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La Sirena

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LA SIRENA

A Marino, la primera vez que la vió, le pareció una sirena. Sobre las rocas, justo donde las olas comenzaban a romper con más fuerza, distinguió una figura, casi desnuda, con medio cuerpo metido dentro del agua. Alrededor de la cintura, se enroscaban unas algas negruzcas, con aspecto de escamas. La mujer estaba boca arriba, con un brazo tapándose la frente, con los senos apuntando hacia el sol. Su cabello, iba y venía sobre la espuma de las aguas, como serpientes rubias . Marino, olvidándose de que él mismo estaba casi desnudo, braceó hasta llegar a la roca, con cuidado de que las olas no lo estamparan contra la afilada piedra.

Cuando la vio de cerca, quedó pasmado por la hermosura de su rostro desmayado. Apartó el brazo de la mujer, con muchísimo cuidado, y la miró por si estaba herida en la cabeza. Solo se percibía un ligero rasguño, cerca de la sien. Apoyó el oido sobre el seno izquierdo, intentando escuchar el latido del corazón sobre el fragor, cada vez más intenso, del oleaje. Si, vivía. Con la experiencia de todos los pescadores para acarrear cuerpos en el agua, cargó con la mujer y, no sin grandes dificultades, la pudo llevar hasta su cercana barca, cuyo anclaje ya estaba fallando.

La madre de Marino se espantó al ver a su hijo con aquel cargamento. No le veía buenos augurios al asunto, sin embargo, obediente, lo ayudó a encender fuego en el hogar, calentando un resto de caldo de pescado. Mientras hervía la olla, madre e hijo despojaron a la mujer de los pingajos que llevaba puestos, y que resultaron ser unas largas sayas , rasgadas de arriba abajo. Un intenso olor a mar brotó del sexo de la hembra.

Con el calor del fuego, comenzaron a volver los colores al palidísimo rostro de la rescatada. Los globos oculares se movieron bajo los párpados, mientras los labios murmuraban unas palabras ininteligibles. Marino contemplaba, embobado, el espléndido cuerpo de la "sirena". Los pechos eran grandes y pesados, con pezones oscuros , ligeramente desiguales. La cintura, muy estrecha, daba paso a unas amplias caderas, de mujer hecha, que se prolongaban en unos muslos ahusados y mórbidos. El hombre, notó su verga, pulsando bajo el roto pantalón. Miraba a la mujer y notaba como emanaba de ésta una extraña energía, como un halo que la envolvía haciendo que su piel brillase de una forma tremendamente sensual. El pescador se quedó unos minutos contemplando el sexo de la mujer, prominente bajo el vello púbico. Si su madre no hubiese estado presente, se habría masturbado, como lo hacía tantas veces, solo, en su barca. El caldo, ya hervía.

La madre de Marino se acercó con un cuenco. El joven pescador se lo arrebató de las manos : se lo daría él . La mujer era suya. El la había rescatado de una muerte segura. Se sentó , apoyando la cabeza de ella en su regazo y ,aupándola ligeramente, intentó darle una cucharada de caldo. El líquido resbaló por los labios cerrados , cayendo por la barbilla y empapando los senos . Lo intentó , otra vez, él, abriéndole la boca con dos dedos. Tosió ella y, lamiéndose los labios, hizo gestos negativos con la cabeza. Los párpados se alzaron y dos ojos color aguamarina miraron directamente a los ojos negros de Marino. El, naufragó en aquellos pozos insondables. Ella musitó una palabra. Acercó su oido el muchacho, y le pareció oir : l-e-ch-e .

La madre de Marino salió rezongando hacia la noche. ¡ Tener que buscar leche, a aquéllas horas ¡.

Al quedar solos, algo cambió en la expresión del rostro de la mujer. Las pupilas se le dilataron, los senos comenzaron a subir y a bajar, como presos de una gran excitación. El largo cabello, ya seco, tenía reflejos de oro bajo la luz de las llamas. Marino no podía más. La belleza de la mujer lo enloquecía ; pero , además, había otra cosa. Algo que se palpaba en el ambiente y que, con toda seguridad, emanaba de ella.

La voz femenina sonó como una melodía, como un canto de sirena , cuando , elevando los brazos hacia él, llamándolo hacia sí, le dijo :

Ven a mí, muchacho.

Y Marino, por primera vez en su vida, tuvo a una mujer bajo él. Y su miembro, corto y grueso, se restregó por el vientre de la sirena. Los pechos le sabían a sal, la boca era un manantial de agua dulce, el sexo era una vaina perfecta para el pene del hombre.

Rodaron los cuerpos sobre la basta lana. Y ella montó al pescador. Y lo hizo suyo. Y su vagina succionaba el corto miembro hasta hacer que fuese largo. Y sus pechos, afrutados, golpearon la cara de él . Y las uñas de la hembra hirieron, en surcos paralelos, la piel de Marino.

La viejuca, llegó con la leche , tras largo peregrinaje. Y se encontró los cuerpos enzarzados en tan carnal pelea. Y se hizo cruces, saliendo al exterior de la cabaña. Allí esperó y esperó, oyendo a su hijo correrse una y otra vez, casi hasta pedir clemencia, y como música de fondo, la risa sensual de la forastera .

La mujer, no recordaba su nombre. Marino la bautizó con el nombre de Serena.

La vieja madre del pescador, como si estuviese esperando para pasar el testigo a otra mujer, amaneció una madrugada , tras estar toda la noche resollando como un animal herido, rígida como un poste. Marino no la lloró mucho. Había sido una madre austera y seca, poco dada a demostraciones de cariño. El día del entierro, desde el atardecer hasta que clareó el alba, los únicos sollozos que se oyeron en la choza eran los del pescador, en los espasmos agónicos de un rosario de orgasmos.

***

Pasaron las semanas. Marino era un hombre feliz, pleno. Su hembra lo buscaba cada noche, siempre ansiosa, esperándolo junto a la playa, sin poderse esperar a llegar a la cabaña. Junto a las barcas, rodaban por la arena, sucias las cabelleras, brillantes los ojos, ardientes los sexos…

Hasta que llegó Martín .

Acababan de comer . Serena estaba limpiando los restos de la frugal colación. Marino le miraba el bamboleo de sus nalgas, tan rotundas bajo la falda larga hasta los pies. El sabía que, los muslos de su mujer, estaban húmedos de semen. Habían hecho el amor antes de comer, junto a la mesa, casi tirando al suelo la humilde vajilla. Pero siempre era así : un impulso irresistible, que lo hacía estar permanentemente erecto. Una mirada de ella … y todo quedaba convertido en nada, excepto su rostro, sus senos, la curva de su vientre, sus nalgas respingonas.

La llamada a la puerta sobresaltó al pescador. Serena, no se inmutó : no se sobresaltaba por nada. Marino, en broma, le decía que no tenía sangre de mamífero, sino de pez. Y, entre susurros, mordiéndole el lóbulo de la oreja, le decía : " eres un ser del mar, mi sirena."

En el quicio, un muchacho, más joven que Marino , mostraba su dentadura perfecta. Era hermoso, alto y esbelto, de mirada profunda bajo tupidas pestañas. Los saludó con simpatía, informándoles de que se llamaba Martín, y que era el nuevo vecino, que había comprado la barca de Milos ( un pescador viejo del lugar ). Marino lo invitó a pasar. Charlaron y bebieron joviales. Serena no dijo ni palabra. Solo miraba con sus profundos ojos color aguamarina.

La vida continuó en la aldea. Martín se hizo pronto muy popular. Danzaba mejor que nadie, tocaba la mandolina mejor que nadie, cantaba mejor que nadie. Todas suspiraban por él.

Marino y Martín se hicieron grandes amigos. El más joven hacía reir al otro – más serio- con sus ocurrencias, con las anécdotas que había vivido con anterioridad. Se hicieron inseparables. El jovencito siempre estaba en la choza de Marino y Selena, con cualquier pretexto. Siempre con un chiste en la boca, siempre ofreciéndoles el mejor pescado. Hasta que , el demonio de los celos, hizo presa en Marino.

Ocurrió por casualidad, como suelen ocurrir estas cosas. Volvió un día antes de lo pensado. Queriendo dar una sorpresa a Serena, entró sigilosamente en la choza. Quedó atónito ante lo que vió : su mujer, con las faldas remangadas hasta la cintura, despatarrada, se masturbaba con una cuchara de madera, revolviendo sus jugos en un acto de desenfrenada lujuria. Pero no fue eso lo que le produjo más extrañeza a su marido . Lo que le clavó una larga espina en el corazón, fue la mirada de ella por la ventana, mientras seguía batiendo la nata de sus jugos. Marino siguió la mirada de la hembra . Junto a la choza de enfrente, Martín, semidesnudo, tiraba un balde de agua sobre su cabeza, esplendoroso bajo el sol de media tarde. Un largo pene asomaba bajo sus ropas empapadas.

Marino, que no era un lince, ató cabos inmediatamente. Serena miraba a Martín, y se masturbaba. Martín iba mucho por la cabaña de ellos. Serena no tenía suficiente con Marino… Martín le ponía los cuernos a su amigo.

Y una oleada de celos salvajes ahogó el corazón del pescador. Y ya no fue persona . Y solo tuvo un pensamiento : vengarse.

Se hizo un maestro del disimulo. Olisqueaba en el aire, como una bestia, tratando de sorprenderlos juntos. Hizo mil y un planes para destruirlos. Se le iba un mal pensamiento, y le venía otro peor. Aquello era insufrible. Comenzó a rechazar a Serena. No podía soportar tocarla, imaginando que había estado con Martín. El muchacho, sin embargo, pareció no darse cuenta del cambio de su amigo. Seguía confiando , plenamente, en él. Y , eso, fue lo que lo perdió.

Tras urdir varios planes, a cual más rocambolesco, Marino llegó a la conclusión de que, si eliminaba el objeto del deseo de ella, se solucionarían los problemas. En su mente desquiciada, magnificó a Serena, disculpándola de todo y juzgando como culpable al joven vecino. ¡ Al fín y al cabo, hasta que vino el otro, ellos vivían en la gloria ¡.

Con mucho misterio, Marino convenció a Martín de que debían encontrarse , con sus barcas, en alta mar. Debían salir , cada uno, como si llevasen rumbos distintos. Martín no preguntó nada : solo lo miró intensamente, con el esbozo de una sonrisa en sus bellos labios. Al amanecer, las barquichuelas se encontraron en un punto lejano, previamente convenido. Juntaron las embarcaciones. Marino saltó a la barca de su vecino, que lo miraba entre extrañado, divertido, ansioso… El celoso, creyó ver una chispa de culpabilidad en los ojos verdes del joven. Casi sin mediar palabra, Marino , acercándose a medio metro, lanzó una certera puñalada al corazón del amigo traicionero. Al otro, se le heló la sonrisa expectante, quedando su mano engarfiada en el aire, a pocos centímetros del bulto genital de Marino. Cayó el cuerpo del muchacho sobre el fondo de la embarcación. En su agonía, los labios musitaban unas palabras. Creyendo que eran de arrepentimiento, Marino acercó su oreja y, con su último aliento, Martín le dijo :

Te amo.

En el júbilo del celoso vengado, Marino no entendió – en ese momento – el significado de tal revelación. Se deshizo del cuerpo arrojándolo al agua con un pesado lastre y , luego, se alejó de allí, simulando que iba a pescar durante dos días, tal como había dejado dicho a Serena.

Pero no pudo aguantar su fingimiento. A media tarde, encabritado por el deseo, puso rumbo a la isla, para pasar la noche con Serena.

Tras dejar amarrada la barca, corrió por la playa hacia el poblacho. Todo estaba oscuro, solo temblaba una lucecita en un ventanuco : el de su choza. Al acercarse, vislumbró unas figuras junto a la vivienda. Serían unas doce. Todos hombres, de todas las edades. Unos estaban sentados, otros de pie. Fumando unos, charlando otros. En silencio los más. No distinguió quieres eran, ni ellos a él.

Abrió de un empellón la puerta entornada. Sobre un jergón, junto a la lumbre, Serena era montada por un jovencito, casi un niño. Junto a ellos, esperando su turno, tres hombres más. Marino quedó rígido, incapaz de articular una palabra. Sus ojos se cruzaron con los de su esposa, pero supo que no lo había reconocido. Un jadeo animalesco salía de la garganta de la hembra. Acabó el muchacho, corriéndose entre gemidos casi infantiles. Al apartarse de la mujer, Marino pudo ver el sexo de Serena, con los labios vaginales hinchados, tumefactos, con goterones de semen que salian a borbotones, como un recipiente desbordado. Sus senos, su vientre, sus muslos, brillaban bajo la luz de la chimenea, viscosos de esperma y babas. A los pocos segundos de retirarse el niño, ya estaba la mujer tendiendo los brazos al siguiente, anhelante, muerta de deseo, con el furor uterino en su máximo apogeo. Trasteaba el siguiente con su bragueta : un viejo desdentado, de mirada lúbrica. Ella, abrazándolo, lo atrajo hacia sí, musitando con voz ronca :

Ven a mí, muchacho.

Marino salió dando alaridos de loco. Corrió por la playa, subió por el acantilado. Las ráfagas de agua de mar se mezclaban con sus lágrimas, convirtiéndose en un todo salado. El sacrificio de Martín al dios de los celos, había sido en vano.

Encontraron su cuerpo al día siguiente, sobre una roca, con el agua lamiendo ya su cuerpo.

Las mujeres de la aldea , hartas de ser menospreciadas por sus hombres, siempre encandilados por Serena, la llevaron a golpes hasta una barca, abandonándola a su suerte en alta mar. Ella se quedó mirando la línea del horizonte, inmutable. Con sus cabellos de ninfa marina ondeando al viento. Sabedora que, como siempre, la encontraría algún pescador, que la llevaría a otra aldea, a otros hombres, a otras vergas que la penetraran y le apagaran con su semen, el fuego enloquecedor de su furor uterino.

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