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Don Juan, Don Juan...

en Textos de risa

DON JUAN, DON JUAN …

¡Don Juan, Don Juan, yo te imploro…! Clamaba en medio de la Plaza, agitada por el viento la blanca toca, Doña Inés de Ulloa. Y su terso rostro competía en albura con los velos de novicia, y sus ojos escudriñaban – agónicos – el cielo preñado de nubarrones. Un relámpago iluminó – levemente – la torre de la iglesia. Algunas viejas se persignaron. Unos niños taparon sus orejas esperando el horrísono bramar del ronco trueno (¡qué bonita queda esta frase, aunque sea un plagio!). Los cómicos maldijeron por lo bajo y siguieron declamando sus versos a galope tendido. El concejal de fiestas tragó bilis esperando el "¡Ya te lo dije!" del Alcalde (que, para más INRI era de la oposición), buscando argumentos para ratificarse en su idea de que programar "Don Juan Tenorio" , al aire libre, a finales del mes de Octubre, era una locura. Pero es que el concejal tenía " los cojones a tiras" – como repetía incesantemente su mujer- y cuando se le metía una cosa en la cabeza…

Bramó el ronco trueno. Cayeron algunas gotitas, luego más gotas, y finalmente gotones estruendosos, gordos como peras y que dejaron la Plaza más limpia que una patena. Una patulea de críos comenzó a pisar charcos, y, sin escuchar los alaridos de sus madres que los llamaban desde lejos, entonaron el: "¡Qué llueva, qué llueva, la Virgen de la Cueva…!". Un espectador, solamente uno, quedó aguantando el aguacero sin moverse del sillón de plástico. Hasta los críos cantarines se retiraron (a fuerza de pescozones maternos), y en la desolada plazoleta quedaron tres personas: Don Juan, Doña Inés… y el pertinaz espectador.

Los cómicos lo tenían claro: había que aguantar – aunque cayesen chuzos de punta- hasta terminar el acto que estaban representando. El acuerdo económico con la concejalía de fiestas estipulaba que se cobraría según los actos representados. En caso de dejar alguno inacabado-fuese por la razón que fuese-esa parte no se cobraría.

El espectador también lo tenía claro: por primera vez en su vida, ante sus ojos se estaba escenificando su fantasía sexual más oculta, más antigua, más morbosa. Una fantasía que llevaba clavada en el alma desde su pubertad y que jamás pensó en que volvería a hacerse realidad: ver a una monja en pelotas.

¿En pelotas?- pensaréis de inmediato- Pero…¡si no era un espectáculo "porno"!.

Bueno, pues, listillos: al principio la representación era una más de las que recorrían ciudades, pueblos y villas de nuestro solar patrio la víspera de Todos Santos (Don Juan con su gorguera, su espada y su media capa. Doña Inés –toda de blanco-con su traje de novicia. Y el sofá en medio). Pero tras litros y litros de agua cayendo a raudales sobre los pobres comicastros, Don Juan ya tenía la pluma del sombrero colgando sobre su nariz, la gorguera – más blanda que un higo- bandeando hasta la cintura, y los zapatos-encharcados- que se le salían a cada paso que daba. Doña Inés, con el hábito pegado completamente sobre su cuerpo serrano era todo un espectáculo. La tela era bastante fina, y , por lo visto, de ropa interior no debía ir muy sobrada la "actriz", porque –desde su asiento- el único espectador podía ver –claramente-el lunar que llevaba Inesita junto al ombligo, amén de unas tetas generosas y un monte velludito con un profundo surco en el centro. Todo, absolutamente todo, a la vista.

Arreciaba la lluvia. Se comían los versos los enamorados, y el Sacristán del pueblo ( pues no era otro , sino él ) mesaba su bragueta que echaba fuego a pesar del agua. De repente todo acabó. Juan e Inés pusieron los pies en polvorosa apenas declamaron el último ripio, y allí quedó – con el hisopo latiéndole en la entrepierna- el rijoso Sacristán.

Y … ¿Dice usted que …?

¡Lo que yo le diga!

¿No me engaña?-dudando- Porque… ustedes se creen que como somos de pueblo…

¡No me insulte! (engolando la voz) ¿Acaso no está usía hablando con un Caballero?

Hombre, la verdad es que usted tiene pinta de ser honrado ( " y de sarasa" pensó el Sacristán, aunque se privó muy mucho de decírselo), pero es que los cómicos, ya sabe usted lo que se dice…

¿A sí? ( amenazándole con el dedo índice rígido y dándole golpecitos en el pecho) ¿ Y qué se dice ?.

(Cortado) Pues… eso. ¡ Qué son cómicos!.

Bueno, acabemos.¿Usted quiere o no quiere ver…?

¡Sí, sí!

… E incluso puede que hasta tomar …

¡¡Sí, sí!!.

Pues ya sabe… Por un módico precio…

Y …¿podría meterla?

¡Hasta las trancas!

Y… ¿ tocarla?.

Eso ya está más peliagudo, pues tiene muchas cosquillas. Si acaso un manoseo de nalgas.

Y ¿es imprescindible que me vista… de eso?.

De todas ,todas. Por alguna razón incomprensible, mi compañera y amiga solamente se deja tomar si estoy vestido con el traje "de faena". Caprichitos de la nena que a mí bien poco me cuestan satisfacer. Pero debo asegurarle que vale la pena el sacrificio. ¡Es un volcán, una bacante, una ninfómana que se vuelve loca cuando la lleno con mi "espada" y ella está vestida de Doña Inés!.

Vale, vale, valeeeeeeeeee ( gime el pobre Sacristán con una rigidez insoportable). ¿Quedamos pues a las doce menos cuarto?.

Si. A esa hora ya tendré seco el traje. Se vestirá en mi habitación y luego pasará al cuarto contiguo. Ella estará esperando. No diga ni una sola palabra, ni una sola, porque por el tono de voz sabrá que no soy yo y puede montarse una hecatombe. Silencio absoluto pase lo que pase. ¿Trae el dinero?.

Aquí lo tiene.

Pues ya sabe : nada de cosquillas, metida bien honda y silencio absoluto.

De acuerdo.

El Sacristán parece una morcilla embutido en el traje de Don Juan. Lleva el alma en un hilo. No se atreve ni a resollar para no incumplir el voto de silencio. Empuja la puerta que lleva a la alcoba contigua. Una triste vela ilumina apenas la mesita de noche. Sobre la cama, tendida boca abajo, espera la novicia. El Sacristán/Don Juan, se arrodilla tras ella. Tiene la tentación de acariciarle las piernas, los muslos, cubiertos por la seda blanca de las medias. Aguanta. Le levanta el hábito lentamente. La verga le tira de todos los pelillos del pubis. Se muerde los labios y sigue levantando el blanco faldón. Aparecen las nalgas, carnosas, redondas , suculentas. En un fogonazo pasan ante sus ojos las imágenes de Sor Dita, la viciosa monja que lo hizo un hombrecito en el Hospicio. Las ancas algo blandengues, pero que ella sabía agitar tan sabiamente cuando él le metía su pichulina en el trasero. ¡ Y los brincos que daba con el ano repleto!. Luego los pillaron y a él lo cambiaron de Hospicio, quedándole para siempre el "regomell" de no haber terminado bien la faena.

Baja lo imprescindible el delantero de sus leotardos. Saca la inmensa verga, compañera fiel de tantas masturbaciones, y la apoya en el mismo sitio que le enseñó la monja pedófila. Parece que gorgotea Doña Inés al recibir el primer embate del espadín donjuanero. ¿Habrá descubierto la superchería?.Frena un poco sus ímpetus el enculador. Se hace el silencio en la alcoba tenebrosa. Cuatro dedos más para dentro. Recuerda el Sacristán que las nalgas de Inés no tienen cosquillas, y aprovecha para acariciarlas, para abrir los cachetes y conseguir una relajación del tenso ojo. Súbitamente se decide y mete todo lo metible ( y hasta un poco de lo colgante) en el boqueante ano, comenzando un combate – a muerte – con su espadón bien metido en los intestinos monjiles. Pone tanto empeño en gozar y en hacer gozar a la moza, que – llevado por el natural orgullo- olvida su promesa tantas veces repetida, y –derrumbado sobre el cuerpo de la cómica- ríe a mandíbula batiente ( con la verga todavía metida en su vaina semi-natural) y exclama en voz alta junto a la oreja de la dama :

¿ Has gozado, vida mía?. ¿Me perdonarás que te haya engañado, pues soy el Sacristán y no Don Juan?

Silencio tenso. Silencio sepulcral. Silencio vergonzante. Silencio que rompe una voz engolada que dice:

¿ Me perdonarás tú a mí, vida mía, que yo sea Don Juan… y no Doña Inés?.

 

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