MADAME ZELLE
Resumen de lo acontecido : La joven Li-an, escapada con su amante de la aldea de Yunnan, está pasando por avatares diversos que la han hecho sufrir y gozar, ser amante de hombres y de mujeres, esposa, viuda y madre. Ha criado dos hijas : una propia y otra ajena, que han crecido y florecido al amor y al sexo casi sin ella darse cuenta. Ahora, su hija Flor de Cerezo, enamorada y embarazada de Daniel Rebull, teme la reacción de los padres de su amado, los burgueses catalanes Ignacio y Mariona. Estos personajes, de carácter seco y excesivamente ceremonioso, racistas encerrados en su caparazón de desamor, pronto se verán implicados en un hecho casual que servirá de detonante para el estallido que hará que cambie el rumbo de los acontecimientos.
Capítulo VI : "Adiós a la Concubina"
"Bajo la tenue claridad que se transparenta por los visillos, Ignacio Rebull miraba el perfil aquilino de su esposa. Un resabio de bilis amargó su garganta, haciendo que se incorporase para beber un sorbo de agua del vaso de cristal tallado. Tras las ventanas del Hotel Occidental, el bullicio de la ciudad no se detenía nunca.
Pronto la respiración, profunda, de Mariona, le indicó que la mujer no se despertaría en varias horas.
Ignacio apartó la colcha con suavidad, posando los pies en el suelo forrado de madera pulida. Quedó maravillado de tener todavía la verga medio erecta. ¡El, considerado uno de los hombres más fríos de Barcelona, imperturbable, inmutable a todo lo que tuviese que ver con el sexo !.
Mientras se vestía lanzó una mirada al largo vestido de terciopelo negro usado por Mariona para asistir a la ópera. Sobre una mesita baja, desparramados dentro y fuera del pequeño joyero, los collares y pulseras de perlas lanzaban destellos apagados. La mente del hombre rememoró horas antes, justamente desde la llegada de ambos al Teatro donde se iba a representar la obra por los actores de la Opera de Pekín.
***
Llegaron con algo de retraso ( cosa que puso de entrada de muy malhumor a Ignacio) y se sentaron en sus asientos casi a oscuras. Suerte que estaban bastante cerca del escenario y la función la podrían disfrutar plenamente.
De entrada, Mariona criticó los decorados escasos, casi inexistentes. Pero el susurro de su desagradable voz pronto fue silenciada por el ambiente excitante y bullicioso de la música, que sonó de improviso en una barahúnda alegre con profusión de violas, banjos, tambores, castañuela y gongos.
Gracias a la ayuda del cónsul español, sentado a su lado, Ignacio pudo comprender que, el actor que estuvo dando vueltas en un paseo circular por el escenario, representaba un largo viaje, y que el otro que corría por el escenario con cuatro trozos de tela, representaba el viento. Poco a poco, y con la ayuda inestimable del cónsul, fue sumergiéndose en la historia, admirado por el colorido, por las voces y el acompañamiento de la música. Algunos espectadores iban y venían, comían y hablaban entre ellos, atentos solamente a los momentos en que se representaban sus trozos favoritos. Mariona bostezaba, disimuladamente, oculta tras su abanico de largas plumas.
Ignacio se notaba relajado, inmerso en un mundo distinto a todo lo que él conocía y odiaba. Allí no había rigidez, ni estiramiento, sino exclusivamente luz, color y hermosura para los sentidos.
Cuando apareció ELLA en el escenario, Ignacio quedó boquiabierto. Justo en ese momento, de manera incomprensible, su verga comenzó a cosquillear, a dar pequeños latidos, a dar señales de vida propia. La mujer, apenas una muchacha, vestía un manto ornamentado de una forma rica, con una exquisita mano de obra en los bordados que resaltaba la enorme belleza que tenía la tela en sí misma. Era una indumentaria solemne, con la que se intuía que la actriz representaba a alguien residente en palacio, inclusive a algún familiar del emperador. La cara no la llevaba muy maquillada, sino simplemente embellecida con unos discretos polvos de tocador. Las cejas las llevaba remarcadas, para darles más carácter a los ojos, y en la ornamentación y peinado del pelo se notaba una técnica especial, muy compleja, y que no había dejado pasar ni el más mínimo detalle por alto. La boca era un botón diminuto, apenas de un color más vivo que los pétalos de una rosa.
El cónsul español informó entre cuchicheos-que el personaje al que representaba la actriz era Yu Ji, la concubina del Rey de Xiang Yu, y que la historia giraba en torno al deseo de suicidarse la joven tras la derrota de su amado, expresando su decisión al Rey antes de hacerlo.
Sin embargo, Ignacio Rebull ya no le hacía ningún caso. La trama de la obra ya no le importaba un comino. Todo su deseo, su ansia incontrolable, se circunscribía a la figura de la dama y a las ganas enormes y disparatadas de poseerla eternamente.
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El hombre cerró la puerta de la habitación y bajó al vestíbulo del hotel. Había tenido la inmensa suerte de que los integrantes de la Compañía (por lo menos los que representaban los papeles de más importancia ) se habían tenido que alojar por causas que él no había entendido ni le importaban lo más mínimo- en aquél mismo hotel.
El oportuno soborno entregado entre balbuceos de inglés chapurreado, hizo el milagro que esperaba : con grandes inclinaciones, el portero de noche envió una bandeja con un suculento refrigerio a la habitación donde se hospedaba "la concubina Yu-Ji". Minutos después, y tras entrega de otro billete, el portero volvió con el oportuno permiso para que él , Ignacio Rebull, tuviese acceso a la habitación de la dama.
Ni en sus tiempos más jóvenes (ahora rondaba los cuarenta años ), Ignacio recordaba haber ostentado tal dureza en su verga. Era una sensación casi dolorosa. Notaba como pulsaciones en los testículos, la adrenalina le enviaba ráfagas excitantes al corazón que latía con redobles tan intensos, que las sienes parecía que iban a reventarle. Dudó unos instantes antes de golpear la puerta. Allí, sobre la mullida alfombra que cubría todo el pasillo, se sintió ridículo por no atreverse a llamar.
Entonces se abrió la puerta. Una discreta mujercita china, a todas luces sirvienta, musitó un saludo entre reverencias, y le dejó paso antes de salir ella. Sobre una frágil mesita lacada en negro, descansaba una gran bandeja con variedad de exquisiteces . Ignacio observó que las botellas estaban sin descorchar, y el servicio para dos todavía intocado. Sonrió con satisfacción, a la vez que no pudo reprimir un movimiento mecánico para arreglarse los genitales bajo el pantalón.
La puerta del baño se abrió de repente, y entre una vaharada de vapor de agua salió una figura envuelta en un kimono de seda blanco. Ya no le quedaba ni rastro de maquillaje. El largo pelo lo llevaba sujeto-bien tirado hacia atrás-con un pequeño cordón. El rostro seguía igual de bello sino más con un hermoso cuello que dejaba al descubierto el entreabierto batín. Ignacio quedó absorto mirando los ojos, el óvalo de la cara, los labios sensuales. Pasada la sorpresa inicial, la figura blanca juntó las manos en el eterno saludo chino, inclinándose hacia delante y sonriendo agradablemente. Ignacio Rebull no sonrió. Ignacio Rebull había quedado estático, con la sangre totalmente congelada en las venas y la mirada clavada en el bello miembro viril que asomaba entre los pliegues del kimono.
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La cena fue agradable. Insulsa, pero agradable. Ignacio no podía notar ningún sabor, ni ningún olor. A duras penas escuchaba el chapurreo en inglés del primer actor de la Opera de Pekín, de su orgullo por poder desempeñar un papel tan difícil con tan solamente veinte años. Palabras, palabras, palabras. Sonidos que Ignacio Rebull apenas entendía ni atendía, porque su pensamiento estaba en tres palabras que martilleaban en su mente : " Es un hombre".
Y algo dentro de él se rebeló. Una voz, ingrata, le hizo reconocer, admitir que ya lo sabía. Que lo había intuido desde el primer momento en que había visto la figura salir a escena. Y lo que era peor, mucho peor: que, precisamente, eso es lo que deseaba con toda su alma.
Desde ese instante en que la revelación emergió, bella y terrible, deseable y horripilante, supo que estaba perdido. Que, hiciese lo que hiciese, ya no tenía marcha atrás.
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Mariona seguía roncando sin grandes estridencias. Su nariz, afilada, enfilaba hacia el techo de la alcoba. Las primeras arrugas, ahora que el maquillaje no ocultaba las pertinaces ojeras, convertían en oscuros sumideros las cuencas de sus ojos. En la calle seguía oyéndose el bullicio de los transeúntes.
Ignacio Rebull se deslizó dentro de las sábanas ahogando un bostezo. Ahora la verga le pendía fláccida entre las piernas, encogida, avergonzada de sí misma. Incorporándose sobre un codo, el hombre bebió un sorbo de agua del vaso de cristal tallado. Luego, a tientas, abrió el cajón y la sacó.
El estampido sonó en todo el hotel, y Mariona no supo jamás el motivo por el que su esposo tan pétreo se había suicidado.
***
La depresión que envolvió la mente de Mariona Pujol durante varios meses, tuvo la consecuencia de que nadie pusiese ningún obstáculo para el casamiento de su hijo Daniel con Flor de Loto. Ella dijo a todo que sí. Sandok también quería hacer a Camila su esposa, aunque sabía que su familia tenía otros planes para él. Pero lo avanzado de los embarazos de las dos muchachas hizo que se decidiese, y organizaron una boda conjunta.
Ambas muchachas estaban radiantes, con los cabellos sueltos coronados de flores, los rasgos ligeramente hinchados debido al embarazo, los senos voluminosos y los vientres enormes. Iban envueltas en amplios saris de telas brillantes, alhajadas con lo mejor que pudo encontrar la Capitana Ching en sus arcones y muy bien acompañadas por sus flamantes esposos.
En la noche de bodas ambas muchachas estaban fuera de sí. Una insaciable hambre de sexo las tenía dominadas. Nunca se hartaban de ser acariciadas por sus esposos, besadas y lamidas. Buscaban las posturas que menos pudiesen dañar a los bebés, pero una vez encontradas, pedían, suplicaban, ordenaban ser penetradas hasta el fondo, engullendo con los labios hinchados de sus vaginas los potentes miembros que chapoteaban entre líquidos misteriosos.
Arrodilladas una frente a la otra, rozándose nariz con nariz, labios con labios, Flor de Cerezo y Camila presentaban los gordos traseros a sus jóvenes amantes, esposos recientes, para ser empaladas, embestidas, remojadas De vez en cuando, rozando el éxtasis, las embarazadas enroscaban sus lenguas una con otra, mientras sus esposos-excitados todavía más al contemplar sus besos-hincaban hasta lo más profundo la dureza marmórea de sus potentes vergas.
Una semana después, con apenas unas horas de diferencia, Flor de Loto dio a luz un hermoso niño al que pusieron por nombre Albert Rebull. Camila dio a luz una hermosa niña de tez dorada y ojos azules, a la que pusieron por nombre Margaretha Zelle. Pero su madre, muerta durante el parto, no llegó a conocerla.