones. Luego, dejó una mano arriba y bajó la otra , hasta la rosita de pitiminí. Un movimiento, ajeno a ella, dentro de su vulva, le hizo abrir los ojos. ¡ El muchacho la estaba mirando ¡. ¡¡ Y estaba empujando, su pie, dentro de su sancta sanctorum ¡!. Y le sonreía. Y volvía a empujar, delicadamente, haciendo medio girar los dedos allá dentro. Doña Carmen, notaba el dedo gordo, conversando con sus ovarios.
El chico, para ocupar sus manos ociosas, se hacía una paja. A dos manos. Y, cuando se corrieron los dos a la vez, naturalmente ambos se tiraron unos besos al aire, para comunicarse su mutuo gozo.
Desde entonces, Doña Carmen, ya fue incontrolable. Hizo lo imposible para que la emplearan como dependienta en una zapatería. Se ofrecía todas las Semanas Santas para lavarles los pies costrosos , a los 12 pobres de turno. Era vista con asiduidad en los atrios de las Mezquitas, allí donde se descalzan los fieles. En fín, dio rienda suelta a su líbido galopante que, entre quesos y besos, había despertado en ella el "guiri" del intercambio.
Carletto.