VEGETALES
Alicia
Hoy es día de mercado. Alicia disfruta en extremo paseando por los puestos que venden casi cualquier cosa , con tal de que sea comestible. En los húmedos sótanos del viejo mercado, recorre los puestos de pescado y marisco, todo recién traido del cercano puerto. Los peces casi todavía se debaten en los últimos estertores. Algunos cangrejos, corretean de aquí para allá, sin pensar en su próxima sentencia de muerte. Las escurridizas anguilas, se retuercen sinuosas. El olor a mar , inunda en oleadas a los visitantes. Alicia sube unos cuantos peldaños. En el piso de arriba, las paredes alicatadas de blanco purísimo, hacen resaltar las cenefas azul-amarillento-anaranjadas de los azulejos de Manises. Allí esperan las carnes . Exquisito cordero lechal. Carne de porcino ( del que se aprovecha todo : hasta los andares ). Caza . Aves . Conejos y liebres. Ternera bien cebada. Y, para los menos escrupulosos ( o, para los más sofisticados, según se mire ), los sesos, hígados, entrañas, sangre encebollada Siguen las especias, el clavo, la canela, la pimienta verde, negra, blanca molida o en grano. El azafrán carísimo. El ajonjolí. El pimentón, dulce o picante. La guindilla cuyos vapores casi la hacen estornudar. El tomillo, el romero, la albahaca, los piñones, el laurel
Pero, en donde Alicia disfruta más, donde se siente eufórica, realizada, morbosa, entusiasmada, lúbrica es en la zona reservada para los productos vegetales. Tomates recién cogidos de la huerta. Judías verdes. Lechugas esplendorosas. Coliflores. Patatas nuevas y viejas. Luego, poco a poco, se aproxima , remolona, casi pudorosa, a los rábanos, los nabos. Y , por fín, con las pupilas dilatadas, con la boca y el sexo rezumando agua las zanahorias. La reina de los vegetales. La que no puede faltar en el verdulero de ninguna soltera, viuda , divorciada o casada insatisfecha ( o , simplemente, sibarita ). Las manos de alicia se deslizan, trémulas, abarcando con la mirada, deleitándose con la textura, calculando longitudes, ensoñando grosores
En la cocina, el cesto de la compra derrama su contenido sobre el mármol de la mesa. Alicia, lava meticulosamente un manojo de zanahorias. Son de muy distintos tamaños. Enjuaga los vegetales. Vuelve a lavarlos, hasta que lanzan destellos. Los seca con amor, los aprieta contra sus senos palpitantes
Sobre la colcha tejida por su abuela, Alicia despereza su cuerpo desnudo. Junto a ella, limpia de hojas, brillante bajo una finísima capa de vaselina, espera una batería de zanahorias. Las mira con amor. Coge la más chiquita, la que es casi como su meñique. Roza con ella sus pezones, morosamente, rodeando la aureola , hasta que el montículo sonrosado palpita como un reloj. Divide su cuerpo simétricamente en dos, partiéndolo simbólicamente con la punta del vegetal, al que arrastra entre sus senos, por su estómago, dejando atrás su ombligo y penetrando en la selva de su pubis salvaje. La puntita de la zanahoria traba contacto con el clítoris de Alicia, que siente el primer principio de espasmo desde el lejano ano a la vecina vagina. Se demora en el monte de Venus, lubrica externamente los labios de su sexo , hasta que nota los jugos internos burbujear en su útero. Penetra con la minúscula zanahoria la boquita ansiosa, jugueteando con su apetito, introduciéndola todo lo que pueden dar sus dedos de sí. Durante varios minutos acaricia sus paredes interiores, despertando viejas humedades, recordando añejas sensaciones. Cambia de tercio y deposita sobre un limpio paño, junto a ella, la tibia zanahoria. Coge otra de mayor tamaño. Casi se ajusta a las medidas del miembro de su anterior pareja. Entra el vegetal un poco más oprimido por la oquedad vaginal. Chapotea en un mar de flujo. Acomoda la penetración al compás de sus deseos. El falo vegetal no rechista, y ella sonrie con amor. Saca y mete, saca y mete. Muy hondo, muy lejos. Ya casi tilila la deliciosa boca sin dientes. Una sensación maravillosa le recorre el bajo vientre. La fría zanahoria humea cuando la saca de su tabernáculo. A ciegas, palpando la colcha, encuentra la chiquita, resbaladiza, promesa de mil nuevos placeres. Acerca la pollita vegetal a su lindo agujero posterior. Juguetea con el orificio, libre de hemorroides, penetra con la puntita. Un poco más. Assssssssí. Con su mano izquierda pulula por los alrededores de su esfínter. La mano izquierda empuña la última zanahoria, la más descomunal. Su preferida. Casi sin que se de cuenta su coño, le mete medio vegetal de golpe, haciendo que sus nalgas tiemblen con el envite. Abarca la boca genital todo el ruedo del anaranjado miembro. Le da unos minutos para que se acostumbre al tamaño. Lo remueve dentro de sí, como el cazo en la perola, buscando tropezones en la olla de sus jugos. Su vagina absorbe el vegetal como una ventosa, pidiendo más, mucho más, mil veces más. Cierra los ojos y abre la boca. Su lengua remoja los labios resecos. La zanahoria visita recónditos rincones, lugares inexplorados a los que jamás llegó ni llegará el ser humano, el HOMBRE . Con el puño agarrotado , abarcando el final del jugoso falo, toca la zambomba, repica el almirez, celebrando el Dia Bueno, el buen día en que visitó el mercado. Con la mente agradecida, la concha chorreante, las piernas temblorosas y la sonrisa de oreja a oreja, agradecidísima a los vegetales, canta un villancico aunque sabe que, todavía, es verano.
Roberto
Hurga el muchacho en el bolso de la compra de su madre. Sabe que ya es el tiempo. Que a su madre siempre le reserva el frutero ; pero no sabe. Puede que hoy no haya comprado. ¡ Tiene tan mala suerte ¡. Y él ya no puede más. Tiene que ser hoy. Sin falta.
Vuelca el cesto. Un huevo rueda por la mesa, cayendo hacia el suelo. El chico lo coge al vuelo, con el corazón en un puño. Lo vuelve a dejar con los otros. Saca los garbanzos, la carne, unos tomates . ¡ Por fín ¡. La fruta. Un envoltorio , un paquete de papel basto atado con una cuerda de bramante. Lo abre con dedos torpes, casi aguantando la respiración ¡¡ Sí ¡!. ¡¡ Aquí están ¡!. Verdes, grandes, jugosos los higos. Y, todavía mejor, entre ellos, como una emperatriz, aún más grande, aún más suculenta, ligeramente de color violeta una albacora ( ese higo más maduro, especial por su tamaño, por su sabor ). El azúcar de su interior reventó ligeramente la piel, por lo que , a través de sus finísimas rajas, se entrevee la sonrosada, rojiza carne interior de la fruta. Roberto la acuna entre sus manos, mirando a derecha e izquierda, temiendo ser sorprendido. Huye el raterillo, con los testículos doliéndole de deseo. El pequeño retrete lo acoge maternalmente.
Cierra el pestillo tras de sí. Deja su tesoro sobre la repisa del lavabo, mirando de refilón su imagen en el descascarillado espejo. Un grano reventón adorna su frente , delatando su condición de adolescente. Desabrocha su pantalón corto, dejando que caiga hasta sus tobillos. Su calzón le sigue en su caida a los abismos. Su pene erecto brinca como un resorte, haciendo ¡plaff! al golpear contra su plano estómago. De su pubis, apenas velludo, arranca la base del falo, que sugiere futuras dimensiones bastante considerables. Los testículos se le aprietan, gordos y duros, prestos a lanzar su carga de vida. Roberto apenas acaricia su miembro. No quiere, no puede permitirse el más ligero fallo. Sus manos se deslizan lentamente por su cuerpo, acariciando sus pezones. Su glande late peligrosamente. Baja las manos hasta el pene, asiendo el borde, la piel que cubre su capullo. Su lengua fuerza las glándulas salivares hasta que navega entre olas de saliva. Se inclina hacia su pene, apartando la piel para que el hilo de saliva caiga dentro, desbordándose hasta chorrear por el grueso tronco. Sube y baja ambas manos por su cetro viril. Por la punta del orificio asoma una gota traslúcida, peligrosamente parecida al semen. Es el momento. El gran momento. Todo llega en esta vida
Roberto coge con sumo cuidado la frutal albacora. Se la muestra al pene, como para que la huela, para que la reconozca, para que la haga suya. Coloca al vegetal frente a su vientre, acunándolo. La punta del miembro recorre la epidermis de la fruta, buscando la olorosa raja . Empuja suavemente. Cede la piel del higo, dejando paso al pene del muchacho, que se envalentona y sigue empujando. Por fín , penetra totalmente la furta, atravesándola de parte a parte. Chorrea la sangre dulcísima del fruto de la higuera. Roberto ya no puede aguantar más. La violada albacora se deja profanar, enfangando con su carne todo el mástil del adolescente, rebozándolo, endulzándolo, llevándolo al éxtasis más glorioso. Escupe su carga el infalible falo. Roberto se encorva sobre su vientre, desparramando lo que queda del higo por su vientre y sus testículos. El semen chorrea , mezclado con los despojos vegetales.
Carletto