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Bananas

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BANANAS

Nunca sabemos el porqué ocurren realmente las cosas. Nos imaginamos, intuimos, llegamos a la conclusión... pero saberlo, lo que se dice "saberlo", prácticamente nunca.

La relación con mi esposo siempre fue muy placentera en la cama. Sobresaliente diría yo. Los pocos escrúpulos que nos quedaban, tras un largo noviazgo, desaparecieron rápidamente durante los primeros años de casados. Incluso, con el transcurrir del tiempo, nos fuimos acoplando más en nuestros gustos hasta extremos insospechados. Para mí era una doble gozada el sentirme acariciada por él , porque sabía que su placer era paralelo al mío. Si, por ejemplo, se "amorraba al pilón" y su lengua buscaba todos los entresijos de mi sexo - totalmente abierto para él - notaba muy a las claras que él estaba DISFRUTANDO como un verraco hundiendo su lengua, sus labios y hasta su nariz dentro de mí. Que cada temblor que conseguía arrancarme, era un triunfo, un paso más hacia la comunión de nuestro placer. De la misma forma que yo babeaba de verdadero gusto al mamar su verga, desde el primer momento hasta el último, desde el instante en que me apoderaba de ella - recién salida de la bragueta como un bebé adormecido - hasta el momento álgido de su eyaculación a borbotones, tras haberla chupado, mordisqueado, lamido y degustado con verdadero apetito.

Si. La verdad es que éramos afortunados. En nuestra pasión no había fisuras ni barrera alguna. Aunque ... sí que había "algo", una especie de asignatura pendiente que nunca nombrábamos ... pero que estaba ahí. En nuestras relaciones sexuales todo, absolutamente todo, estaba permitido ... excepto una cosa : el sexo anal.

¿Porqué?. Misterio. Quizá se debiese a miedos, por mi parte, a un teórico dolor físico. Miedo, por otra parte, que nunca se había llegado a plasmar en nada concreto, puesto que nunca lo habíamos intentado. También estaba en el aire cierta anécdota de la juventud de mi marido, cuando fue seducido una tarde de verano por un maduro vecino- bastante desagradable- que le hizo encularlo de forma apresurada y poco gratificante para mi esposo, y que llevó - incluso - emparejada una cierta escandalera al verse descubiertos - en pleno acto - por la sufrida esposa del enculado. En fin. Fuese lo que fuese, el caso es que a mi maridito no le quedó buen recuerdo de aquel coito anal, por lo que - de común acuerdo - el tema de la entrada por la puerta posterior lo eliminamos de nuestras actividades conyugales sin siquiera haberlo probado. Hasta que ...

Hasta que vi aquella película. Ayer mismo por la tarde. La alquilé en el videoclub de la esquina, y , desde luego, jamás hubiese pensado por donde iban a salir los tiros. Porque ¡ mira que salían tiros en la película !. Pero tiros - tiros. De los de pistolas y sangre. Y pobreza. Y todas esas cosas que nos hacen ver que estamos viviendo en la "yema del huevo". Violencia juvenil, infantil... La película era brasileña y se titulaba " Ciudad de Dios ". Una preciosa película, salvo que trataba de lo que trataba y con el agravante de que estaba tomada de hechos reales. Pues eso : estaba yo sola, tumbada a la patallana en el sofá del salón, con la cervecita y los cacahuetes, y con el corazón encogido de ver aquellos chavalines, casi niños, pegándose tiros con la misma facilidad con que parpadeaban, cuando de pronto, entre tiro y tiro, salió una escena cortísima, un simple diálogo entre dos mujeres ( creo que estaban lavando la ropa en un inmundo lavadero ) .Oí el diálogo mientras palpaba con la mano buscando el platito de los cacahuetes. La mano me quedó en el aire, planeando peligrosamente sobre un puñado de calorías. Luego, mi mano cambió el rumbo y aferró el mando a distancia, pulsando el botón para rebobinar. Escuché otra vez el diálogo. Y otra, y otra , y otra ... No me cansaba de escuchar aquellas palabras, en las que una bella mulatita daba consejos a una neófita para que supiese disfrutar del sexo anal. Y, a la par, yo también bebí de aquellas palabras, me saturé, me convencí...

No terminé de ver la película. Corrí hacia la cocina y busqué ansiosa en el frutero.

***

Mi marido no es guapo. Es alto, delgado y fibroso. Un poco calvo y más feo que la madre que lo parió. Pero es gracioso, buena persona, y poseedor de una verga que es gloria bendita.

Aquella noche ( o sea : anoche) lo esperé aderezada con mis pinturas de guerra. ¿Ropa? : la menos posible. No hizo falta que le hablase en esperanto para que entendiese mis señales de humo. Cenamos rapidito. Antes de pasar a la cocina a preparar el café, le di un repaso a las amígdalas mientras tanteaba el terreno. Todo en perfecto estado de erección. En un fogón puse la cafetera. En otro, el cazo con agua a fuego medio.

Todavía pude saborear el café de su garganta. Mientras él se duchaba yo me puse en plan odalisca, con un minúsculo "picardías" que dejaba al descubierto toda mi parte posterior. Mi blanca, mi suculenta, mi mórbida parte trasera. Todo estaba preparado. Bajo la almohada, mi arma secreta. Mi sexo lanzaba efluvios de gel perfumado, mezclado con algo más profundo, más natural. Mi esposo llegó hasta mí lanza en ristre. Lo esperé con los pechos rozando las sábanas, con la luces de la lámpara del techo alumbrando mi pompis generoso. Le recordé nuestra asignatura pendiente y que de esa noche no pasaba el que sacásemos sobresaliente. Dudó unos instantes. Luego calibró el asunto y vio la enorme diferencia entre su fatal experiencia del pasado y la bella realidad del presente. Nos intercambiamos consejos, nos susurramos ánimos.

Cuando noté su lengua en mi esfinter, palpé bajo la almohada hasta encontrar la fruta aconsejada. Ceñí su grosor con mi mano admirada. El agua tibia del cazo le había dado la calentura adecuada. El meñique de mi esposo avanzaba en mi reducto, mientras su otra mano palpaba la parte delantera. Cuando le puse la banana en la mano, entendió al momento. Me relajé presta a disfrutar. Ni siquiera pasó por mi ánimo la sombra del dolor. Para aquel entonces, su dedo corazón masajeaba mi limpio intestino. Con mano sabia comenzó a introducir la gruesa banana entre los labios de mi vagina. Llegó hasta la mitad. Yo salí de mi sopor casi etílico para darme unos achuchones al clítoris. Notaba mi ano dilatado, boqueante. La irrupción de su verga a través de mi aro anal, apenas si fue detectada. El glande achampiñonado era la parte más dudosa, así que terminé de relajarme cuando lo noté charlando con mi colon , cabeceando muy contento. A la de tres, entraron a la par la verga hasta su base y la banana hasta la yema de los dedos de mi esposo. Delicias de fuego me quemaron viva. Rabié por haber postergado en el tiempo tamaño placer.

Tomé el relevo con mi esposo, sujetando con mi enérgica mano la punta de la banana. Quería que él tuviese libres ambas manos. Que me abarcase las caderas para atraerme y retirarme de sí, para llenarme hasta el gollete, para vaciarme y volverme a saturar con su carne caliente, dura y palpitante. Restalló una palmada sobre mi nalga. Mesurada y deliciosa. Un espasmo agarrotó mi sexo. Una locura se desató en mis entrañas. Varios rios manaron de mi interior, afluentes de mi canal uterino, de mi torrente anal, que desembocaron - arrasándolo todo a su paso - en un orgasmo que abrió compuertas, que reventó esclusas, que nos hizo chillar y gruñir, reir y llorar con el placer más completo que nunca, jamás, habíamos experimentado.

Nunca sabremos el porqué ocurren las cosas. No hace falta complicarnos la vida, sino simplemente disfrutarla.

Eso pienso yo, y eso hago en estos momentos, pelando la banana y disfrutando de su sabor, de su textura tan blandita, mientras termino de ver, por fin, la película "Ciudad de Dios".

 

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