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Aventuras de Macarena

en Grandes Relatos

Aventuras de Macarena

CAPÍTULO - I

 

El chorro de dorado orín repiquetea humeante en el fondo de la blanca bacinilla adornada con motivos florales. Macarena flexiona sus muslos una, dos y tres veces para que las últimas gotas se desprendan de su rasurada vulva. Luego se acuclilla de nuevo, esta vez sobre una gran jofaina rebosante de agua tibia. Se enjabona con una gota de gel perfumado y extiende la espuma con la palma de su mano por todo su sexo hasta que llega a la entrada de su fruncido ano. Se demora allí más de la cuenta queriendo introducir el índice de su mano derecha hasta la primera falange. Es el único dedo en que su uña está cortada al ras. Las otras nueve uñas son largas y afiladas, rojas como la sangre. Tocan a la puerta del dormitorio. Es su doncella indicándole que queda poco tiempo. La espléndida mujer de piel canela se seca con un paño blanquísimo adornado con su escudo de armas. Luego le da permiso a su doncella para que entre a prepararla.

Macarena acaba de cumplir treinta años. Es soltera por vocación. Descendiente de una riquísima familia de la nobleza cordobesa, con kilómetros y kilómetros de olivares de su propiedad en Córdoba y Jaén. Ella es hija ilegítima del Conde de Cabra (repugnante crápula conocido en todos los antros de vicio de las capitales andaluzas) y de una gitana bailaora que se las apañó para que el viejo chocho reconociese a su hija como heredera en su lecho de muerte. Los ojos negros, profundos y misteriosos de Macarena dan fe de su raza gitana. Hermosa como una divinidad antigua, acata la religión cristiana como un mal menor impuesto por la sociedad y el rancio abolengo de su padre.

La doncella abrocha los ligueros de su ama tensando las medias de finísima seda negra para que las costuras traseras queden perfectas. Calza sus diminutos pies en altísimos zapatos de tacón. No llevará ninguna otra ropa interior. Sus pechos, duros como piedras, se mantienen erguidos sin que les afecten las leyes de la gravedad. La muchacha ayuda a su dueña a vestirse con el traje de seda negro, muy ajustado hasta la cintura y en forma de amplia capa hasta el suelo. El pronunciado escote muestra el canalillo de los opulentos senos. El peinado es un simple moño recogido en la nuca al estilo cordobés. Sobre él, clava la doncella una gran peineta de carey propiedad de las Condesas de Cabra desde tiempos inmemoriales. La mantilla negra, de finísimo encaje, cae sobre los hombros y espalda de Macarena en sinuosos pliegues que llegan hasta el suelo. En los lóbulos de las orejas le prende la muchachita unos racimos de perlas que bajan en cascada hasta sus finas clavículas. A lo lejos se oye ya el redoblar de tambores. Macarena se recoge el vestido y baja presurosa la amplísima escalera de caracol de mármol negro. En la puerta le espera su mayordomo que le cede el paso con una ligera reverencia.

Sale a la noche cordobesa que huele a azahar y claveles. El aire tibio de la recién estrenada primavera le eriza la piel endureciendo sus pezones. Camina a paso rápido. En la mano, cubierta por un guante de fino hilo, sujeta un grueso cirio adornado con un encaje de volutas de cera. Llega en dos pasos a la puerta del templo donde espera la procesión de Viernes Santo. Sabe que no saldrían sin ella, como Cofrade Mayor que es. Pero no se quiere hacer de notar ni imponer esa clase de prerrogativas. Prefiere dejar constancia de su poderío en otras cosas.

El jefe de los costaleros da la señal con dos golpes secos en el anda. Todo el paso religioso son tallas de Berruguete. Nadie sabe que la figura que representa a María en el desprendimiento de la Cruz fue cambiada en vida del último Conde de Cabra. Macarena sí lo sabe. También sabe que, para el rostro de esa Virgen, fue su madre Dolores , la bailaora, la que posó para el desconocido artista. Nadie de la Cofradía sería capaz de negarle un capricho, cualquier capricho, a alguien perteneciente a la Casa de Cabra.

Majestuosamente, comienza a andar Macarena tras el paso que se balancea rítmicamente a un lado y otro de la calle, cuajado de flores y de velas encendidas. El silencio es absoluto, solamente roto por el redoblar de un tambor. Están llegando a la primera parada. Dos nazarenos, cubiertos los rostros con los capirotes morados, se acercan a Macarena colocándose a ambos lados de ella. Un monaguillo adolescente pone a sus pies un almohadón cubierto de terciopelo rojo. La Condesa se arrodilla y, tras dejar la vela en manos del muchachito, dirige sus manos al escote del vestido y de un rápido tirón lo desgarra dejando a la vista sus hermosos senos. Mira hacia arriba queriendo ver los ojos de los nazarenos. Ellos levantan sus velas por encima de la penitente para que caigan sobre sus pechos chorritos de cera ardiente. Los pezones quedan cubiertos por una pátina transparente que se solidifica rápidamente. Macarena gime entre dolorida y excitada. Arranca otra vez la procesión. Los pechos de Macarena tiemblan con su paso firme.

El ardiente quemazón de los pezones ha bajado hasta su entrepierna. La procesión llega a una calle estrechísima por la que apenas se puede pasar. A ambos lados, los balcones repletos de flores casi se tocan unos con otros. Se detienen otra vez. Macarena mira más hacia arriba. En los balcones de uno y otro lado se apretujan un montón de adolescentes que esperan con las braguetas abiertas y los erectos penes en la mano. A una silenciosa señal, que nadie sabe quién ha dado, comienzan a agitar sus miembros en la primera masturbación de sus vidas. Las jóvenes nalgas se aprietan en un primer espasmo y comienzan a caer sobre la Condesa chorros y más chorros de semen primerizo. Las mejillas de Macarena se tiñen de blanco. En sus clavículas se encharca la virginal lefa hasta que rebosa y cae lánguidamente, ya casi cuajada, hasta refrescar las monedas de cobre ardiente que son los pezones de la mujer.

Siguen los redobles. Macarena relame una gotita que pende como una perla de su labio superior. Detenidos los costaleros, se oye un susurro de telas desprendidas. Macarena agacha su empeinetada cabeza para pasar debajo del anda. La esperan veinticuatro falos de todas clases, aunque todos de un tamaño mínimo de veinte centímetros ( esa fue la consigna para salir elegidos ). La aristócrata va pasando de uno en uno, arrodillada en el suelo, succionándolos, lamiéndolos, acariciándolos, clavando sus afiladas uñas por bajo de los gruesos testículos para conseguir erecciones más potentes. Tras pasarlos a todos por la piedra, se levanta el faldón que cuelga desde el anda hasta el suelo y se cuelan por debajo los dos nazarenos que embadurnaron de cera los pechos de Macarena. Uno se tumba en el suelo, con el hábito arremangado hasta las caderas y la verga enarbolada como el palo mayor de una carabela. Macarena se ensarta con agónica alegría en tan tremendo rabo. Pero lo bueno está por llegar. El otro nazareno, cuyo ciruelo es mayor si cabe, se coloca tras la Condesa y , en seco , junta de golpe su vientre con las nalgas de ella metiendo hasta los testículos su ardiente cirio. Aúlla Macarena, y su grito se confunde con el arranque de una saeta que le dedica a la Dolorosa un cantaor cordobés. Dura la cópula ana y vaginal lo que el canto del artista sacro. Se arrastra la joven fuera del anda, notando la sangre y el semen resbalar por sus muslos cubiertos de seda.

Avanza a trompicones. La peineta se le inclina peligrosamente y, al sujetársela, los senos se hacen más visibles, cubiertos de viscosidad seminal. Ya está cerca el fin de la procesión. La madrugada andaluza va clareando. Llegan al atrio del templo. Un tupido manto de pétalos de rosa esperan a Macarena. Termina de rasgar sus vestiduras, arroja a un lado la carísima peineta con la negra mantilla. Queda desnuda, solamente cubierta con medias y ligueros. Se cimbrea sobre sus zapatos de tacón de aguja. En la entrepierna negrea, mojado de semen y babas, su coño de gitana. Sólo tiene un último capricho. El monaguillo adolescente se acerca titubeante, sus inmensos ojos azules la miran pasando del deseo al temor. Bajo su ligero bozo nunca afeitado, sus labios rojos tiemblan de deseo. Pero junto a él está el Padre Juan, el sacerdote recién ordenado cuyos estudios pagó Macarena. Está bien aleccionado. El sabrá lo que hacer. Ayuda al monaguillo a despojarse de su casulla adornada de largas puntillas blancas. Luego, la sotana de seda roja. Después, nada. Está totalmente desnudo tal como le indicaron a sus padres. Su cuerpo lampiño brilla con luz marmórea bajo el temblor de las velas. Unos rosados pezones coronan un torso ligeramente musculoso que promete un cuerpo de Adonis. Su largo y fláccido miembro reposa sobre un almohadón de sedosos testículos. Los rizos de su pubis coronan tal maravilla. Macarena se abre para el chiquillo. El se tumba sobre ella, ambos en el lecho de rosas. Restriega su blanda polla contra el coño caliente de la mujer. Durante unos segundos ella baja una mano entre sus cuerpos, manipula sabiamente y mete la polla del chico en su vagina como si metiese un calcetín. Lo nota despertar. Siente desperezarse la pequeña bestezuela dentro de la cueva, dando pequeñas cabezadas hasta que se transforma en un rígido monstruo que la orada hasta lo más hondo. (El niño también fue seleccionado, amén de por su belleza, por los veintisiete cms. de miembro en erección.)

Pero Macarena quiere rizar el rizo de la depravación. A una mirada suya, el sacerdote arranca sus ropas talares y, patiabierto ante ellos, agita su gran hisopo para ponerlo a punto. Se arrodilla delicadamente tras el efebo fornicante y sin decir "amén" le endilga la herramienta hasta sus profundidades abisales. Grita el chico y la Condesa lo acalla mordiendo sus carnosos labios. Follan los tres revolcándose entre los pétalos, cayendo el semen por los velludos muslos del cura, por las lampiñas piernas del monaguillo, por la vagina rezumante de la aristócrata…

Resuellan los tres despatarrados en el atrio. Las caras de los angelotes de yeso los miran guiñando los ojos. Los penes, ya fláccidos, esperan el Domingo de Resurrección.

 

CAPÍTULO-II

 

Unas voces purísimas, cristalinas, entonan el Ave María. La celda monacal en la que descansa Macarena, Condesa de Cabra, está sumida en la oscuridad más absoluta. La muchacha se despereza y pasa las manos por sus pezones, todavía dolidos por la cera caliente que los cubrió durante la procesión. Hace ya algunos días, pero su cuerpo se resiente de los excesos sufridos. Por eso está en el Convento de las Clarisas, para recuperarse y poder gozar de los nuevos placeres que le esperan en el Camino. Las monjitas han hecho un buen trabajo con sus pomadas y aceites, y la piel de Macarena exhala perfume a nardos , brillando con una tonalidad fosforescente. Palpa su bajo vientre. Lo encuentra cerrado, casi virginal: nadie como la Hermana Inés para restaurar un himen, aunque estuviese hecho unos zorros, como el de la Condesa. También su puerta oscura está cerrada, fruncida, como una boquita crispada por el mal humor.

Tanto tocarse ha despertado la libido de Macarena ; pero de una forma suave , muy dulce. No le apetecen fuertes embates sino relajantes caricias. Caricias, mimos, que solamente pueden proporcionar las manos suaves de una novicia.

La condesa toca una campanilla de plata. A su son argentino acude presurosa una monja vieja, desdentada, casi momificada, portando un candil de aceite. En sus ojillos, medio cegatos, brilla una chispa de lubricidad al ver el cuerpo glorioso de la medio gitana destacando de la albura de las sábanas. Macarena le da a conocer sus apetitos y, la monja, transmutada en Celestina por orden de la dueña del Convento, parte a cumplir sus instrucciones entre serviles reverencias.

Dormita nuevamente la Condesa. Están tardando mucho en cumplir sus órdenes: recibirán su castigo. Unos tímidos golpes en la puerta la hacen sonreír mefistofélicamente. Sus dedos, adornados con afiladas uñas, se curvan como garras. Ordena que pasen con voz meliflua, y entran dos novicias, dos palomitas, prácticamente adolescentes, cuyos bonitos rostros enmarcados por las blanquísimas tocas reflejan temor y curiosidad por partes iguales. Llevan sendos candelabros que iluminan la celda.

Macarena se recuesta sobre un mullido almohadón y les sugiere que se desnuden la una a la otra. Lo hacen con torpes dedos, hasta que quedan solamente con las tocas monjiles y las apretadas vendas que oprimen sus senos. Caen las vendas y al ir a quitarse las tocas, les dice que se las dejen puestas ( quiere que quede un residuo de lo sagrado para disfrutar de más morbo ).

Sin decirles nada la Condesa, las novicias juntan sus pezones y sus manos buscan las virginales rajas una de la otra. Se besan en silencio. Sus lenguas, no tan virginales, se enroscan sinuosas. Macarena chasca los dedos y, dando palmaditas sobre la cama a ambos lados de su cuerpo, les indica que se acuesten junto a ella. Obedecen las muchachitas. Los labios jugosos se cierran en cada uno de los pezones de la aristócrata. Ella desliza cada una de sus manos por los albos cuerpos de las novicias hasta que llega a sus pubis. Entonces, cruel, clava las uñas de ambas manos sin hacer caso de los alaridos de las niñas. Resbala la sangre sobre los clítoris. Macarena, como una serpiente, repta por la cama y ora una, ora otra, restaña la sangre de las diminutas heridas con maternales lengüetazos. Los botones deliciosos de las vírgenes se enervan con cada lamida . Sus vientres se adelantan hacia la boca de la Condesa . Ella las va sujetando de las caderas para sumir más honda su lengua, transformada en ariete, en sus sonrosadas cavidades. Las hace explotar en un orgasmo casi conjunto y luego las despide sin más explicaciones.

 

***

 

Dos días después, Macarena monta a la grupa de un alazán, agarrada a la cintura de un buen mozo gitano. Son hermanos de madre. La Condesa posa durante unos minutos su enjoyada mano sobre el muslo del caballista. Cuando nota que despierta el miembro, lo saca sin reparos abriendo los botones, uno a uno, de la henchida bragueta. Ella no ve la verga; pero la siente cabecear bajo su mano. La cubre bien con sus dedos, pero sin apretarla demasiado, ahuecando la mano para que , a cada paso del caballo ( que lleva un ligero trote ) suba y baje la piel en una lenta y enervante caricia. El pelo de Macarena flota al viento. De los claveles que adornan su oreja izquierda le llega un perfume intenso, casi obsceno. Eyacula el joven gitano y la Condesa nota sus espasmos . Su mano recoge todo el semen y ella, golosa, se lame los dedos hasta dejarlos limpios.

Pasan ante una cabaña de pastores. La Condesa baja del caballo y ordena al gitano que regrese por donde han venido. Entra ella a la cabaña que apesta a oveja. En un rincón, una brazada de pieles sirve de cama al pastor. Se tumba Macarena durmiéndose al instante. Despierta al regresar los pastores, que son padre e hijo. El adulto es un hombretón de barba cerrada al que le faltan dos dientes. Sobre sus amplios hombros lleva una oveja que bala lastimera. El pastor la ata con un cordel y, sin dirigirle la palabra a la muchacha ( que tampoco a hablado hasta entonces ), enciende un fuego para calentar gachas. Su hijo es un adolescente imberbe, de grandes ojos asustados. Su cuerpo desgalichado ya se ve muy grande, casi como el de su padre. Mira de reojo a la mujer y se restriega sin pudor la portañuela del pantalón, donde el apio marca su dureza.

Han cenado en silencio. Tras beber vino y eructar, el pastor se tira un sonoro pedo. Una intensa olor a podredumbre con reminiscencias de ajo inunda la cabaña. Macarena está muy caliente. La degradación la enerva, y siente correr sus jugos vaginales muslos abajo. El pastor la mira por primera vez desde que entró en la cabaña. Hasta ahora no existía para él pero ya ha llegado el turno de saciar sus apetitos carnales.

La ropa de la Condesa es rasgada de arriba abajo. Sus opulentos senos son prioritarios para el pastor, que los agarra acariciando los pezones con sus callosos pulgares. Ella está toda abierta para él; pero el hombre quiere otra cosa: dejando los pechos libres unos instantes, se abre el delantero de su pantalón y, sin ni siquiera quitárselo, saca de sus profundidades un inmenso carajo con restos de semen reseco. Vuelve a agarrar las tetas de Macarena y, adelantando su vientre hacia ella, coloca el largo nabo entre ambas colinas, cerrándolas después y envolviendo su virilidad. La Condesa ve aparecer y desaparecer, a pocos centímetros de su cara, la cabeza del rústico vergajo. Sus pechos sedosos sufren la fricción del grueso bastón de mando. Detiene unos segundos la masturbación mamaria y el pastor deja caer un espeso gargajo sobre la punta de su aparato para facilitar el deslizamiento. Por el rabillo del ojo, Macarena mira las nalgas desnudas del muchacho que se está follando a la sumisa oveja. Eyacula el padre sobre la cara de la muchacha y ella, con las pestañas pegajosas por el semen, no puede ver terminar al chiquillo su bestial cópula.

 

***

Sujetando los bordes de su vestido, Macarena camina hacia el pueblo que se vislumbra en la lejanía. Oye música y gritos. Conforme se acerca se da cuenta que están celebrando una boda.

Bajo un emparrado, las mesas están dispuestas para los invitados. Suculentas viandas humean desde las bandejas. Macarena se detiene y se sirve un vaso de fresquísimo gazpacho. Se acerca una mujeruca con ánimo de reñirla, pero se detiene boquiabierta al reconocerla.

La Condesa ha ordenado que la conduzcan a la casa que será la del nuevo matrimonio. Se baña en una gran tina quitándose la mugre de la cabaña. Su cuerpo palpita de nuevo. Los pastores se sirvieron ellos sin darle nada a cambio. Le susurra a la mujer del alcalde (cuya hija es la novia que se casa hoy ) su deseo de ejercer el derecho de pernada con ambos novios. La mujer corre despavorida a comunicar la mala nueva. Acude el alcalde entre reverencias. Sugiere cambiar a los novios por otros mozos y mozas del pueblo, de origen más humilde, que no se sentirán mancillados. Ella es inflexible: después del banquete, compartirá el lecho nupcial con el joven matrimonio.

Acaban los tristes brindis. La novia la mira de soslayo y baja la mirada avergonzada cuando la Condesa la mira de frente, con una sonrisa lúbrica que redondea pasando la punta de su lengua por su labio superior. El novio no sabe qué hacer: desde hace rato, su miembro es manejado bajo los manteles de la mesa por la mano curiosa de la aristócrata. Si se levanta, todos verán la verga asomando por el austero pantalón negro. Suena la música. El muchacho se cubre con una servilleta y saca a la novia a bailar. Macarena se retira discretamente: los espera en breve, dice con su mirada a la pareja.

Entran los novios prendidos del brazo. En la calle quedan los curiosos. Macarena los espera sobre el lecho, ya impaciente. Sujeta de una mano a la novia y tira de ella para que caiga a su lado. Su fría mirada hace que el novio pare en seco su intención de ayudar. Despoja la Condesa a la novia de tules y satenes, dejándole las blancas medias con los ligueros de bolillos, confeccionados por su abuela para la ocasión. Rasga las bragas y hunde su boca entre las piernas de la muchachita, que gime muerta de vergüenza. Pero Macarena es mucha Macarena. Los gimoteos de pudor herido se van transformando, poco a poco, en sonidos de gusto incontenible.

La novia sujeta la cabeza de la Condesa para que no se separe de su concha y hace gestos a su reciente marido para que se acerque él también. Se desnuda el mancebo, con la alegría íntima de poder disfrutar de dos hembras de postín, a la vez, en su noche de bodas. Pero la aristócrata lo hace acostarse junto a la novia y, como a ella, hace que abra los muslos y los levante todo lo que pueda. Sobre la mesita de noche Macarena tiene preparados dos cabos de vela. Los unta con aceite de candil y los acerca a los ofrecidos traseros de la pareja. La mujer sabe que , al conocer su deseo de ejercer el derecho de pernada, el novio ha consumado el matrimonio sobre un altar en la Sacristía de la iglesia. Por eso los quiere desvirgar por el único sitio en que todavía son vírgenes ambos. Frota los cabos de vela sobre ambas entradas. El novio bufa de rabia. Su miembro, erecto hasta hace poco, ha quedado reducido a una piltrafilla vergonzante. La novia, que aún tiene el himen ensangrentado, se prepara para una nueva penetración. La introducción es más placentera de lo que esperaba el novio. Su miembro comienza a responder, muy a su pesar, y, cuando la malévola Macarena le encuentra la próstata, se yergue tan duro que golpea su propio ombligo con movimientos espasmódicos.

La novia no disfruta tanto; pero, para compensarla, la Condesa frota de cuando en cuando su lindo clítoris y la muchacha agradece la atención. El novio eyacula sin tocarse el miembro. Está muerto de verguenza , pero su semen corriendo por la ingle cae luego gota a gota rodeando el cabo de vela incrustado en su ano. La novia también llega al orgasmo con ayuda de Macarena.

De madrugada despierta Macarena disfrutando del abrazo de los novios. El muchacho supo penetrarla hasta arrancar dulces sones del armonioso cuerpo femenino, y su esposa aprendió rápido el arte del cunnilingus. La Condesa se coloca de costado para poder dormir sobre el seno de la muchachita, chupeteando el pezón, ofreciendo su grupa a los embates rítmicos del insaciable novio.

 

CAPÍTULO-III

El agua jabonosa se deslizaba entre los pechos de la aristócrata gitana. Se enjuagó bien en las cristalinas aguas del riachuelo y, escurriendo en una gruesa trenza su negrísimo pelo, salió hasta el borde de las aguas, donde se sentó sobre una pulida piedra plana. Frotó su cabello con vinagre que le habían proporcionado en el pueblo, y lo extendió sobre sus espaldas para que se secase al sol de la mañana. Pensativa, acarició sus pezones mientras miraba el alegre brincar de las frías aguas.

Una pequeña hormiga aprovechó su inmovilidad para trepar por su pie. La observó mientras subía con rapidez por su pantorrilla y su muslo, bajó por la ingle y se perdió en el profundo bosque de su pubis. Un ligero cosquilleo en el clítoris le indicó la meta del insecto. Le permitió varios segundos de gloria escalando su diminuto Everest, y luego la sujetó delicadamente y la arrojó varios metros de sí. Pero la hormiguita ya había conseguido su objetivo y, Macarena, por apagar la comezón iniciada por el laborioso insecto, siguió frotándose el pequeño islote , embriagada por el perfume intenso que subía desde su grieta con olor a marisco. No quiso llegar al final; pero, encendida por sus propias caricias, se propuso reanudar el viaje hacia su cortijo para saciar lo antes posible el apetito despertado.

La muchacha se vistió con unas blanquísimas enaguas procedentes del ajuar de la novia a la que había desvirgado analmente. La prenda era una obra de arte repleta de puntillas, frunces, lorzas, pasacintas y todas las maravillas que antaño se sabían hacer en los pueblos de España. Los encajes de Almagro le proporcionaban a la pieza de ropa interior tal lujo y prestancia, que bien podría pasar por un vestido de calle. Y así lo había entendido Macarena que, acostumbrada a hacer su santísima voluntad, lo iba a utilizar para tal uso. Colocada la enagua sobre sus anchas caderas, procedió a colocarse un estrecho corpiño negro, igualmente recamado de bordados de vivos colores. Como los lazos con los que se ataba estaban colocados en la parte delantera, no tuvo ningún problema para vestirse ella sola. Los hermosísimos pechos, en su justo volumen, estaban levantados y realzados por el corpiño, de tal forma que, en los bordes del mismo, sombreaba la aureola de los pezones.

Comenzó la peregrina su andadura por el polvoriento camino. Tras largo rato de caminar, cuando el sol estaba en su cenit, vislumbró a lo lejos las tapias de un huerto de las que sobresalían las copas de varios árboles frutales. Se acercó sedienta, esperando refrescar su garganta en aquél oasis. La puerta estaba entreabierta. Al fondo se oían los sonidos inconfundibles de un azadón hendiendo la tierra. Alzó la voz saludando a quién estuviese allí; pero nadie le contestó. Sin embargo, al traspasar el umbral vio la figura de un campesino trabajando sobre los surcos. Volvió a saludar. Silencio absoluto solo roto por el hierro hiriendo a la Madre Tierra. Macarena sospechó que aquel hombre era sordo.

Quiso aprovechar el morbo de mirar sin ser vista ni oída. Se agachó unos cuantos pasos detrás de él para admirar la figura del joven labrador, porque era joven sin ninguna duda. No llevaba camisa y los músculos de su espalda tostada por el sol temblaban imperceptiblemente cada vez que levantaba el azadón sobre su cabeza. Al inclinarse hacia delante para hincar la herramienta, la liviana tela de su pantalón desgastada a fuerza de mil lavados, se ceñía a sus nalgas y poderosos muslos. La gitanilla observó, excitada, que un rasgón en la parte interna del muslo, dejaba a la vista los generosos testículos del muchacho y, de vez en cuando, la punta de un grueso miembro sin circuncidar.

Sin poder resistirse, la aristócrata arrabalera se acercó sigilosamente y, adelantando la mano derecha ahuecada como quién quiere coger una fruta directamente del árbol, en uno de los movimientos que hizo el joven sordo hacia delante, Macarena agarró los penduleantes testículos con la delicadeza de quien coge una frágil flor. Quedó rígido el campesino y se volvió lentamente para ver quién osaba cogerle de aquella forma sus partes más íntimas. Macarena quedó deslumbrada por la belleza de las facciones del muchacho. Aún a pesar de tener el rostro enrojecido y perlado de sudor, unos ojos grises, brillantes e inteligentes eran el punto de partida de una cara que era el sinónimo de belleza viril. La aristócrata miró, de pasada, unos pectorales trabajados por el esfuerzo físico y coronados con unos pezones rodeados de un ralo y rubio vello. Soltó Macarena su presa, sin dejar de notar que la polla incircuncisa abultaba ahora la bragueta medio rota del joven sordo.

Por señas, el chico le preguntó quién era. También era mudo. Ella le contestó con ambigüedad, más interesada por tirarse al mozo que por darse a conocer. Le abrió la portañuela y sacó su largo y blanco miembro. Tirando de él, lo llevó bajo la sombra de una higuera cuyos frutos parecían la réplica, en pequeño, de los testículos del joven. Macarena se sentó con la espalda apoyada en el tronco, levantando la enagua hasta las caderas.

El chaval miró fijamente aquella fruta desconocida para él y, queriendo probar su sabor, se tumbó ante los muslos abiertos de la muchacha que le sujetó del ensortijado cabello para guiarlo en su aventura. Quiso morderla; pero ella lo apartó con suavidad y le acarició los labios y la lengua para darle ideas. El era sordo, pero no tonto, y entendió la insinuación a la primera. Su boca, que jamás había emitido un solo sonido, supo como conseguir que la que emitiese sonidos – y muy placenteros por cierto – fuese Macarena. La sonrosada lengua del muchachito lamió la piel de la exótica fruta salada y se adentró por la grieta que él –en su ingenuidad- , supuso que se debía a la madurez del fruto en sazón. Saciada la curiosidad del rústico efebo, quiso Macarena devolverle el cumplido y lo puso en la misma posición que ella acaba de abandonar. Tomó en su sabia boca el mástil de la herramienta de carne, y, alabando in-mente al Creador por la perfección de sus criaturas, llevó al inocente al borde del derrame. Sin embargo, la viciosa mujer, con más espolones que el gallo de Morón, supo parar en el momento justo. Saltó luego alegremente sobre el vientre del muchacho, ensartando su voraginosa vagina en tan delicada arma y, sujetándose con las dos manos a una rama que sobresalía de la higuera, comenzó a subir y bajar chupeteando con su coño la rígida vara . Boqueaba el muchacho y, para que no sufriese, Macarena abrió de un tirón su pronunciado escote ofreciendo al campesino su cosecha de melones. E , curiosón, quiso probar también de esta nueva fruta y mamó con delectación los pezones rumbosos de la aristócrata putilla.

¡Qué gozo sintieron ambos! ¡ Qué corrida compartida !. La casi virginal leche del mozo, que sólo había visto la luz anteriormente a fuerza de pajas, se corrió como la pólvora por el ardiente útero caló. El no podía gritar, pero ella gritó por los dos.

 

***

Macarena siguió su camino, muy vencida ya la tarde. Destilaba su coño un alambicado jugo mezcla de semen ajeno y producto propio. Había disfrutado tanto desvirgando al tierno mudo, que la alegría le corría por las venas ¡Ay, Macarena!..

En el Cortijo de Cabra la esperaban aguardando bajo la luz de los candiles. Todos sus aparceros eran jóvenes matrimonios de muy buen ver y mejor catar. Pero ella no estaba para muchos trotes aquella noche. Admitió en su estancia a dos casaditas que, aunque sabían disfrutar de sus respectivos machos, no le hacían ascos a ciertos retozos lésbicos. Las dos jóvenes lavaron con amor el cuerpo de su ama, y se turnaron para limpiar el semen reseco de su monte de Venus. Macarena, medio grogui, se introdujo bajo las sábanas de seda bordadas con su escudo de armas y , metiéndose el pulgar en la boca, se durmió plácidamente.

Despertó con el rasgueo de una guitarra. Se oía el lejano trotar de caballos que se dirigían al Cortijo. Las risas, compañeras del vino, ya habían hecho su aparición. Se levantó Macarena y, envolviendo su cuerpo serrano en un mantón de Manila de larguísimos flecos, adornó su suelta cabellera con unas rosas que cortó al pasar bajo un arco del jardín. La vitorearon sus súbditos. Sobre una tarima de madera, cubierta con un gran toldo, una hermosa gitanilla, casi una niña, bailaba un fandango vestida con una ceñidísima bata de cola. Sus sinuosos movimientos semejaban los de una cobra saliendo de su canasto. Acompañaban su baile, amén del rasgueo de la guitarra, el palmoteo sincopado de unos palmeros y la voz aguardentosa de un cantaor.

Terminó el espectáculo de baile mientras Macarena daba buena cuenta de un plato de jamón de pata negra y un vino fino de la tierra que era la gloria bendita. Dejaron la tarima libre para el siguiente acto. Como siempre, Macarena quería estar sola para sus jolgorios íntimos. Y el festín que se pensaba dar aquél día sería de antología: se iba a pasar por la piedra a doce muchachitos – vírgenes todos ellos – seleccionados entre las familias de toda condición del inmenso condado. Se retiraron todos los sirvientes, excepto un viejo sarasa que tenía que ejercer de maestro de ceremonias. Además, él en persona, se había ocupado de la selección de los chicos visitando pueblo a pueblo, aldea a aldea, villorrio a villorrio e incluso cueva a cueva en su búsqueda de los donceles seleccionados. Nada había sido pasado por alto. Todos los mocitos de 15 a 18 años habían sido pasados bajo sus ojos inquisidores , tremendamente sabios en el tema, y allí estaba el fruto de sus desvelos, la "crem de la crem" de los adolescentes de todo el Condado de Cabra.

Esta costumbre – antiquísima en aquellos parajes – había sido sutilmente cambiada por Macarena pues, anteriormente, lo que se tributaban eran doncellas.

Subieron los chavalines por una angosta escalerilla y quedaron en semicírculo ante la mirada expectante de la Condesa. Todos eran muy hermosos. Unos rubios como el trigo, de narices respingonas y cuerpos esbeltos. Otros, pelirrojos, de blanquísimos rostros adornados con innumerables pecas. Otros morenos medio aceitunados, entre gitanos y moros, de muslos esbeltos y anchas espaldas. Un castaño claro destacaba por ser el más alto y fornido, de luengos cabellos ensortijados que le caían con gracia hasta los hombros.

Tras enumerar el viejo bujarrón las gracias de sus elegidos, quiso que la Condesa lo viese por sus propios ojos y, dando una palmada, indicó a los chicos que ya era la hora de mostrar sus atributos. Así lo hicieron los donceles, algo atribulados por la vergüenza de mostrar sus impudicias ante tan hermosa señora. Ella los animó silbando con admiración ante la vista de un largo prepucio, de unos testículos de poderío más que regular, de unas nalgas que prometían un buen agarradero.

Con la vagina echando fuego, puso fin al espectáculo y quiso pasar a palabras mayores. Con su comitiva de muchachitos en cueros, entró en una espaciosa habitación preparada para lo que se acontecía. Contra una pared forrada de azulejos morunos, una inmensa mesa repleta de viandas esperaba a los comensales. Los almidonados manteles colgaban de las mesas adornados de bordados y bodoques. Humeaban las fuentes de caldo. El riquísimo gazpacho se enfriaba sobre hielo llevado desde las cumbres de Sierra Nevada y las lonchas de jamón y queso emitían su perfume atrayendo hacia sí los estómagos hambrientos de los comensales.

Acabada la comida, llegada la hora de los cafés y exquisito vino dulce de la vecina Málaga, Macarena se permitió unos minutos de relajación escuchando a un porteño que, desde la estancia vecina, deleitaba a los presentes con los sones dramáticos de un hermosísimo tango. Lloraba un acordeón y la voz, dulce, viril y desgarrada del argentino enseñó a los españolitos lo que era verdadero arte.

Pasado el tiempo de la espiritualidad, le llegó el turno a la carnalidad. Macarena se desperezó y, como una bacante dispuesta a honrar a Baco, se zambulló entre los cuerpos adolescentes tocando a manos llenas el bosque de penes erectos que la esperaban por los suelos. Mamó y fue mamada. Mordió y fue mordida. Folló y fue follada.

Era una lucha sin cuartel. Los chiquitos se desprendieron de su virginidad en un pis-pas. Ahondaron en la aristocrática vagina con tal ahínco que a Macarena se le llenaron los ojos de lágrimas de agradecimiento. Los puso a turnos de dos. Se las apañaron para penetrarla por ambos lados a la vez, y ella no quiso tener ocupada la boca para poder azuzarlos, animarlos, elogiarlos y hasta cantarles boleros cuando estaba en lo más alto de la inmensa ola que fue su orgasmo. Y no se fueron de allí sin que la Condesa probase las últimas gotas de sus derrotados miembros, lamiendo con su boca lasciva y cantarina el esperma tan puro y traslúcido como perlas de nácar.

Carletto.

Mas de Carletto

El Gaiterillo

Gioconda

Crónicas desesperadas.- Tres colillas de cigarro

Pum, pum, pum

La virgen

Tras los visillos

Nicolasa

Gitanillas

Madame Zelle (09: Pupila de la Aurora - Final)

Bananas

Madame Zelle (08: La Furia de los Dioses)

Madame Zelle (06: Adios a la Concubina)

Madame Zelle (07: El licor de la vida)

Madame Zelle (05: La Fuente de Jade)

Madame Zelle (04: El Largo Viaje)

Tres cuentos crueles

Madame Zelle (03: Bajo los cerezos en flor)

Madame Zelle (02: El Burdel Flotante)

Madame Zelle (01: La aldea de yunnan)

La Piedad

Don Juan, Don Juan...

Mirándote

Cositas... y cosotas

La turista

La Casa de la Seda

La Sed

La Despedida

Cloe en menfis

Gatos de callejón

Carne de Puerto

Obsesión

Cables Cruzados

Tomatina

Quizá...

Regina

Cloe la Egipcia

Hombre maduro, busca ...

¡No me hagas callar !

Se rompió el cántaro

La gula

Ojos negros

La finca idílica (recopilación del autor)

Misterioso asesinato en Chueca (10 - Final)

Misterioso asesinato en Chueca (09)

Misterioso asesinato en Chueca (8)

Misterioso asesinato en Chueca (7)

Misterioso asesinato en Chueca (6)

Misterioso asesinato en Chueca (3)

Misterioso asesinato en Chueca (4)

Misterioso asesinato en Chueca (2)

Misterioso asesinato en Chueca (1)

Diente por Diente

Doña Rosita sigue entera

Tus pelotas

Mi pequeña Lily

Escalando las alturas

El Cantar de la Afrenta de Corpes

Dos

Mente prodigiosa

Historias de una aldea (7: Capítulo Final)

Profumo di Donna

Los Cortos de Carletto: ¡Hambre!

Historias de una aldea (6)

Historias de una aldea (5)

Historias de una aldea (3)

Un buen fín de semana

Historias de una aldea (2)

Historias de una aldea (1)

¡ Vivan L@s Novi@s !

Bocas

Machos

No es lo mismo ...

Moderneces

Rosa, Verde y Amarillo

La Tía

Iniciación

Pegado a tí

Los Cortos de Carletto: Principios Inamovibles

Reflejos

La Víctima

Goloso

Los cortos de Carletto: Anticonceptivos Vaticanos

Memorias de una putilla arrastrada (Final)

Memorias de una putilla arrastrada (10)

Dos rombos

Ahora

Café, té y polvorones

Cloe (12: La venganza - 4) Final

Cloe (10: La venganza - 2)

Cloe (11: La venganza - 3)

Los Cortos de Carletto: Amiga

Los Cortos de Carletto: Tus Tetas

Memorias de una putilla arrastrada (9)

Los Cortos de Carletto: Carta desde mi cama.

Memorias de una putilla arrastrada (8)

Memorias de una putilla arrastrada (7)

Cloe (9: La venganza - 1)

Memorias de una putilla arrastrada (6)

Memorias de una putilla arrastrada (4)

Memorias de una putilla arrastrada (5)

Los Cortos de Carletto: Confesión

Memorias de una putilla arrastrada (3)

Memorias de una putilla arrastrada (1)

Memorias de una putilla arrastrada (2)

Los Cortos de Carletto: Blanco Satén

Frígida

Bocetos

Los Cortos de Carletto: Loca

Niña buena, pero buena, buena de verdad

Ocultas

Niña Buena

Los Cortos de Carletto: Roces

Moteros

Los Cortos de Carletto: Sospecha

Entre naranjos

La Finca Idílica (13: Noche de San Silvestre)

Los Cortos de Carletto: Sabores

Los Cortos de Carletto: Globos

Los Cortos de Carletto: Amantes

Los Cortos de Carletto: El Sesenta y nueve

La Mansión de Sodoma (2: Balanceos y otros Meneos)

Ejercicio 2 - Las apariencias engañan: Juan &In;és

Los Cortos de Carletto: Extraños en un tren

Los Cortos de Carletto: Sí, quiero

Los Cortos de Carletto: Falos

Caperucita moja

Los Cortos de Carletto: El caco silencioso

La Mansión de Sodoma (1: Bestias, gerontes y...)

Cien Relatos en busca de Lector

Cloe (8: Los Trabajos de Cloe)

La Finca Idílica (12: Sorpresa, Sorpresa)

Mascaras

Los Cortos de Carletto: Siluetas

Cloe (7: Las Gemelas de Menfis) (2)

Cloe (6: Las Gemelas de Menfis) (1)

Los Cortos de Carletto : Maternidad dudosa

Los Cortos de Carletto: Acoso

La Finca Idílica (11: Love Story)

La Sirena

Los Cortos de Carletto: Luna de Pasión

Los Cortos de Carletto: Niño Raro

La Finca Idílica (10: La mujer perfecta)

Los Cortos de Carletto: Ven aquí, mi amor

La Finca Idílica (9: Pajas)

Los Cortos de Carletto: Muñequita Negra

Los Cortos de Carletto: Hija de Puta

La Finca Idílica (8: Carmen, la Cortesana)

La Finca Idílica (6: Clop, Clop, Clop)

La Finca Idílica (7: Senos y Cosenos)

La Finca Idílica (5: Quesos y Besos)

La Finca Idílica (4: La Odalisca Desdentada)

La Finca Idílica: (3: Misi, misi, misi)

La Finca Idílica (2: El cuñado virginal)

Cloe (5: La Dueña del Lupanar)

Los Cortos de Carletto: Sóplame, mi amor

La Finca Idílica (1: Las Amigas)

Los Cortos de Carletto: Gemidos

Los Cortos de Carletto: La Insistencia

El hetero incorruptible o El perro del Hortelano

Morbo (3: Otoño I)

Los Cortos de Carletto: Disciplina fallida

Los Cortos de Carletto: Diagnóstico Precoz

Los Cortos de Carletto: Amantes en Jerusalem

Los Cortos de Carletto: Genética

Morbo (2: Verano)

Los Cortos de Carletto: La flema inglesa

Morbo (1: Primavera)

Los Cortos de Carletto: Cuarentena

Los Cortos de Carletto: Paquita

Los Cortos de Carletto: El Cuadro

Don de Lenguas

Los cortos de Carletto: El extraño pájaro

Los cortos de Carletto: El baile

Locura (9 - Capítulo Final)

La Vergüenza

Locura (8)

Locura (7)

Locura (5)

El ascensor

Locura (6)

Vegetales

Costras

Locura (4)

Locura (3)

Locura (2)

Negocios

Locura (1)

Sensualidad

Bromuro

Adúltera

Segadores

Madre

Cunnilingus

La Promesa

Cloe (4: La bacanal romana)

Sexo barato

Nadie

Bus-Stop

Mis Recuerdos (3)

Ritos de Iniciación

La amazona

Mis Recuerdos (2)

Caricias

La petición de mano

Mis Recuerdos (1)

Diario de un semental

Carmencita de Viaje

Solterona

Macarena (4: Noche de Mayo)

El secreto de Carmencita

La Pícara Carmencita

La Puta

Macarena (3: El tributo de los donceles)

Costumbres Ancestrales

Cloe (3: El eunuco del Harén)

Macarena (2: Derecho de Pernada)

Cloe (2: La Prostituta Sagrada)

La Muñeca

Soledad

Cloe (1: Danzarina de Isis)

El Balneario

Escrúpulos

Macarena

La tomatina

Dialogo entre lesbos y priapo

Novici@ (2)

Catador de almejas

Antagonistas

Fiestas de Verano

Huerto bien regado

El chaval del armario: Sorpresa, sorpresa

Guardando el luto

Transformación

El tanga negro

Diario de una ninfómana

Descubriendo a papá

La visita (4)

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