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Crónicas desesperadas.- Tres colillas de cigarro

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CRÓNICAS DESESPERADAS.- Tres colillas de cigarro

(I).- ELLA

La veía casi todos los días. Fea como la madre que la parió. Pelos rubios –seguramente teñidos en el lavabo de su casa- muy estirados hacia atrás y recogidos en un moño famélico, cientos de veces requemado por los tintes baratos comprados en botellas de litro. Cabeza pequeña – como de pájaro – sobresaliendo de unos hombros caídos, eternamente cansados, casi diría que derrotados por tener que pechar con una vida poco apetecible. Los rasgos, de pómulos altos y mejillas hundidas, eran apenas visibles, perennemente envueltos en la columna de un eterno cigarrillo negro. Se las apañaba para fumar sin descanso, sujetando la escoba o el mocho friegasuelos con sus manos de largas uñas azules, o verdes… o negras (dependía del día) semejantes a garras de loro. Sus dedos, largos y escuálidos, se movían por el largo palo en un recorrido voluptuoso, inconscientemente obsceno, casi dando la razón a las lenguas de doble filo que – según aseguraban – la mujer, además de limpiar escaleras, también era algo puta.

Rumores maliciosos juraban, y perjuraban, que su marido la había "sacado" de un prostíbulo de la Capital, y que sí patatín, que si patatán. Podía ser verdad, pero nunca lo supe a ciencia cierta. Si tenían razón los comentarios, el burdel no debía haber sido de primera categoría, a no ser que el deterioro físico de la rubia fuese cosa reciente. Ella llegaba empujando el carrito con su hijo pequeño, lo dejaba en el precario refugio del portal, y comenzaba a barrer y a fregar el suelo, pasando olímpicamente de las "marujas" que iban al mercado y que la miraban por el rabillo del ojo. Limpiaba como sabía – que no era mucho -, fumaba como una chimenea y, de cuando en cuando, le daba unos meneos al cochecito del crío si se ponía muy llorón.

Los viernes, de punta en blanco, salía de "caza". Nunca supe donde, ni cómo, ni con quién "lo hacía", aunque –vista la mercancía- los posibles clientes serían como para dar arcadas. Se hablaba de su maestría en los trabajos manuales, de lo muy versada que estaba en lenguas vivas, y de que no tenía empacho en recibir por la puerta trasera. Por la principal no: eso quedaba para la familia. Si eso era cierto, ya podemos imaginar por donde iban los tiros. Dos horas después, puntual como un reloj suizo, entraba en la entidad bancaria- situada frente a nuestras oficinas- para depositar el dinero bien ganado con el sudor de su, de su… en fin, olvidemos el tema.

Pronto dejó de venir a limpiar el portal vecino. Igual fue que se cansó de destrozarse las uñas limpiando, o que a los dueños de la escalera no les hacía "tilín" su doble oficio, o alguna otra razón que se me escapa. El caso es que ya no tuvo que desempeñar esa tarea. Sin embargo - parece ser - cada viernes seguía ingresando una cantidad fija en su cuenta de ahorro. Siempre la misma y a la misma hora. Y – según decían – un gesto de satisfacción, como de luminoso orgullo, atisbaba fugazmente por su rostro poco agraciado al ver incrementado el saldo de su libreta.

Con frecuencia, volviendo del trabajo (me refiero al mío) me cruzaba con ella. La mujer tomaba el sol mientras paseaba a un perrito horroroso, lleno de suciedad y de malas pulgas ( en el más amplio sentido de la palabra ). Yo, muy educado, la saludaba al pasar. Ella, siempre con mirada triste, me miraba como sorprendida de que alguien le dirigiese la palabra, y me contestaba a destiempo, a la par que sujetaba con sus manos ajadas al horrendo perrillo que no cesaba de ladrarme.

Un día, de repente, desapareció durante una temporada. Oí algo de una riña conyugal. Una paliza bárbara, de las de meter de por vida en la cárcel al animal que es capaz de darlas. Pero, la verdad, es que no se comentó mucho por el pueblo. Los vecinos cercanos a ella algo comentaron, aunque no mucho, porque- seguramente- no era una mujer suficientemente "normal" como para desatar las iras de los que no ven bien la violencia de género. Encima, claro, estaba lo de que putañeaba con unos y con otros. Puede que, incluso, hubiese algún alma "bienpensante" de las de golpe de pecho en misa de doce, que opinase que le había estado bien empleado, por pecadora.

Cuando volví a verla la reconocí por el moño. La boca – antaño poco apetitosa-estaba desdentada, y silabeó al contestar a mi saludo. Aprovechaba un rayo de sol, casi invernal, sentada en una silla de ruedas. El campanario de la iglesia dio la hora en aquel viernes cualquiera, y un grueso lagrimón rodó por su rostro desesperado hasta caer en la libreta de ahorros que mantenía abierta sobre su halda.

En la comisura de la boca, apenas sujeta por sus labios hinchados, humeaba la colilla de un cigarrillo negro.

 

 

(II).- Norberto

Le llamaban Norberto y vivía en la Plaza del Pueblo, muy cerca de nuestras oficinas.

A primera hora, nada más abrir los bares, ya estaba rondando por allí. No podías descuidarte: si te entretenías conversando con otro cliente en el mostrador del bar, llegaba Norberto y – con su sonrisa de bobo- se zampaba tu café con leche (o lo que estuvieses tomando en aquellos momentos). Lo mirabas, le reñías –sabiendo que nunca se conseguiría hacerle cambiar- y escuchabas su eterna petición silabeada con ojos ansiosos:

-¡ Dame un "sigarrico"!.

Pero …¡Hombre, Norberto, qué ya sabes que no te sientan bien!. Además… ¡no llevo!.

Y haciendo como que te palpabas los bolsillos, enfilabas a la oficina mirando el reloj de refilón.

Norberto no era joven ni viejo. Edad indeterminada entre cuarenta y pocos y cincuenta y tantos. Su figura era singular en la geografía del Pueblo. Siempre por los mismos sitios y en un eterno vaivén entre su casa, los bares de la Plaza… y nuestras oficinas.

Sus ojos eran grandes y medio adormilados, distraídos en un eterno pensamiento en el que – jamás- nadie pudo entrar. Se hablaba de que era un chico normal, hasta que "un día se volvió loco de tanto estudiar". ¿Será posible eso? pensábamos –escépticos- los más jóvenes. ¿ Loco… por estudiar?. Y a algunos – que compaginaban estudios y trabajo- se les notaba un escalofrío que les erizaba los pelillos del cogote.

Posible o no posible, allí estaba, perenne como la fuente de la Plaza. Apenas levantábamos la persiana… ya teníamos a Norberto allí, con la eterna colilla colgando de la comisura.

Las chicas lanzaban risitas nerviosas. El se repantigaba en un sofá, justo en el centro del Patio de Operaciones, lanzando miradas vacuas a su alrededor. Y a la que menos te lo pensabas :

¡Norberto, estate quieto hombre! –salía, presuroso, el botones , con la risa cayéndole bajo el incipiente bigotito - ¿ No ves que hay mujeres delante?.

¡Dame un "sigarrico"!.

¡Toma, toma éste y vete a la calle!.¡ Y abróchate la bragueta!.

Para aquél entonces, el padre de Norberto (el tío Julián), ya asomaba por las puertas de cristales de la oficina, con la vergüenza y la pena pintadas en el rostro. Reñía a su hijo y lo tomaba de la mano para llevarlo a casa. Arrastrando, el hijo, los pies, y retorcido como un viejo olivo el padre, solicitando perdón con la mirada más triste y bondadosa que jamás vi.

Lo que más dolió a aquél pobre hombre- de eso estoy seguro- fue morir antes que su hijo, su único hijo, que quedó a su libre albedrío, bebiendo posos de café, mendigando cigarros y masturbándose en nuestras oficinas… hasta que lo ingresaron en una Residencia.

Ya nadie nos pidió "un sigarrico" con una mirada tan ansiosa como la de Norberto.

 

 

(III).- Secuelas

La primera vez que me topé con él, llevaba un saco de algarrobas al hombro. Quedé temblando, impresionado, sin saber que decir. Me aplasté contra un rincón del descansillo de nuestra escalera. El bajaba muy despacio, y yo subía corriendo. El cargaba un enorme saco, sujetándolo precariamente con una sola mano: la única que tenía. Yo sin resuello por haber subido de dos en dos los escalones, lo miré con ojos desorbitados. El, haciendo equilibrios con la colilla apagada, lanzó – sereno - una pregunta al aire (bien seguro de que mi Padre iba tras él ) mientras seguía bajando los peldaños cuidadosamente :

¿Es tu chiquillo, verdad?.

Si – contestó a la par que me lanzaba un cariñoso pescozón-¡Saluda al Sr.Angel!

H…ola – balbucí mientras miraba de refilón el brazo amputado, sin querer posar la vista en aquellos ojos vacíos, sumidos en sus cuencas arrugadas.

Angel "el Ciego", le llamaban. Nunca había oído hablar de él, pero desde aquél día recabé información entre propios y extraños, enterándome – de paso – de algunas otras cosas.

Me enteré de una cosa pasada hacía un tiempo indeterminado, y que llamaban "nuestra guerra". También supe – por primera vez – de unos armatostes que llamaban "granadas" o "bombas", que habían quedado – medio enterradas- por sitios cercanos al Pueblo. Y de niños – como yo – que habían jugado… y perdido. Angel, concretamente, había perdido un brazo, los ojos… y la niñez.

Por suerte tenía una familia que lo quería y lo cuidaba, pero él – luchando contra la impotencia de sentirse inútil- siempre tenía algún trabajo que realizar : intermediar en la compra-venta de algarrobas, vender cupones de los ciegos…lo que hiciese falta con tal de no estar inactivo.

Tac-tac-tac-tac. Íbamos por la calle y ya lo oíamos venir a lo lejos. Se valía de su garrote pintado de blanco, y de su única mano para palpar, rozar, acariciar las paredes, las esquinas, los rincones de las puertas. Daba la sensación de que "veía" el pueblo mejor que nosotros.

Tenía sus depresiones ¡ cómo no iba a tenerlas!. Incluso lo habían pillado un par de veces – en la buhardilla de su casa- intentando colgarse de una viga. Luego se le pasaba el arrechucho, y volvía a colocarse en su sitio preferido, oyendo pasar a los viandantes.

-Buenas tardes, Angel – le decía, siempre, al pasar.

-¿Quién eres, chaval? – interrumpía su calada al eterno cigarrillo para prestar atención.

-Soy el hijo de Flores.

Ah, sí, ya recuerdo cuando iba a tu casa a por las algarrobas! ¿No estabas interno en un colegio?.

-Sí, sí. Estuve varios años cuando murió mi padre, pero ya estoy trabajando aquí.

-Muy bien, muy bien. Dale un recadico a tu madre.

-De su parte, Angel, muchas gracias y adiós.

-Adiós, mante.

Y yo marchaba con paso raudo, intentando no acordarme de sus ojos consumidos, de su brazo amputado y de sus canas tan blancas, caídas como nieve sobre su cabeza de niño cuya vida quedó interrumpida en mitad de un juego. Mientras , él, ajeno a mi lástima, prendía fuego a la colilla, mientras usaba de perchero el muñón de su antebrazo para sujetar-precariamente- su desgastado bastón.

 

Carletto.

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