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Madre

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MADRE

Era una mujer humilde. Triste y silenciosa. Animosa como la primera para trabajar, para criar a sus cinco hijos, que tenían la bocaza abierta todo el santo día, pidiendo y pidiendo sin parar. Sus hijos se avergonzaba en secreto de ella, tan oscura, tan tímida, tan pobre , tan … analfabeta. Porque era analfabeta. Lo supieron cuando ellos comenzaron a aprender las letras, el abecedario. Cuando lo canturreaban en la cocina-comedor-dormitorio, que era su hogar. En aquel triste hogar, sin padre desde poco después que naciese la pequeña Juana. Una barandilla que cede, un albañil sin sujeción, una familia sin padre. El empresario, tapó la boca de Ramira, la madre, con un poco de calderilla. Ella puso su huella digital en un papel que no sabía lo que ponía. Y el buen hombre, de misa diaria y de los que se riñen por llevar el palio cubriendo al Santísimo, se carcajeaba con los amigotes de su ralea ( no los de la misa, que los había, sino con los otros empresarios sin corazón ) por haber sabido engañar tan bien a la pobre viuda, a la alelada viuda, a la desesperada mujer que salía cada mañana, muy de mañana, sin saber donde dirigir sus pasos para encontrar alimento para sus hijos.

Y Ramira, la tonta de Ramira, fregaba escaleras, y orinales, y suelos inacabables de casas solariegas, donde quedaban sus uñas desgastadas como una reliquia, como un homenaje al buen Dios por permitirle ganarse el pan honradamente. Y , tras los suelos, los trapos con mierda ajena, y las bragas con flujo, y los calzoncillos hediondos a orín y semen. Y , luego, corría a casa, donde esperaban sus cinco pajarillos, con las bocas abiertas, esperando su ración, protestando si no era suficiente, echando en cara que los otros niños comían mejores cosas. Ella, la pobre, asentía tristemente, con el corazón encogido por no saberles dar a sus hijos lo que necesitaban. Y se mecía en una vieja mecedora, delante y detrás, delante y detrás, poniendo de los nervios a sus hijos. Ella, entrecerraba un momento los ojos, mirando de reojo el reloj, esperando ver la manecilla en el número ( del que no sabía su nombre ) pero que le indicaba que debía volver al trabajo. A fregar más, a lavar más, a sangrar más por las manos agujereadas por la salsosa.

Y pasaron los años. Los hijos, por no parecerse a su madre, estudiaron mucho y bien. Y ganaron becas. Pedro y Juan, los mayores, partieron pronto para la universidad, donde destacaron por su inteligencia y su tesón. Y triunfaron . Y partieron raudos hacia el extranjero, muy lejos, tan lejos como fuese posible. No querían nada que les recordase su triste infancia, su pobre infancia, su maldita infancia.

Carlota también era muy inteligente. Y bonita . Supo triunfar en las pasarelas, e incluso hizo sus pinitos en el cine. La retiró , muy pronto, un empresario de la construcción, casándose con ella y llevándola a viajes larguísimos por medio mundo. Carlota también quería ir lejos, muy lejos, y se fue, olvidándose de su vida anterior.

Dolores era muy mística, y , al final, se hizo religiosa y se marchó lejos, muy lejos. A las misiones. A cuidar personas necesitadas. A convertir a quien fuese.

Juana, como era la pequeña, es la que quedó más tiempo con Ramira, una vez se hubieron marchado los otros. Y se casó en el pueblo. Y tuvo dos niños, que le llevaba a su madre para que los cuidase. Y la abuela disfrutaba lavando a sus nietos, y quitándoles la mierda, y besándoles las tibias cabecitas cuando nadie miraba.

Cuando el marido de Juana, una vez los nenes fueron algo mayorcitos, decidió trasladarse de empleo, a una ciudad lejos, muy lejos de allí, Juana no se opuso. A ella le agradaba la idea. Ver mundo. Cambiar de aires. Que nadie supiese como había sido su infancia…Le arrebataron los nietos, su única alegría, y ella no rechistó. Se marcharon una madrugada, casi sin despedirse. Allí quedo ella, balanceándose suavemente en su negra mecedora.

Años después, dio la casualidad que , en un periódico de mucha tirada – incluso a nivel internacional – a un meloso escritorcillo se le ocurrió un artículo ( un poco plañidero, todo hay que decirlo ) sobre la maternidad, las madres, etc. Y, de una forma u otra, todos los hermanos lo leyeron. Y no le dieron importancia, aunque una chispita había prendido en sus tristes corazones de niños expobres. Y , cada uno por su lado, le escribió una carta a Ramira, diciéndole que la quería, que la había recordado ( mentira ) y que bla-bla-bla. También le prometían, indistintamente, que pronto, muy pronto, irían a verla.

Siguieron pasando los años. Cierto día, cada uno de los hermanos recibió una carta manuscrita, de un vecino del pueblo al que ni conocían. Tras unas frases de condolencia , les decía :

…" cuando entraron, encontraron a la señora Ramira sentada en una mecedora , con el pañuelo negro en la cabeza, atado bajo el cuello, y sobre el regazo, cinco cartas emborronadas por las lágrimas, muy manoseadas. Quién se las hubiera enviado, no estaría enterado que no sabía leer. En el pueblo se ha sentido mucho su muerte, pues era una persona muy apreciada. Les acompañamos en el sentimiento que, como hijos, deben tener. ".

Y, cada uno, lloró de vergüenza, de asco de sí mismo. Lo que habían hecho, no tenía nombre. Y nunca lo tendrá.

 

Carletto.

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