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Macarena (3: El tributo de los donceles)

en Hetero: General

MACARENA (3 ) .-EL TRIBUTO DE LOS DONCELES

El agua jabonosa se deslizaba entre los pechos de la aristócrata gitana. Se enjuagó bien en las cristalinas aguas del riachuelo y , escurriendo en una gruesa trenza su negrísimo pelo, salió hasta el borde de las aguas, donde se sentó sobre una pulida piedra plana. Frotó su cabello con vinagre que le habían proporcionado en el pueblo, y lo extendió sobre sus espaldas para que se secase al sol de la mañana. Pensativa, acarició sus pezones mientras miraba el alegre brincar de las frias aguas.

Una pequeña hormiga aprovechó su inmovilidad para trepar por su pie. La observó mientras subía con rapidez por su pantorrilla y su muslo, bajó por la ingle y se perdió en el profundo bosque de su pubis. Un ligero cosquilleo en el clítoris le indicó la meta del insecto. Le permitió varios segundos de gloria escalando su diminuto Everest, y luego la cogió delicadamente y la arrojó varios metros de sí. Pero la hormiguita ya había conseguido su objetivo y , Macarena, por apagar la comenzón iniciada por la laboriosa hormiga, siguió frotándose el pequeño islote , embriagada por el perfume intenso que subía desde su grieta con olor a marisco. No quiso llegar al final ; pero, encendida por sus propias caricias, se propuso reanudar el viaje hacia su cortijo.

La muchacha se vistió con unas blanquísimas enaguas procedentes del ajuar de la novia a la que había desvirgado analmente. La prenda era una obra de arte repleta de puntillas, frunces, lorzas, pasacintas y todas las maravillas que antaño se sabían hacer en los pueblos de España. Los encajes de Almagro le proporcionaban a la pieza de ropa interior tal lujo y prestancia, que bien podría pasar por un vestido de calle. Y así lo había entendido Macarena que, acostumbrada a hacer su santísima voluntad, lo iba a utilizar para tal uso. Colocada la enagua sobre sus anchas caderas, procedió a colocarse un estrecho corpiño negro, igualmente recamado de bordados de vivos colores. Como los lazos con los que se ataba estaban colocados en la parte delantera, no tuvo ningún problema para vestirse ella sola. Los hermosísimos pechos, en su justo volumen, estaban levantados y realzados por el corpiño, de tal forma que , en los bordes del mismo, sombreaba la aureola de los pezones.

Comenzó la peregrina su andadura por el polvoriento camino. Tras largo rato de caminar, cuando el sol estaba en su cenit, vislumbró a lo lejos las tapias de un huerto de las que sobresalían las copas de varios árboles frutales. Se acercó sedienta, esperando refrescar su garganta en aquél oasis. La puerta estaba entreabierta. Al fondo se oían los sonidos inconfundibles de un azadón hendiendo la tierra. Alzó la voz saludando a quién estuviese allí ; pero nadie le contestó. Sin embargo, al traspasar el umbral vió la figura de un campesino trabajando sobre los surcos. Volvió a saludar. Silencio absoluto solo roto por el hierro hiriendo a la Madre Tierra. Macarena sospechó que aquel hombre era sordo.

Quiso aprovechar el morbo de mirar sin ser vista ni oida. Se agachó unos cuantos pasos detrás de él para admirar la figura del joven labrador, porque era joven sin ninguna duda. No llevaba camisa y los músculos de su espalda tostada por el sol temblaban imperceptiblemente cada vez que levantaba el azadón sobre su cabeza. Al inclinarse hacia delante para hincar la herramienta, la liviana tela de su pantalón desgastada a fuerza de mil lavados, se ceñía a sus nalgas y poderosos muslos. La gitanilla observó , excitada, que un rasgón en la parte interna del muslo, dejaba a la vista los generosos testículos del muchacho y , de vez en cuando, la punta de un grueso miembro sin circuncidar.

Sin poder resistirse, la aristócrata arrabalera se acercó sigilosamente y , adelantando la mano derecha ahuecada como quién quiere coger una fruta directamente del árbol, en uno de los movimientos que hizo el joven sordo hacia delante, Macarena agarró los penduleantes testículos con la delicadeza de quien coge una frágil flor. Quedó rígido el campesino y se volvió lentamente para ver quién osaba cogerle de aquella forma sus partes más íntimas. Macarena quedó deslumbrada por la belleza de las facciones del muchacho. Aún a pesar de tener el rostro enrojecido y perlado de sudor, unos ojos grises, brillantes e inteligentes eran el punto de partida de una cara que era el sinónimo de belleza viril. La aristócrata miró , de pasada, unos pectorales trabajados por el esfuerzo físico y coronados con unos pezones rodeados de un ralo y rubio vello. Soltó Macarena su presa, sin dejar de notar que la polla incircuncisa abultaba ahora la bragueta medio rota del joven sordo.

Por señas, el chico le preguntó quién era. También era mudo. Ella le contestó con ambigüedad, más interesada por tirarse al mozo que por darse a conocer. Le abrió la portañuela y sacó su largo y blanco miembro. Tirando de él, lo llevó bajo la sombra de una higuera cuyos frutos parecían la réplica , en pequeño, de los testículos del joven. Macarena se sentó con la espalda apoyada en el tronco, levantando la enagua hasta las caderas.

El chaval miró fijamente aquella fruta desconocida para él y , queriendo probar su sabor, se tumbó ante los muslos abiertos de la muchacha que le cogió del ensortijado cabello para guiarlo en su aventura. Quiso morderla ; pero ella lo apartó con suavidad y le acarició los labios y la lengua para darle ideas. El era sordo, pero no tonto, y cogió la intención a la primera. Su boca, que jamás había emitido un solo sonido, supo como conseguir que la que emitiese sonidos – y muy placenteros por cierto – fuese Macarena. La sonrosada lengua del muchachito lamió la piel de la exótica fruta salada y se adentró por la grieta que él –en su ingenuidad- , supuso que se debía a la madurez del fruto en sazón. Saciada la curiosidad del rústico efebo, quiso Macarena devolverle el cumplido y lo puso en la misma posición que ella acaba de abandonar. Tomó en su sabia boca el mástil de la herramienta de carne, y , alabando in-mente al Creador por la perfección de sus criaturas, llevó al inocente al borde del derrame. Sin embargo, la viciosa mujer, con más espolones que el gallo de Morón, supo parar en el momento justo. Saltó luego alegremente sobre el vientre del muchacho, ensartando su voraginosa vagina en tan delicada arma y , agarrándose a una rama que sobresalía de la higuera, comenzó a subir y bajar chupeteando con su coño la rígida vara . Boqueaba el muchacho y, para que no sufriese, Macarena abrió de un tirón su pronunciado escote ofreciendo al campesino su cosecha de melones. El , curiosón, quiso probar también de esta nueva fruta y mamó con delectación los pezones rumbosos de la aristócrata putilla.

¡ Qué gozo sintieron ambos ¡ ¡ Qué corrida compartida ¡. La casi virginal leche del mozo, que sólo había visto la luz anteriormente a fuerza de pajas, se corrió como la pólvora por el ardiente útero gitanil. El no podía gritar. Pero ella gritó por los dos.

Macarena siguió su camino muy vencida la tarde. Destilaba su coño un alambicado jugo mezcla de semen ajeno y producto propio. Había disfrutado tanto desvirgando al tierno mudo, que la alegría le corría por las venas ¡ Ay, Macarena ¡.

En el Cortijo de Cabra la esperaban a la luz de los candiles. Todos sus aparceros eran jóvenes matrimonios de muy buen ver y mejor catar. Pero ella no estaba para muchos trotes aquella noche. Admitió en su estancia a dos casaditas que, aunque sabían disfrutar de sus respectivos machos, no le hacían ascos a ciertos retozos tortilleriles. Las dos jóvenes lavaron con amor el cuerpo de su ama, y se turnaron para limpiar el semen reseco de su monte de Venus , porque eran unas deslenguadas. Macarena , medio grogui, se introdujo en las sábanas de seda bordadas con su escudo de armas y , metiéndose el pulgar en la boca, se durmió plácidamente.

Despertó con el rasgueo de una guitarra. Se oía el lejano trotar de caballos que se dirigían al Cortijo. Las risas, compañeras del vino, ya habían hecho su aparición. Se levantó Macarena y, envolviendo su cuerpo serrano en un mantón de manila de larguísimos flecos, adornó su suelta cabellera con unas rosas que cortó al pasar bajo un arco del jardín. La vitorearon sus súbditos. Sobre una tarima de madera, cubierta con un gran toldo, una hermosa gitanilla, casi una niña, bailaba un fandango vestida con una ceñidísima bata de cola. Sus sinuosos movimientos semejaban los de una cobra saliendo de su canasto. Acompañaban su baile , amén del rasgueo de la guitarra, el palmoteo sincopado de unos palmeros y la voz aguardentosa de un cantaor.

Terminó el espectáculo de baile mientras Macarena daba buena cuenta de un plato de jamón de pata negra y un vino fino que era la gloria bendita. Dejaron la tarima libre para el siguiente acto. Como siempre, Macarena quería estar sola para las cosas del culo. Y el festín que se pensaba dar aquél día sería de antología : se iba a pasar por la piedra a doce muchachitos – vírgenes todos ellos – seleccionados entre las familias de toda condición del inmenso condado. Se retiraron todos los sirvientes, excepto un viejo sarasa que tenía que ejercer de maestro de ceremonias. Además , él en persona, se había ocupado de la selección de los chicos visitando pueblo a pueblo, aldea a aldea, villorrio a villorrio e incluso cueva a cueva en su búsqueda de los donceles seleccionados. Nada había sido pasado por alto. Todos los mocitos de 15 a 18 años habían sido pasados bajo sus ojos inquisidores , tremendamente sabios en el tema, y allí estaba el fruto de sus develos, la "crem de la crem" de los adolescentes de todo el Condado de Cabra.

Esta costumbre – antiquísima en aquellos parajes – había sido sutilmente cambiada por Macarena pues, anteriormente, lo que se tributaban eran doncellas.

Subieron los chavalines por una angosta escalerilla y quedaron en semicírculo ante la mirada expectante de la Condesa. Todos eran muy hermosos. Unos rubios como el trigo, de narices respingonas y cuerpos esbeltos. Otros , pelirrojos, de blanquísimos rostros adornados con innumerables pecas. Otros morenos medio aceitunados, entre gitanos y moros, de muslos esbeltos y anchas espaldas. Un castaño claro destacaba por ser el más alto y fornido, de luengos cabellos ensortijados que le caian con gracia hasta los hombros.

Tras enumerar el viejo bujarrón las gracias de sus elegidos, quiso que la Condesa lo viese por sus propios ojos y , dando una palmada, indicó a los chicos que ya era la hora de mostrar sus atributos. Así lo hicieron los donceles, algo atribulados por la vergüenza de mostrar sus impudicias ante tan hermosa señora. Ella los animó silbando con admiración ante la vista de un largo prepucio, de unos testículos de poderío más que regular, de unas nalgas que prometían un buen agarradero.

Con la vagina echando fuego, puso fin al espectáculo y quiso pasar a palabras mayores. Con su comitiva de muchachitos en cueros, entró en una espaciosa habitación preparada para lo que se acontecía. Contra una pared forrada de azulejos morunos, una inmensa mesa repleta de viandas esperaba a los comensales. Los almidonados manteles colgaban de las mesas adornados de bordados y bodoques. Humeaban las fuentes de caldo. El riquísimo gazpacho se enfriaba sobre hielo llevado desde las cumbres de Sierra Nevada y las lonchas de jamón y queso emitían su perfume atrayendo hacia sí los estómagos hambrientos de los comensales.

Acabada la comida, llegada la hora de los cafés y exquisito vino dulce de la vecina Málaga, Macarena se permitió unos minutos de relajación escuchando a un porteño que, desde la estancia vecina, deleitaba a los presentes con los sones dramáticos de un hermosísimo tango. Lloraba un acordeón y la voz ,dulce, viril y desgarrada del argentino enseñó a los españolitos lo que era verdadero arte.

Pasado el tiempo de la espiritualidad , le llegó el turno a la carnalidad. Macarena se desperezó y , como una bacante, se zambulló entre los cuerpos adolescentes tocando a manos llenas el bosque de penes erectos que la esperaban por los suelos. Mamó y fue mamada. Mordió y fue mordida. Folló y fue follada.

Era una lucha sin cuartel. Los chiquitos se desprendieron de su virginidad en un pis-pas. Ahondaron en la aristocrática vagina con tal ahinco que a Macarena se le llenaron los ojos de lágrimas de agradecimiento. Los puso a turnos de dos . Se las apañaron para penetrarla por ambos lados a la vez, y ella no quiso tener ocupada la boca para poder azuzarlos, animarlos, elogiarlos y hasta cantarles boleros cuando estaba en lo más alto de la inmensa ola que fue su corrida. Y no se fueron de allí sin que la Condesa probase las últimas gotas de sus derrotados miembros con su boca lasciva y cantarina.

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